Gijón 2018

Todavía es pronto para morir joven

 

Empecé a ir a Gijón cuando las Torres Gemelas todavía se tenían en pie, y desde entonces, salvo por los años Carballo, en los que tuve que ausentarme (cuestión de principios), no he faltado a la cita con mi festival favorito, en el que he aprendido tantas y tantas cosas. Ahí descubrí, por ejemplo, que es posible caer de la ducha a cámara lenta, una experiencia fruto del agotamiento, de cuando todavía creía que era posible llegar a los pases matutinos, durante diez días, y terminar las fiestas otras tantas noches, porque Gijón, ciudad sin ley, no te decía a qué hora tenías que abandonar los bares. Esperabas inútilmente el hachazo barcelonés de las tres de la mañana, y cuando por casualidad mirabas el reloj no podías creer la hora que era. Con los años, después de desplomarme muchas veces al ralentí, he aprendido a desoír la vampírica oferta nocturna (aunque pinchase el mismísimo Dj Calvus), en beneficio de una programación que, tanto en la era de José Luis Cienfuegos como en las dos ediciones con Alejandro Díaz Castaño al mando, es para mantener los ojos bien abiertos.

Cartel de la última edición del Festival de Cine de Gijón

En algún momento, creo que por arte y gracia de Cienfuegos, el festival que nació especializado en cine infantil (de ahí la sección Enfants Terribles) pasó a ser de cine joven, que es como yo me sentía cuando empecé a ir a Gijón. Y eso que ya había cumplido los treinta, una edad a la que si te presentas para ser Jurado Joven te miran ya muy raro. La cuestión, de entrada, podría ser cuando empieza uno a dejar de ser joven. El mismo Festival de Gijón ha cumplido 56 ediciones, y nadie lo diría. Está tan lozano como cuando te encontrabas a Todd Haynes (adorable) en el bareto de turno. Yo diría que la juventud, en un sentido no tan literal como el que dictan las tarifas de los transportes públicos o los museos, es sinónimo de permeable a lo nuevo, y eso no depende, claro, de la edad. Pongamos por caso a Jean-Luc Godard que, a sus 87 años, demuestra, con El libro de imágenes (Le Livre d’image, 2018), que continúa tan conectado con la vanguardia como con la contemporaneidad, que es mucho más joven, en definitiva, que muchos millennials, posiblemente más convencionales y previsibles de lo que ellos mismos se imaginan. Godard, o incluso aquella señora, de perfecto cardado, maquillaje cremoso y abrigo de visón sintético, con la que, hace años, me entretuve hablando de Aleksey Balabanov a la salida de los Cines Centro. Balabanov. Un director salvaje. Ruso. Que no había estrenado una película en España en su vida. Pero que aquella mujer conocía perfectamente, por haber seguido su trayectoria de año en año del festival, que acabó por dedicarle una retrospectiva. En paz descanse. Balabanov, que murió hace unos años. No aquella señora, que seguro que ha disfrutado mucho con esta edición, una de las mejores de la Historia. Aunque la he buscado con ojos ansiosos, no la he vuelto a ver. Normal. Había tanta gente. Se superaron otra vez los récords de asistencia con 88.000 entradas vendidas, y eso es bonito. Es bonito que se vuelque la gente, en un tiempo en el que suelen quedarse en casa, mirando series. Apoltronados en el sofá. La comodidad y el arte nunca han sido una buena pareja de baile. Hay que seguir bailando para sentirse joven.

