Julieta
Mudanzas: de la Juliet de Munro a la Julieta de Almodóvar
Cuando leí Destino, el primero de los tres relatos escritos por Alice Munro en que se basa Julieta (Pedro Almodóvar, 2016), visualicé claramente uno de sus detalles bajo una posible estética almodovariana: Juliet está en el lavabo de un tren y tiene la regla, pero el tren acaba de parar y tirar de la cadena supone dejar el rastro de su tampón empapado entre las vías nevadas. No tiene más opción, así que lo hace y sale del cuarto de baño para inmediatamente después darse cuenta de que el tren se ha detenido tras arrollar a una persona. Alguien que, para más inri, era el acompañante que tenía en su compartimento y al que poco antes le había negado conversación. La culpa de Juliet quedaba de ese modo unida al espacio a través de la sangre: una sangre que era tanto suya como del suicida.
Toda esta secuencia se plasmó en mi cabeza de manera diáfana: Juliet buscando intimidad en un lavabo claustrofóbico, el agua y la orina del váter tiñéndose de un color carmesí, el tren alejándose y dejando un reguero de sangre –posiblemente en un cruce de vías–, un plano detalle de los dos colores (un rojo muy rojo y un blanco muy blanco) fusionándose abstraídos del contexto, etc. La situación me resultaba tan escatológica como preciosa, tan cotidiana como mágica; funcionaba como figura literaria que describe ideas y personajes, pero también como mecanismo de avance narrativo para el relato… La sorpresa vino cuando vi Julieta y la secuencia, por supuesto, no aparecía por ningún lado.
Las razones de esto pueden ser múltiples. En una ligera variación de acontecimientos respecto al relato, Almodóvar opta por incluir una posterior escena de sexo en el tren entre Julieta y Xoan, otro desconocido pero uno al que, en esta ocasión, no quiere negarle ni su conversación ni su destino. Tal vez el manchego no quería manchar una secuencia de sexo esteta con un elemento tan prosaico. Tal vez la unión de Eros y Tánatos le resultaba más interesante que aquella que marcaba los rastros del vientre de Juliet como recuerdo y anticipo de sus tragedias presentes y futuras. Tal vez al decidir que la protagonista quedaría embarazada esa misma noche ya sentía estar vinculando de manera explícita las uniones y desuniones maternofiliales de la película. O tal vez, simplemente, no le gustaba el detalle y decidió suprimirlo porque es lo que las adaptaciones suponen: el sacrificio. Incluso de aquello que nos gusta.
Si en algo se ha parecido siempre el cine de Almodóvar a los relatos cortos de Alice Munro, es en su preciso uso del espacio. Lo que en el manchego es una comunión clara con el director artístico y los departamentos de producción y fotografía, en la canadiense es una claridad absoluta respecto a la exactitud de los detalles que rodean a sus personajes. Así, cuando Almodóvar decide en su película que la protagonista ha de mudarse al mismo edificio donde vivió con su hija, está modificando el relato original pero de algún modo continúa siendo absolutamente fiel a la construcción de significados propia de la canadiense: Julieta necesita volver a estar rodeada de su dolor en forma de vacío y papel pintado. De hecho la historia de Julieta es precisamente eso: una mudanza continua, una que lleva a la protagonista a anular sus planes de vivir en Portugal para vivir en su antigua casa de Madrid; o una visita al fin de su infancia yendo a la nueva casa de sus padres en Andalucía. Pero también una que le lleva a trasladarse de una casa desconocida (no olvidemos que Julieta recoge su correo en el colegio donde trabaja) a la Galicia de Xoan en busca del tiempo perdido. La protagonista no cesa de buscar su propio escenario plegándose a los de los otros personajes, algo parecido a lo que el propio Almodóvar realiza con su último trabajo respecto a Munro.
