Indie Lisboa 2012

Aquel querido mes de mayo

 

Al ser el último escalón de la temporada festivalera, el Indie Lisboa permite a sus asistentes recuperar esa serie de películas que uno fue esquivando poco a poco, como quien no quiere la cosa, de festival en festival. Además, como nutriente inquebrantable de una de las cinematografías más fascinantes y sugerentes del nuevo siglo, el festival incide en una selección autóctona que, desde el otro lado de la Península, sólo podemos soñar con producir algún día. La mezcla de contemporaneidad y tradición de una ciudad como Lisboa es la misma que la de ese cine que, partiendo de Oliveira, florece en nuevas fórmulas exportables como las de João Cesar Monteiro, Pedro Costa, Miguel Gomes, Sandro Aguilar, Teresa Villaverde o João Pedro Rodrigues, por citar sólo unos pocos favoritos.

 

I. Ficción

La gran triunfadora del festival fue De jueves a domingo, de la chilena Dominga Sotomayor, una road movie borrosa, sombría y resplandeciente a partes iguales. Comienza con un plano bellísimo de un amanecer, desde la casi más negra oscuridad hasta que se hace de día; la hija del matrimonio protagonista duerme en su habitación mientras, por la ventana, vemos a los padres metiendo el equipaje en el coche. Este inicio marca el desarrollo de un doble punto de vista a lo largo del filme: el de los niños y el de los adultos. Acto seguido, la familia emprende el último viaje que harán juntos –existe algún tipo de conflicto entre el padre y la madre que no es explicitado en ningún momento– que coincidirá con el despertar a la vida adulta de Lucía, la niña protagonista, la cual comienza a crecer y descifrar los códigos de los mayores. Si bien la película está plagada de instantes apacibles, conversaciones animadas y momentos tiernos, existe todo el rato un sentimiento de angustia y tensión latente, como si algo grave fuera a suceder, que desemboca en el plano final con la madre y el padre alejándose en el medio de la nada, y en el centro la espalda de Lucía, inmóvil en primer plano. Sólo hacía falta echar un vistazo a la lista de apoyos  del film – desde la Cinéfondation de Cannes hasta un par de ayudas del IFFR – para entender que era una de las firmes candidatas al premio.

Algunas apuestas más modestas fueron por ejemplo Fat Cat, de Patricia Gélise y Nicolas Deschuyteneer, un intento de reformulación moderna del anti héroe noir que “no recuerda la última vez que sonrió”, envuelto en atmósfera kitsch y metido hasta el cuello en una gran estafa urbanística en una Bruselas atemporal, que en sus mejores momentos podría remitir a un Kaurismäki en horas bajas. También circulaba The Color Wheel, de Alex Ross Perry, un mumblecore guasón sobre una joven actriz fracasada y el loser de su hermano que emprenden un viaje para recoger las pertenencias de ella del piso de su ex amante, un profesor de universidad que ya se ha encaprichado de otra. Aparte del hecho de que no soporto que las chicas de este tipo de cine indie sean siempre super cute y en cambio ellos tengan invariablemente un punto repulsivo y antipático, el filme se sostiene bastante bien gracias a unos pocos gags extravagantes y gamberros.

Era momento de recuperar algunas obras vistas ya en otros festivales, como la bella y al mismo tiempo abyecta Totem, de Jessica Krummacher, o el coñazo de Terri, de Azazel Jacobs (que parecían empeñados en pasar cada vez que fallaba la copia de algún pase). Aparecieron propuestas cuanto menos curiosas como The Loneliest Planet, de Julia Loktev, que planteaba cierta desconfianza por incluir a Gael García Bernal en el reparto de un trabajo preciosista y de apariencia pseudoindie.  Se proyectó también El estudiante de Santiago Mitre, un filme que no deja lugar a dudas sobre su postura en cuanto al cine y al mundo, uno de los mejores del año pasado.

Pero la gran sorpresa fue L’age atomique, de Héléna Klotz –el apellido no es casualidad–, la película más joven del certamen, la más festiva pero también la más tenebrosa, un canto a la juventud del último medio siglo acompasada por un recorrido musical que abarca desde Elvis hasta John Maus. Un delirio de cuerpos bailongos en la noche que se acercan, coquetean, discuten, se pierden y se encuentran. Un acto de culto al cuerpo y vanidad pura y dura, que al mismo tiempo esconde todos los temores del hombre moderno: quedarse solo, morir.

 

II. Documental

Como estandartes del cine documental, destacaban los últimos filmes de Glawogger, Herzog, Kossakovsky o Karmakar repartidos por diversas secciones como Observatório, no competitiva y enfocada en los trabajos más importantes del año, World Pulse centrada en películas dedicadas a reflejar la realidad social y global del panorama actual, o Cinema Emergente, que trata de explorar nuevas vías recolectando obras que aportan nuevas maneras de entender el cine.

