Historias de fantasmas

 

Entrando en la conciencia de una imagen

 

I. Scottie, el protagonista de Vértigo (Vertigo, Alfred Hitchcock, 1958), es un policía que se ve obligado a retirarse debido a su acrofobia. Un día, un antiguo compañero, se pone en contacto con él y le pide que vigile a su esposa Madeleine quien, últimamente, se comporta de forma extraña. En cuanto Scottie ve a Madeleine se siente atraído por ella y no tarda en implicarse en el caso. Pero durante uno de sus encuentros, Madeleine muere saltando desde lo alto de un campanario (o eso le hacen creer al protagonista). Un tiempo después Scottie conoce a Judy, una chica cuyo estilo es radicalmente opuesto al de Madeleine, pero que guarda un asombroso parecido físico con ésta. Scottie entrevé entonces la posibilidad de que la imagen de la muerta pueda encarnarse en un cuerpo vivo. Para ganarse el amor de Scottie, Judy acepta que él la transforme. En la escena culminante de ese doloroso proceso, Judy llega a su apartamento vestida y maquillada como Madeleine y con su mismo color de cabello. El protagonista suplica a la chica que se recoja el pelo en un moño. Judy accede. Cuando sale del aseo bañada en una luz verde, su imagen está difuminada como si de una presencia fantasmal se tratase y, solo entonces, convertida en la viva imagen de Madeleine, Scottie la besa apasionadamente.

La sombra de este filme de Hitchcock planea también sobre La jetée (1962), mediometraje donde Chris Marker acomete una relectura íntima de Vértigo, a partir de fotografías fijas y en clave de ciencia ficción, para tejer una meditación acerca de los mecanismos de la memoria y el deseo. Después de esbozar algunos fragmentos del recuerdo que se instalará definitivamente en la mente del protagonista (“el niño cuya historia vamos a contar estaba destinado a recordar la visión de un sol congelado, el paisaje al fondo del muelle y el rostro de una mujer”), el filme nos sitúa en un París devastado tras la Tercera Guerra Mundial. En el subsuelo de la ciudad un grupo de hombres dirige una serie de experimentos con la intención de abrir un agujero en el tiempo que les permita proveerse de víveres, medicinas y energía. Después de muchos fracasos con otros prisioneros, el protagonista será elegido por su fuerte fijación con una imagen del pasado. Durante los experimentos consigue establecer contacto con esa mujer a la que vio de niño en el aeropuerto de Orly y a la que ahora reencontrará en distintas ocasiones y en distintos lugares. Poco a poco, irá naciendo entre ellos una reservada historia de amor. Pero el éxito de los experimentos hace que los científicos se decidan finalmente a proyectar al protagonista hacia el futuro.

En Solaris (Solyaris, Andrei Tarkovsky, 1972) también encontramos una historia de fantasmas que se desarrolla bajo el marco genérico de la ciencia ficción. Kris Kelvin es un psicólogo enviado a la estación espacial de Solaris, desde donde se lleva a cabo la observación de este planeta cuya superficie está cubierta por un océano inteligente. El informe de Kelvin será decisivo para determinar si se prosiguen las investigaciones o si se abandonan definitivamente. Cuando Kris llega a la estación advierte que Snaut y Sartorius le reciben con nervios y recelo y descubre que Gibarian, el tercer tripulante, se ha suicidado. Por lo visto, después de haber sometido al océano a intensas radiaciones, este ha respondido leyendo el subconsciente de los tripulantes y materializando sus deseos y temores más íntimos mediante la creación de réplicas con apariencia humana, pero compuestas de partículas subatómicas. Esa misma noche, tras despertar de su sueño, el protagonista recibe la visita de su esposa Hary, quien se suicidó siete años atrás. Kelvin decide deshacerse de ella porque comprende que la mujer que está ante él no es verdaderamente su esposa, sino una copia enviada por el océano y confeccionada a partir de sus propios recuerdos. Pero a la noche siguiente otra Hary vuelve a aparecer.