Siempre resulta interesante enfrentarse a la adaptación de una novela a manos de un autor cuyo estilo ya tenemos interiorizado. Almodóvar, que realiza en Julieta su tercera adaptación después de Carne trémula (1997) y La piel que habito (2011), se basa esta vez fielmente en Destino, Pronto y Silencio, los tres relatos de Alice Munro incluidos en Escapada, pero también adapta y adopta la personalidad de la autora a y en su estilo. Lo curioso es que esta mudanza de significados implica también a un autor que, por primera vez, deja de resaltar su yo dentro del otro y da más peso al otro como descubrimiento del yo. Julieta es, en ese sentido, una especie de escapada de Almodóvar de sí mismo. La película le sigue perteneciendo al cien por cien, pero lo primero que hace a la hora de acercarse a los cuentos es lo mismo que su Julieta lleva a cabo de manera explícita en su nueva casa: por mucho que a otros les guste el papel pintado de las paredes, siente que ha de pintarlo de un color uniforme porque es ella la que va a vivir allí y no quiere distracciones. Almodóvar aprovecha su mudanza para deshacerse de aquellos objetos que una vez guardamos por ser significantes y ahora se han convertido en vestigios de un pasado que no estamos tan seguros de visualizar como parte de nuestro futuro. Como toda nueva vivienda, la decisión no tiene por qué ser permanente –a fin de cuentas para el director todos los amantes siguen siendo pasajeros–, pero sí es en cualquier caso significativa.
¿Cuáles son, entonces, esos elementos de los que Almodóvar huye? Lo bueno de tener a nuestra disposición el material base de la película es que podemos comprobar, o al menos intuir, ese fuera de campo que también construye la película desde su ausencia. Es decir: encontrar en la Alice que no está el Pedro que no quiso estar. En este sentido, Julieta es una película que opta deliberadamente por omitir las secuencias de conflicto para quedarse en el viaje entre las mismas: es una película que es más sobre el entre que sobre el en, y es sobre todo ahí donde atisbamos una voz propia que resuena como el eco de otra. Esto va desde pequeños detalles hasta rasgos estructurales. Algunos no tendrán mayor importancia (por ejemplo, en los cuentos, Juliet consigue un trabajo del que el director ha decidido prescindir pese a ser tan típicamente almodovariano como el de presentadora de televisión), pero otras modificaciones sí se antojan como identificativas de esa marcada elipsis autoral que parece buscar el director. Del mismo modo que la figura sobre la que se inscriben los créditos, Julieta habla del desnudo de abalorios por parte del hombre; del director viéndose a sí mismo como una escultura compacta que el viento no pueda tirar. También del mismo modo que indica Julieta en un momento del filme, se intuye que Almodóvar quiere sentirse tan atrapado que al mismo tiempo sea libre.
Evidentemente, el trasvase de lenguaje que va de la literatura al cine implica de forma necesaria cambios formales y de contenidos. Los relatos cortos de Munro son, en muchas ocasiones, más cercanos al poema que a la novela ya que los criterios cronológicos y los procesos narrativos suelen tender a orientarse más hacia una cierta rima que a una relación causa-efecto. En este sentido, una de las modificaciones más radicales que Almodóvar lleva a cabo está en la relación de Julieta con su propia madre. El director decide que, al contrario de lo que ocurre en Pronto, la visita de Julieta a la casa paterna se centrará más en la aventura amorosa que vive el padre con su trabajadora que en las propias relaciones entre madre e hija. Almodóvar anula, pues, la rima del relato (la conflictiva relación entre Juliet y su madre como anticipo de los futuros problemas entre Juliet y Penélope, su propia hija) para construir una nueva (Julieta viendo a la amante de su padre para más tarde descubrir que, mientras ella estaba de viaje, su propio amante estaba con su mejor amiga). Almodóvar decide subrayar la repetición de acciones por encima de la de ideas o, por decirlo de otro modo, transforma la rima asonante de Munro en una consonante.