La película de Herzog, Into the Abyss, constituye un duro golpe al american way of life, mostrando el polvo y la suciedad que algunos se empeñan en esconder bajo la alfombra. Como ya es habitual en él, consigue sacar a la luz una historia local mediante una estructura basada en el retrato-entrevista. Por delante de su objetivo circulan todos y cada uno de los personajes de una morbosa e intrincada historia de drogas, robos y asesinatos, desde los autores del brutal crimen y sus familias hasta los allegados de las víctimas, pasando por el policía que investigaba el caso o el funcionario ejecutor de la inyección letal. Y como siempre, juega a exprimir al máximo cada conversación, cada pregunta suya activa un resorte psicológico y Herzog obtiene, invariablemente, resultados extraordinarios.

Karmakar salía a la carga con un documental cercano al formato televisivo, The Flock of the Lord, que se dividía en dos capítulos bien diferenciados: el funeral por la muerte de Juan Pablo II y el nombramiento de J.A. Ratzinger como Papa de la Iglesia Católica. Quizá lo más interesante de este trabajo es que presenta los hechos invertidos en el tiempo, mostrando primero la celebración en el pueblo natal del nuevo Papa y después los llantos y  despedidas en la Piazza San Pietro. Un trabajo interesante al margen de algunas decisiones estéticas poco agradables y algunos momentos irrelevantes dentro del conjunto.

Otro pequeño placer fue Bestiaire, del canadiense Denis Côté, una película que centra su mirada en la relación de los animales del Parque Safari de Hemmingford, en Québec, con los humanos (visitantes, cuidadores, empleados de mantenimiento, etc…) que les rodean. De algún modo sitúa al espectador en un punto a medio camino entre unos y otros, de tal manera que el público puede jugar a identificarse con cualquiera de los dos bandos  (intentando comprenderlos o desentrañar un patrón de comportamiento), o bien permanecer atento a cómo todos ellos son cosificados, reducidos sus movimientos a líneas de fuga que componen y recomponen el cuadro con sus entradas y salidas de campo. Personalmente, me quedo con esta segunda opción. Y es que la coreografía de las alpacas o la minuciosidad del taxidermista contribuyen a desarrollar ese sentimiento de internamiento y angustia, a la vez que se recrean en el disfrute puramente estético.

También pululaban por diversas secciones propuestas graciosas y medianamente interesantes como Vou rifar meu coraçao, de Ana Rieper, que aparecía incluida en IndieMusic, la sección musical del festival, en la que a través de entrevistas a personalidades del ámbito de la música brega –género originario de Brasil y que se caracteriza por la exaltación desmesurada del romanticismo– recordaba muy lejanamente a un cursi y muy querido recolector de estampas nacionales como el de Viajo porque preciso, volto porque te amo (K. Ainouz y M. Gomes, 2009) o Il n’y a pas de rapport sexuel, de Raphaël Siboni, que seguía a Hervé P. Gustave, el rey del porno francés, durante las grabaciones de sus películas caseras, enseñando los tiempos muertos y los momentos divertidos y realmente humanos de las situaciones propuestas en cada una de sus escenas.

Una de los grandes atributos del Indie Lisboa es su archivo audiovisual – atendido por personas majísimas, por cierto – que permite al visitante no sólo diseñar un calendario de proyecciones propio, sino también recuperar todas y cada una de las películas que fueron enviadas ese mismo año para participar en el festival. Allí tuvimos ocasión de ver Distinguished Flying Cross, el último trabajo de Travis Wilkerson, que se sienta a la mesa con su hermano y su padre para escuchar las batallitas de la Guerra de Vietnam relatadas por este último, piloto condecorado con la Cruz de Vuelo Distinguido pero absoluto desencantado de la época que le tocó vivir. Como siempre, los montajes musicales son una delicia.

 

III. Cine portugués

El cine portugués se encuentra repartido por todas las secciones, gracias a la confianza total desde la organización del festival en el material patrio, siempre a la altura y capaz de competir contra cualquier otro. Así, un filme que concursa en la sección Observatório o Cinema Emergente puede participar en la Competição Nacional o Internacional sin chirriar demasiado. Y este es el tipo de apoyo inteligente y fundamental que debe proporcionar un festival hacia el material que lo nutre y le concede renombre. La apuesta podría ser si cabe aún más arriesgada, el cine portugués posee potencial para ello pero está claro que le falla el apoyo político y popular en términos de espectadores. Sólo hace falta echar un vistazo a la cartelera para comprobarlo: la misma semana del Indie Lisboa se exhibían, en cines comerciales, trabajos como Tabú de Miguel Gomes, Linha Vermelha de José Filipe Costa o É na terra não é na Lua de Gonçalo Tocha, que unos pocos días después ganaría el premio gordo de Documenta Madrid (nueve películas en el palmarés internacional, y tres de ellas portuguesas).