En el último filme de José Luis Guerín, En la ciudad de Sylvia (2007), la acción se divide en tres días. Durante el primer día, el protagonista -un hombre joven del que no sabemos ni tan siquiera el nombre- pasea por una ciudad extranjera, observa a las mujeres que se cruzan en su camino, dibuja cuerpos y rostros en su cuaderno. Al día siguiente mientras se encuentra en la terraza de un bar cree ver, al otro lado del cristal, a Sylvie, una chica a la que conoció seis años atrás en esa misma ciudad. Tras seguir a la mujer por las calles, el protagonista la aborda finalmente en el interior de un tranvía, pero descubre que ella no es la Sylvie a la que buscaba. A partir de una utilización radical del montaje, del encuadre y de la composición del plano, Guerín construye un filme donde el trazo del retrato femenino está íntimamente ligado a los fantasmas que alberga la mirada masculina. La sólida y, en ocasiones, compleja trama de los filmes anteriormente mencionados es sustituida aquí por una particular poética de la ocultación y la revelación, ejes mediante los que se articula este filme que funciona como una topografía de la mirada masculina sobre un paisaje femenino en constante transformación.

En estos cuatro filmes es la fascinación del hombre por la imagen de una mujer ausente (y, en la mayoría de los casos, muerta) la que marca la evolución de los relatos, dibujando los obsesivos trayectos de un deseo masculino que bascula siempre entre el éxtasis y la tortura. En todos ellos la pérdida de la mujer juega un papel importante, pero estas películas no versan tanto sobre la desaparición o la muerte de la amada, sino  sobre la posibilidad de reencontrarla, sea en un tiempo pasado o futuro, sea convocándola en uno o en muchos cuerpos. Dicho de otro modo: es la propia condición fantasmal de las ausentes la que actúa como motor del relato y la que alimenta el deseo de los protagonistas.

Por otro lado, al sustituir a la mujer por su imagen y al presentar esa imagen como matriz generadora del conflicto dramático, todos estos filmes se constituyen también en poderosas variaciones que exploran la problemática entre la imagen y su referente, la relación del hombre con sus fantasías y por extensión, la relación del espectador con la película.

 

II. Es difícil no ver en La invención de Morel (Adolfo Bioy Casares, 1940) un precedente de todos estos filmes. En esta novela, que cabalga con asombrosa naturalidad entre el género fantástico, la literatura romántica y los libros de aventuras, Bioy Casares construye también una intriga donde todo gira alrededor de la imagen fantasmal de una mujer. La osada estructura narrativa de La invención de Morel, el enrarecido clima de paranoia que transmite el relato en primera persona y su fluidez a la hora de transitar entre lo real y lo fantástico, han inspirado, reconocidamente o no, a numerosos filmes de muy distinta índole –de El año pasado en Marienbad (L’année dernière à Marienbad, Alain Resnais, 1961) a la serie Perdidos (Lost, J.J. Abrams, Jeffrey Lieber, Damon Lindelof et al., 2004), de No te mueras sin decirme adónde vas (Eliseo Subiela, 1995) a The piano tuner of earthquakes (Stephen & Timothy Quay, 2005), etc…-. La novela ha sido objeto también de varias adaptaciones. La más conocida de ellas es la película italiana protagonizada por Ana Karina Morel’s invention (L’invenzione di Morel, Emidio Greco, 1974).

La invención de Morel es la historia de un prófugo venezolano que, a modo de diario, da cuenta de sus aventuras tras haber escapado de prisión evadiendo así una condena injusta a cadena perpetua. El protagonista, del que nunca llegaremos a saber el nombre, consigue llegar a una isla desierta situada en algún lugar del Pacífico Sur gracias a las indicaciones de un italiano: “Para un perseguido, para usted, solo hay un lugar en el mundo, pero en ese lugar no se vive. Es una isla. Gente blanca estuvo construyendo, en 1924 más o menos, un museo, una capilla, una pileta de natación. Las obras están concluidas y abandonadas. […] Ni los piratas chinos, ni el barco pintado de blanco del instituto Rockefeller la tocan. Es el foco de una enfermedad aún misteriosa, que mata de afuera para adentro. Caen las uñas, el pelo, se mueren la piel y las córneas de los ojos, y el cuerpo vive ocho, quince días. Los tripulantes de un vapor que había fondeado en la isla estaban despellejados, calvos, sin uñas –todos muertos-, cuando los encontró el crucero japonés Namura. El vapor fue hundido a cañonazos”.