Con esta sorprendente ausencia (Almodóvar es uno de los grandes cineastas en lo que concierne a las relaciones madre-hija), no solo se pierde, de algún modo, la línea que une a las tres mujeres de la familia, sino también uno de los elementos más importantes de los tres relatos: la espiritualidad. No en vano, el Pronto del título del relato es en sí mismo un acto de fe; una fe de largo alcance que Munro resalta sobre todo a través de la voz de la madre de Juliet (“Cuando las cosas se ponen de verdad feas para mí… ¿sabes lo que pienso en esos momentos? Pienso, muy bien. Pienso… Pronto. Pronto veré a Juliet”). Por un lado, el escenario religioso de Munro desaparece en el sentido específico del relato (esos padres que mienten a Juliet diciéndole que el tren de pasajeros ya no para en el pueblo porque no quieren que los vecinos anglicanos vean la llegada de su hija, madre pero no casada) y, por otro, en el abstracto de las ideas que subyacen (la discusión con el cura epiléptico en el que Juliet sentencia: “No creemos en la gracia de Dios. No es lo mismo que negarle el alimento a nuestra hija, es negarnos a criarla en la mentira”). De ahí que cuando Almodóvar, agnóstico pero no ateo, sí respeta el conflicto principal de Silencio y asistimos a la muerte de Xoan, vemos cómo Julieta echa las cenizas de su marido al mar, pero no vemos la dramática ceremonia imaginada por Munro donde se incinera al pescador en la misma playa y el fuego devora cruelmente un cuerpo que, para Juliet, ya no es la persona amada porque no es más que carne ardiendo.
La ausencia de Penélope en esa ceremonia es uno de los momentos clave para entender más tarde su decisión de recluirse en un retiro espiritual. Juliet le ha privado de un The End tajante respecto al padre y la hija necesitará encontrarlo lejos de su madre. En la película, sin embargo, el sentimiento religioso se sustituye en parte por la culpa (“Quería que crecieras libre de culpa pero tú la percibiste. Y a pesar de mi silencio te la acabé contagiando como si fuese un virus”) pero, sobre todo, por un conflicto de identidad sexual que Almodóvar se inventa como si él también necesitara escribir un Fin a mano y con buena letra (su letra) en pantalla. Si en los relatos cortos de Munro la revelación es el mecanismo que sustituye el desarrollo del personaje como tal, Almodóvar, al contrario, necesita un clímax.
Para ello crea un tercer acto donde se descubre que Antía (la hija en la película ya no se llama Penélope: ya no se necesita otro símbolo de la fidelidad) ha escapado de sus propias pulsiones homosexuales, ahora es madre y está destrozada por la muerte de su hijo en un río. En este sentido, la ausencia del cuerpo del padre en llamas se antoja más significativa de lo que a primera vista puede parecer porque implica que Julieta no es una película de fuego: es de agua. La protagonista, estudiosa del mundo clásico, insiste en cómo los dioses crearon al hombre con arcilla y fuego. Pero a diferencia de lo que ocurre en Munro –donde la hija nunca vuelve a decir palabra alguna–, aquí es un mar llamado Póntos el que unifica y finaliza el relato. Implica un camino hacia la aventura y hacia lo desconocido pero, sobre todo, hacia la muerte. La viuda del mar del relato se duplica en dos figuras de luto vinculadas con el agua y el Silencio del tercer relato de Munro finalmente se rompe y se resuelve como si Almodóvar sintiera que su ausencia solo tuviera sentido si finalmente descubriésemos las razones por las que estaba callado.
La mayoría de las críticas han utilizado la expresión de drama seco para describir la Julieta de Almodóvar, pero lo cierto es que la película es, en todo caso, un drama húmedo. Uno que usa toallas para resguardarnos de la piel mojada, pero que sabe que lo que realmente está empapado son los huesos. El director sabe que el agua es el elemento de la fertilidad, el símbolo de la feminidad por excelencia, porque da la vida. Pero más allá de ser fuente, el agua también es el lugar de las lágrimas y el de la muerte. Almodóvar no cree en Dios, pero sí en la mitología como arte y en el arte como mitología y, en este sentido, oculta cualquier tipo de creencia y rasgo de su cine pasado para centrarse en otras desembocaduras, como si se sintiera libre porque ha descubierto que no tiene destino más allá del ancho mar. Es cierto que su silencio se rompe pronto, pero su escapada nunca cesa. Pese a sus traiciones, a Munro y a sí mismo, Julieta nunca oculta su remite. No se me ocurre mejor cumplido.
© Endika Rey, abril de 2016