João Salaviza aparecía por partida doble en el programa del festival. Por un lado presentaba Cerro Negro, ya exhibida en la sección Spectrum del último IFFR, que captura un instante en la vida de una familia en la que el padre se encuentra en prisión. Resulta muy interesante estudiar cómo reparte y traslada el protagonismo de un miembro a otro de la unidad familiar: en un principio la madre y el niño, que no entiende nada, sumidos en los preparativos de la visita de ella a la cárcel, por el medio el camino en solitario de la mujer y el reencuentro con el marido hasta llegar al final con él solo en su celda. Por el otro lado estaba Rafa, ganadora del Oso de Oro al mejor cortometraje en el Festival de Berlín –en su discurso de agradecimiento el director dedicó el premio al gobierno portugués, “sólo con la condición de que nos ayuden en los próximos años, porque no sabemos qué va a ocurrir con nuestro cine”– que sigue los pasos de un chaval de trece años en estado casi zombie, envuelto en una pérdida de inocencia total y desoladora. Moviéndose como un gato en la oscuridad, vaga por la ciudad buscando a su madre, que se encuentra retenida por la policía. Rafa reaparece a plena luz del día, revelando una realidad de la que intentamos apartar los ojos por la calle. Salaviza se consolida como experto en retratos de temas sociales sin caer nunca en vicios ni lugares comunes.

Sin duda uno de los platos fuertes que propició el último empujón necesario para acercarse a Lisboa, era el estreno de O que arde cura, la última colaboración entre João Rui Guerra da Mata y João Pedro Rodrigues, pareja más allá del ámbito artístico. Aunque el primero ya codirigiera Alvorada vermelha (editada por el festival y la Fnac en un jugoso doble pack de cortometrajes portugueses), aquí por fin asume la tarea de dirigir en solitario, y el resultado es muy satisfactorio. Al igual que O fantasma estaba dedicado a Guerra da Mata, ahora él dedica su primer filme a su otro yo, recorriendo cada pedazo de su piel, cada músculo y cada sombra con la cámara. Realzándolos, como en un retrato pintado en honor al otro, embelleciendo cuerpo y rostro del ser amado. Ambientado en el 25 de agosto de 1988, día en que un tremendo incendio arrasó gran parte del Chiado (el barrio alto de Lisboa), noticias en directo, conexiones radiofónicas e imágenes televisivas se entremezclan con una relación amorosa a punto de apagarse. Los recuerdos dolorosos, y los felices también, reflotan gracias a una conversación telefónica que termina con The Wilhem Scream de James Blake sonando mientras comienzan a aparecer los créditos.

La ganadora del premio a Mejor Película Portuguesa fue el documental Jesus por um dia, de Helena Inverno y Verónica Castro, que recoge los preparativos de una representación de la Pasión por parte de un grupo de presos de la cárcel de Bragança, al norte de Portugal. Centrada en los momentos previos, el trabajo manual y los ensayos, muestra al mismo tiempo la rutina y los instantes insólitos de la vida penitenciaria de una manera directa pero no intervencionista, sino desde una cierta distancia física que  curiosamente no deviene en distancia emocional.

A casa, de Júlio Alves, filme hermético y comparable al diseño del propio edificio en construcción que recoge la película, propone un retrato de un pequeño grupo de hombres que trabaja fuera de su país. A partir de la labor física diaria, surgen diminutas muestras de vida personal, anhelos y conversaciones íntimas. El desarrollo de la obra llega a enfrentarla con la propia historia de las personas que trabajan construyéndola, poniendo de manifiesto todo lo que unos pierden mientras el otro es levantado. De esta manera, descubrimos que las casas tienen vida incluso antes de haber sido habitadas (una vida oculta o bien una vida que nos empeñamos en ocultar).

Una premisa mínima incuestionablemente más sólida y depurada es la que propone Luz da manhá, el cortometraje de Cláudia Varejão. Plagado de escenas de puro disfrute estético entre las que destaca la del río, con planos subacuáticos en los que los cuerpos bailan jugando a entrelazarse y casi parece que pelean contra el agua en un esfuerzo por aproximarse al otro. El filme podría ser disfrutado simplemente como una mera sucesión de momentos en los que los personajes intentan acercase o alejarse entre ellos, si no fuera porque se trata de una historia abuela-madre-hija centrada en la relación y los cambios entre ellas: en cómo una todavía está aprendiendo a mirar, la otra empieza a dejar de ver, y la del medio ha de hacerlo por las tres. De un primer instante pacífico en la casa familiar pasamos a una excursión a la orilla del río que termina en conato de violencia debido a que la abuela no quiere volver a casa en coche. Un hilo narrativo mínimo que recoge una muestra de vida vulgar y extraordinaria al mismo tiempo. (Mientras escribo sobre Luz da manhá chateo por Facebook con Martin, él dice que no le apasionó tanto, pero creo que le puedo convencer…)