La novela comienza con la misteriosa llegada de unos turistas a esta isla donde se refugia el protagonista quien, para no ser descubierto, se ve obligado a trasladarse de la parte alta a los pantanos. La invención de Morel evoluciona narrando con minuciosidad el fatigoso día a día de este fugitivo: una lucha por la supervivencia en un paraje inhóspito donde debe permanecer atento a la crecida de las mareas y buscar alimentos mientras espía a los inesperados visitantes que se han instalado en el lugar.

Entre los turistas hay una mujer, Faustine, que todas las tardes va a ver la puesta de sol. El protagonista la observa con insistencia y, poco a poco, va enamorándose de ella, pero todos sus intentos por establecer contacto con Faustine terminan, inexplicablemente, frustrados. Suceden en la isla otros fenómenos extraños que no parecen admitir un razonamiento lógico. Además, las duras condiciones de vida del fugitivo, la alienación, la soledad, las dificultades para alimentarse… ponen al lector sobre aviso de que, quizás, todos estos inexplicables acontecimientos se deban a que el protagonista está perdiendo la salud y la cordura.

Por lo dicho hasta el momento, el lector que no conozca esta novela de Bioy Casares debe de estar preguntándose qué relación guarda entonces La invención de Morel con los filmes anteriormente mencionados. Se suele citar Vértigo como filme fundacional de una cierta tendencia cinematográfica que consiste en escindir las obras, en partirlas por la mitad para volver a comenzarlas revelando así el artificio de su propia construcción. Según Xavier Pérez esta “poética del eterno retorno es inaugurada por Vértigo, obra mediante la que se descubre que un filme puede contener en sí mismo su propia repetición y donde, por primera vez en la Historia del Cine, todo tiene que suceder dos veces” (1). Pero La invención de Morel, escrita casi veinte años antes de que Hitchcock filmase Vértigo, es también una novela escindida donde esta “poética del eterno retorno” juega un papel importantísimo y donde sucederá algo que nos obligará a releer de nuevo todos los acontecimientos de la primera parte. En este caso es un descubrimiento que atañe tanto al lector como al personaje, pero al  igual que en Vértigo tiene lugar en mitad del relato. Jorge Luis Borges, que prologó La invención de Morel, escribía lo siguiente sobre esto: “Adolfo Bioy Casares, en estas páginas, resuelve con felicidad un problema acaso más difícil. Despliega una odisea de prodigios que no parecen admitir otra clave que la alucinación o que el símbolo, y plenamente los descifra mediante un solo postulado fantástico pero no sobrenatural”.

Lo que descubre el protagonista al vigilar de cerca a los turistas y al escuchar a escondidas sus conversaciones es que uno de ellos, Morel, quizás también enamorado de Faustine, trajo a todo el grupo a la isla con la intención de registrar una semana de sus vidas con su último invento. Es el propio Morel quien, una noche, decide explicar a sus amigos la razón por la que les convocó a todos en este lugar que no aparece en los mapas: “Mi abuso consiste en haberlos fotografiado sin autorización. Es claro que no es una fotografía como todas; es mi último invento. Nosotros viviremos en esa fotografía, siempre. Imagínense un escenario en que se representa completamente nuestra vida en estos siete días. Nosotros representamos. Todos nuestros actos han quedado grabados”.

Definido por el propio inventor como “un medio para contrarrestar ausencias” (como el cinematógrafo), el aparato de Morel es capaz de captar las ondas visuales y auditivas, pero también las olfativas, gustativas, táctiles y térmicas. Su invento no solo capta las ondas sino que también sirve para grabar y proyectar, “no necesita pantallas ni papeles; sus proyecciones son bien acogidas por todo el espacio y no importa que sea día o noche”. El invento de Morel ha proporcionado la eternidad a su grupo de amigos. Las almas de todos ellos, traspasadas a la imagen, han conquistado la inmortalidad. Pero el precio a pagar por ello es la muerte del cuerpo.

 

III. En Vértigo Scottie consigue, por fin, convertir a Judy en Madeleine. La fantasía que ha turbado al protagonista durante toda la segunda mitad de la película toma finalmente cuerpo. Pero la dicha durará solo el instante de un fogonazo. Cuando Scottie descubra el collar de Madeleine en el cuello de Judy descubrirá también el cruel complot del que ha sido víctima. Después de esto la historia no puede hacer más que repetirse: las escenas se doblan y el campanario de la Misión Dolores se convierte, por segunda vez, en el escenario de la trágica muerte de la mujer amada.

Si atendemos a la consideración que merece la imagen de Madeleine en Vértigo, veremos que ésta se nos presenta como cebo y como desencadenante de un destino trágico. Como cebo porque todo el complot de Elster se sostiene sobre la imagen de una mujer que irremediablemente seducirá al protagonista. Como destino trágico porque, tras la muerte de la mujer, el poder de su imagen será tal que conducirá al protagonista a la locura y una vez la imagen de Madeleine se haya corporeizado en la figura de Judy, la película se precipitará hacia una (segunda) muerte revisitada.

Es sorprendente comprobar hasta qué punto en La jetée Chris Marker es fiel a Hitchcock en todos estos postulados. Después de que el protagonista del filme haya regresado del futuro con una central de energía capaz de poner en marcha toda la industria humana, el narrador nos dice: “Había sido un instrumento en sus manos, la imagen de su infancia había sido un cebo para condicionarlo, había estado a la altura de sus expectativas y había cumplido con su papel. Ahora solo esperaba que lo liquidaran con el recuerdo de un instante vivido dos veces”. Y cuando los hombres del futuro le ofrecen la posibilidad de quedarse con ellos, él la rechaza para pedirles, en cambio, que le devuelvan al pasado, “al mundo de su infancia y a esa mujer que, a lo mejor, le estaba esperando”. El desenlace de La jetée es, como el de Vértigo, una escena doblada, repetida, que sucede por segunda vez. La escena de una muerte (en este caso la del protagonista) que, como en Vértigo, pone punto final a un complot y corrobora que no se puede burlar al destino, que “no se puede huir del tiempo”, que no se puede pasar dos veces por la misma imagen sin pagar las consecuencias.

Chris Marker escribe lo siguiente sobre la película de Hitchcock: “El vértigo del que el film trata no tiene que ver con el espacio y la caída; es una clara, inexplicable y espectacular metáfora sobre otra clase de vértigo, mucho más difícil de representar; el vértigo del tiempo. El crimen «perfecto» de Elster casi consigue lo imposible: reinventar un tiempo cuando los hombres, las mujeres y San Francisco eran diferentes a lo que son ahora. Y su perfección, como toda perfección en Hitchcock, existe en dualidad. Scottie absorberá la locura del tiempo que Elster le infunde a través de Madeleine/Judy. Pero donde Elster reduce la fantasía en mediocres manifestaciones (riqueza, poder, etc.), Scottie la transmuta en su más utópica forma: él supera el más irreparable daño causado por el tiempo y resucita un amor que está muerto. Toda la segunda parte de la película, al otro lado del espejo, no es más que un loco, maniático intento, para parar el tiempo, para recrear a través de unos signos banales, pero necesarios (como los signos de una liturgia: ropas, maquillaje, pelo), la mujer cuya pérdida no ha sido capaz de aceptar nunca […] En este caso, la segunda parte al completo podría no ser nada más que una fantasía, revelando por fin el doblez del doble. Fuimos estafados en la creencia de que la primera parte era la verdad, pero lo dicho era una mentira nacida de una mente perversa, así que la segunda parte contenía la verdad. Pero ¿y si la primera parte realmente fuera la verdad y la segunda el producto de una mente enferma?”. (2)

Este “vértigo del tiempo” del que habla Marker juega también un papel crucial en La jetée. Solemos pensar este filme como “la historia de un hombre marcado por una imagen de su infancia”, pero al final descubrimos que también es la historia de un niño a quien le han concedido la visión de una imagen de su futuro. Sin embargo, del mismo modo que en su texto sobre Vértigo Chris Marker expone algunos argumentos en favor de una lectura onírica de la segunda parte del filme de Hitchcock, podemos afirmar que La jetée contiene también suficientes indicios que permiten una interpretación similar. Por ejemplo: la ambigüedad con la que son tratados los viajes en el tiempo que realiza el protagonista (“Él nunca sabe si es conducido hacia ella, si lo controlan, si se lo inventa o si lo sueña”; “Ella también parece aceptarlo. Acepta, como si de un fenómeno natural se tratara a este visitante que aparece y desaparece, que existe, habla, se ríe con ella, se calla, la escucha y se va”).

Asumimos que esos viajes tienen realmente lugar, pero ¿son verdaderamente viajes en el tiempo? Porque ¿quién, salvo una fantasía creada por el hombre, podría aceptar con naturalidad estas visitas repentinas? Y, ¿qué mejor forma puede encontrar el protagonista para sublimar la fantasía que le obsesiona que la de convertir a la imagen que la genera en la imagen de su destino fatal? Y sortear las barreras impuestas por el curso del tiempo, transformar ese rostro desconocido que le ha fascinado desde que era niño en el rostro de la mujer amada presenciando el momento de su muerte (una muerte que tiene lugar ante ella y por ella)… Aceptar como válida esta lectura del filme implica aceptar una nueva vuelta de tuerca con la que La jetée se transformaría, de nuevo, en “la historia de un hombre marcado por una imagen de su infancia”. Y así es, a golpe de pirueta, como Chris Marker dibuja su particular espiral del tiempo.

En cualquier caso, tanto si aceptamos la lectura onírica de estos filmes como si no lo hacemos, lo cierto es que en Vértigo y en La jetée encontramos una advertencia clara acerca de las consecuencias trágicas que puede traer consigo el intento de convertir en realidad las fantasías. En ambos filmes la muerte (del objeto deseado, en Vértigo; del sujeto que desea, en La jetée) actúa impidiendo la materialización de la fantasía de los protagonistas. La película de José Luis Guerín, En la ciudad de Sylvia, propone una respuesta similar a este problema y, sin embargo, como apunta Miguel Marías, “el filme de Guerín está libre de las oscuras y fatales consecuencias que tiene para Scottie el intento de recrear en Judy la imagen de Madeleine” (3).

 

IV. Menos obsesivo que Scottie, el protagonista de En la ciudad de Sylvia parece más interesado en fabular la fantasía que en realizarla. En una de las escenas cruciales de la película le vemos sentado en la terraza de un café, observando a las mujeres que se encuentran a su alrededor, esbozando cuerpos y rostros en su cuaderno. Esta secuencia es, como apunta Jim Hoberman, “un tour de force donde Guerín organiza 20 minutos de miradas y micro-incidentes” (4), un tour de force donde, de la relación entre el encuadre y los cuerpos y rostros femeninos, emerge todo un tratado acerca del proceso por el cual lo imaginario y lo real, lo visible y lo invisible, se retroalimentan. Finalmente, a fuerza de “buscar en otras tu deseada forma verdadera”, la imagen de la amada toma cuerpo y, al otro lado de la ventana, aparece la figura de Pilar López de Ayala, a la que el protagonista confundirá con la Silvye a la que conoció seis años atrás.

Cuando comienza la persecución por las calles de la ciudad, de nuevo en palabras de Hoberman, “La ventana indiscreta al fresco de Guerín se convierte en un glorioso riff de Vértigo(5) y, mientras la mujer permanece en la distancia (al otro lado del cristal, caminando por delante del protagonista), su cuerpo sigue siendo la pantalla donde el hombre proyecta sus fantasías. Hasta que él la aborda directamente en el interior de un tranvía no se revela el equívoco. Entonces el cuerpo femenino recobra su propia identidad y la fantasía se disuelve. Pero aquí las consecuencias no son trágicas: en una película hecha de esbozos la tragedia flota solo como uno de los posibles destinos.

Hemos dicho que la fantasía se disuelve pero, al contrario que en los filmes de Marker y de Hitchcock, la película continúa. Y este es uno de los aspectos más interesantes que presenta el filme de Guerín en relación a los otros dos: cuando la fantasía del protagonista es acechada por la realidad, ésta no desaparece sino que se transforma. O, en palabras del propio director: “Tal como lo vive el personaje, la presencia de Pilar, una vez se ha revelado por el equívoco creado por él mismo, pasa a ser deseada al día siguiente, mediante las evocaciones […] La vida cotidiana se transforma en la evocación de un fantasma. En el tercer día Pilar está tan idealizada como esa Sylvia que nunca hemos visto. Hay dos mujeres evocadas: la que no vemos nunca y la mujer luminosa que persigue el personaje masculino”. (6)

En Solaris la problemática entre la imagen y su referente no se resuelve, como en Vértigo o La jetée, con una muerte trágica (aunque el filme lidie con varias muertes y con alguna resurrección), ni tampoco con la natural transfiguración de la fantasía, como sucede en el filme de Guerín. En la película de Tarkovsky hay un poco de ambas cosas y también algo más. Solaris es, de todos estos filmes, el que más abiertamente trata con la figura femenina como imagen de. Sabemos que el océano es capaz de materializar los más íntimos deseos, traumas y temores de los tripulantes de la estación y la única Hary a la que llegamos a conocer es una proyección del inconsciente de Kelvin. La propia Hary reconoce no saber quién es: tiene lagunas en su memoria, no recuerda su cara si cierra los ojos, solo sabe de sí misma lo que Kelvin sabe. Cuando aparece por primera vez lleva el mismo vestido con el que hemos visto a la esposa de Kelvin en una fotografía pero la prenda no tiene abertura y, en su brazo, conserva la marca de la inyección con la que la verdadera Hary se suicidó.

En The pervert’s guide to cinema (Sophie Fiennes, 2006) Slavoj Zizek afirma que la belleza de Solaris reside en el modo en que la película “nos confronta, por lo menos potencialmente, con la trágica posición subjetiva de la mujer”. El esloveno se refiere a Solaris como “el filme sobre la máquina del id” y apunta también lo siguiente: “Lo que tenemos aquí es la más baja forma de mitología masculina: esa idea de que la mujer no existe en sí misma, de que la mujer no es más que el sueño de un hombre hecho realidad o incluso, tal y como lo expresa el antifeminismo más radical, de que la mujer es la culpa del hombre hecha realidad. Las mujeres existen porque el deseo del hombre se ha vuelto impuro. Si el hombre purifica su deseo y se deshace de sus fantasías sucias, materiales, la mujer deja de existir”. Finalmente, Zizek relaciona estas ideas con la escena final de Solaris donde “vemos una especie de comunión sagrada: la reconciliación del personaje, no con su mujer, sino con su padre”.

En efecto, en el desenlace de Solaris ya no se encuentran presentes ninguna de las dos figuras femeninas que tanta importancia han tenido durante el resto del filme: la esposa y la madre. Después de que Hary, para liberar a Kelvin de su carga, se haya desmaterializado con la ayuda de Snaut y después de que el océano, tras recibir una copia del encefalograma de Kelvin, haya comenzado a construir pequeñas islas en sus aguas, Tarkovsky introduce la secuencia final. Vemos de nuevo a Kelvin en la dacha paterna: el mismo escenario con el que se abre el filme, el mismo paisaje solo que más pétreo. El protagonista camina hacia la casa, ve a su padre a través de la ventana, ambos se miran a los ojos mientras una suave lluvia cae en el interior. El padre se acerca al umbral de la puerta, Kelvin se arrodilla ante él y se abraza a su cintura. En el movimiento de cámara final ésta se eleva gradualmente dejándonos ver que toda esta última secuencia tiene lugar en una de las islas que han comenzado a aparecer en mitad del océano.

El mundo de un hombre es su hogar y un pedazo de tierra. Después de un vía crucis plagado de culpas y tormentos, lo que Solaris ofrece a Kelvin es el perdón definitivo, el perdón del padre que le acoge entre sus brazos. El océano no solo ha materializado el deseo último del protagonista, sino que ha creado un espacio propicio para que este pueda ser representado: un simulacro casi perfecto donde la fantasía redentora puede, por fin, ser habitada.

V. El océano de Solaris no es el único capaz de crear fantasmas y congregarlos en paraísos artificiales, en islas inmunes al tiempo. En la novela de Bioy Casares, cuando Morel comunica a sus amigos el experimento en el que han tomado parte sin saberlo, les dice lo siguiente:“Esta isla, con sus edificios, es nuestro paraíso privado. He tomado algunas precauciones –físicas, morales- para su defensa: creo que lo protegerán. Aquí estaremos eternamente –aunque mañana nos vayamos- repitiendo consecutivamente los momentos de la semana y sin poder salir nunca de la conciencia que tuvimos en cada uno de ellos, porque así nos tomaron los aparatos; esto nos permitirá sentirnos en una vida siempre nueva, porque no habrá otros recuerdos en cada momento de la proyección que los habidos en el correspondiente de la grabación, y porque el futuro, muchas veces dejado atrás, mantendrá siempre sus atributos”.

Llegados a este punto quizás es hora de mencionar que uno de los aspectos más sorprendentes y sobrecogedores de La invención de Morel es su capacidad para abordar cuestiones que, por su naturaleza última, parecen más propias del cine que de la literatura. Este invento de Morel que da título al libro tiene mucho que ver, sin duda, con el sueño de un hombre por alcanzar la inmortalidad, pero también con el sueño del cine por convertirse en algo tan real como la realidad misma, por mimetizarse con su referente llegando, incluso, a sustituirlo.

No deja de ser paradójica la relación que se establece en la novela entre el aparato ideado por Morel y el invento de los hermanos Lumière. Si bien Bioy Casares no duda en poner en boca del inventor palabras de desprestigio hacia el cinematógrafo, también es cierto que toda la tragedia amorosa que recorre las páginas de la novela se sustenta sobre un antiguo mito (que nos habla de la condición fantasmal de la imagen) al que el cine, por supuesto, no es ajeno: la suposición de que la imagen roba el alma de aquéllos que son registrados en ella provocando así su muerte. Es precisamente ante esta sospecha que la novela certifica como real (“la hipótesis de que las imágenes tengan alma parece confirmada por los efectos de mi máquina sobre las personas, los animales y los vegetales emisores”) donde el drama amoroso del fugitivo protagonista alcanza una nueva dimensión al descubrir que vive rodeado de espectros, que la mujer a la que ama es un fantasma.

Decíamos anteriormente que el invento de Morel se asemeja al viejo sueño del cine. Ahora podemos afirmar también que la encrucijada ante la que se encuentra el protagonista es la misma que todo espectador fascinado por una imagen ha debido afrontar alguna vez. La decisión que tomará el protagonista ante tal problemática es la siguiente: “Cuando me sentí dispuesto abrí los receptores de actividad simultánea. Han quedado grabados siete días. Representé bien: un espectador no prevenido puede imaginar que no soy un intruso. Esto es el resultado natural de una laboriosa preparación: quince días de continuos ensayos y estudios. Infatigablemente he repetido cada uno de mis actos. Estudié lo que dice Faustine, sus preguntas y respuestas; muchas veces intercalo con habilidad alguna frase; parece que Faustine me contesta. No siempre la sigo; conozco sus movimientos y suelo caminar adelante. Espero que, en general, demos la impresión de ser amigos inseparables, de entendernos sin necesidad de hablar”.

Si bien es cierto que el planteamiento de las segundas vidas y las segundas oportunidades (el “free replay” al que se refería Marker en su texto) se encuentra presente también en la génesis de los cuatro filmes de los que se han ocupado estas líneas, resulta revelador que sea precisamente en una novela donde esta problemática se resuelve mediante una operación puramente cinematográfica. Y es que, en esencia, la solución adoptada por el protagonista de La invención de Morel viene a ser una sencilla pero radical operación de apropiación y refilmación a partir de imágenes ya existentes. Parece también significativo que La invención de Morel se publicase en 1940, anticipándose en muchos años a Tom, Tom, the piper’s son (Ken Jacobs, 1969) –una de las más importantes obras de apropiación y pionera en el uso de la técnica de la refilmación- y solo cuatro años después de que viese la luz Rose Hobart (Joseph Cornell, 1936), considerada por muchos como la película fundacional del found footage.

Rose Hobart consiste en un remontaje de 19 minutos de East of Borneo (George Melford, 1931) -un filme de aventuras ambientado en la selva y protagonizado por Rose Hobart, actriz con la que Cornell estaba obsesionado- al que se añaden algunas imágenes documentales de procedencia desconocida. Sabemos que, en La invención de Morel, fue otra actriz, Louise Brooks, la que inspiró a Bioy Casares el personaje de Faustine. Y, en ambas obras, la fascinación de un hombre por la imagen de una mujer es la que desencadena la operación de apropiación y remontaje. Brian Frye escribe sobre Rose Hobart: “Cornell condensó los 77 minutos de película en un corto de 20 minutos, eliminando prácticamente cada toma en la que no aparecía Hobart, así como las secuencias de acción. Al hacer esto Cornell transforma completamente las imágenes, deshaciéndose de la torpe construcción y del forzado drama del original para revelar el maravilloso sentido del misterio que satura a estos tempranos filmes de género”. (7)

El protagonista de La invención de Morel no tiene semejantes intenciones artísticas, la suya es una determinación desesperada: un acto de justicia poética perpetrado por un loco enamorado. Él vence la tentación de eliminar la imagen de Morel y se conforma con volver a registrar exactamente la misma película solo que incluyéndose a sí mismo. Hacer del espectador un personaje más del filme. Ésta es precisamente la misma premisa que subyace bajo la construcción de Inland Empire (David Lynch, 2006), otra obra reciente muy acorde con la temática del “free replay” que también aborda la problemática de la imagen y, en concreto, de la experiencia cinematográfica. Al final de Inland Empire, tras un calvario compartido por las tres figuras femeninas del filme (actriz, personaje y espectadora), se produce un emotivo reencuentro entre un hombre, una mujer y un niño que pone punto final a una suerte de exorcismo del que la propia película ha sido mediadora. Pero como en La invención de Morel este es un reencuentro entre seres que habitan dimensiones distintas, un reencuentro -por lo tanto- que solo tiene cabida en el mundo fantasmático de la imagen.

En la obra de Bioy Casares, ante la imposibilidad de poder tomar contacto con Faustine, el protagonista decide ingresar en el mundo de la imagen de ésta aunque después le espere la muerte. La novela termina con esta súplica: “Al hombre que, basándose en este informe, invente una máquina capaz de reunir a las presencias disgregadas, haré una súplica: Búsquenos a Faustine y a mí, hágame entrar en el cielo de la conciencia de Faustine. Será un acto piadoso.” Entrar en la conciencia de una imagen no es lo mismo que entrar en la conciencia de una persona. El cine nos ha enseñado muchas maneras de relacionarnos con las imágenes: hemos aprendido a interrogarlas, a descifrarlas, a modificarlas, a ponerlas en contacto; hemos habitado su mundo y las hemos hecho habitar el nuestro. Pero la súplica con la que se cierra La invención de Morel mantiene hoy toda su vigencia. La más importante de las preguntas sigue sin tener respuesta. Porque todavía no hemos encontrado la manera de entrar en la conciencia de una imagen.


(1) Notas extraídas de la conferencia “El eterno retorno: economía de la repetición y leyes del género” a cargo de Jordi Balló y Xavier Pérez, dentro del ciclo “Diez lecciones transversales sobre el estado del cine”.

(2) MARKER, Chris: “A free replay (notes sur Vertigo)”, Positif, nº 400, junio, 1994. Extraído de la traducción al castellano que puede consultarse aquí.

(3) MARÍAS, Miguel: “In Sylvias’s city”, Rouge, nº 11.

(4) HOBERMAN, Jim: “In the city of Sylvia: pure pleasure and pure cinema”, Village Voice, 9 de diciembre de 2008.

(5) Ibid.

(6) Declaraciones de José Luis Guerín recogidas en la entrevista “Sobre esbozos y retratos”, realizada por Carlos Losilla, Gonzalo de Lucas y Àngel Quintana, Cahiers du Cinéma España, n.º 4, septiembre, 2007.

(7) FRYE, Brian: “Rose Hobart”, Senses of Cinema, n.º 17, noviembre-diciembre, 2001.