El libro de las imágenes, de Jean-Luc Godard

Mucho más viejuno que Godard es, por ejemplo, Óscar Peyrou, el antipático protagonista de la docuficción En busca del Óscar (2018), de Octavio Guerra. Cayó doblemente mal, porque, aún siendo matemáticamente más joven que Godard (quince años menos), este pretendido crítico, que dice analizar las películas a través de sus carteles, es todo lo contrario: ha perdido interés por todo, la vida y el cine, que como dijo el otro vienen a ser lo mismo. Es impermeable a lo nuevo. Y digo que cae rematadamente mal, porque a su manera también encarna el ideal con el que sueñan muchos críticos: toda una vida de festival en festival, viviendo en hoteles, con servicio, viaje pagado, disfrutando de comilonas en la sidrería El Globo con dinero de mentira. Pero el aire de dinosaurio tristón que gasta Peyrou nos recordó más bien que no somos más que una especie en vías de extinción, cosa que naturalmente nos puso de melancolía hasta arriba. Así nos vimos en el Hotel by the river (Gangbyub Hotel, 2018). La película de Hong Sang-soo, que ha sido, inevitablemente, la gran triunfadora de esta edición. Nos vimos solos, sin películas, frente a un paisaje helado, en blanco y negro, en el invierno de nuestras vidas. Nos perdimos Grass (2018), proyectada fuera de concurso, aunque el rumor que se expandió por Cimadevilla decía que Hotel by the river podía ser la mejor película del coreano. Una afirmación atrevida, ya que tiene casi treinta títulos en su haber, pues rueda a destajo siguiendo su particular método regado con soju. En cualquier caso, se trata de una obra totalizadora de belleza sobrecogedora en donde un poeta convoca a sus dos hijos —uno de ellos director de cine— para despedirse de la vida, mientras, en otra habitación del mismo hotel, la auténtica musa de Hong, Kim Min-hee, junto a una amiga, continúa lamiéndose las heridas de su ruptura sentimental, como En la playa, sola de noche (Bamui Haebyunaeseo Honja, 2017), que fue uno de los hits de la pasada edición. Digamos que la vida, cuando tienes ocasión de pararte a contemplarla, y estar a las puertas de la muerte es un buen momento para hacerlo, acaba resultando irónica. Amargamente irónica, pero también divertida, y Hong capta muy bien la alquimia de todo eso. No es que haya escenas más divertidas y otras más tristonas, que también, sino que más bien es todo al mismo tiempo. Caroline Deruas, que también visitó Gijón el año pasado, como guionista y musa de Philippe Garrel, con Amante por un día (L’amant d’un jour, 2017), volvió esta vez sola, como excelsa presidenta de un Jurado que tuvo el bueno ojo de coronar a Hong como rey de Gijón.

Hotel by the river, de Hong Sang-soo

Solo por unas horas nos perdimos la visita de Esther Garrel, la pequeña del clan más glamouroso del cine francés, que aterrizó en Gijón para presentar The Great Pretender (2018), una incursión etílica, de planos nublados por el alcohol, en el indie americano de la mano de Nathan Silver, que ya la había dirigido en Thirst Street (2017), que era algo así como lo contrario: la inmersión en unos bajos fondos parisinos fetichizados por un director estadounidense, vía una historia a lo Atracción fatal (Fatal Attraction, Adrian Lyne, 1987) protagonizada por una azafata perturbada. En The Great Pretender, la adorada Esther es una actriz que, mientras participa en una obra teatral basada en un fallido romance de la dramaturga, se mete tanto en el papel que confunde ficción y realidad. Todo también muy regado, no ya con soju, sino con whisky medio barato. El filme recuerda a cuando Gijón era conocido como el Sundance español —perdón: asturiano—, un marco en el que encaja también la más convencional The Miseducation of Cameron Post (2018), de Desiree Akhavan, en donde Chloë Grace Moretz es una adolescente a la que encierran en un centro de menores para corregir su homosexualidad. O la más enloquecida Madeline’s Madeline (2018), de Josephine Decker, imaginativo retrato de una joven que se entiende que no ande nada bien de la cabeza, ya que su madre no es otra que Miranda July. Mujeres de edades más variadas, y con curvas, son las de la comedia laboral y humanista Support the Girls (2018), del bueno de Andrew Bujalski —director de Beeswax, 2009—, que envió un graciosísimo mensaje de presentación en el que reconocía que había localizado Gijón gracias a Google.

Wildlife, de Paul Dano

Mención aparte merece la delicada adaptación de Incendios, de Richard Ford, llevada a cabo por Paul Dano en su primera película como director. Wildlife. Mi novela favorita, al menos entre las que he leído de este caballero de Nueva Orleans por el que siento un gran respeto, sobre todo desde que lo conocí, muy brevemente, en persona. La novela narra la disolución de una pareja a través de los ojos de un niño, y es libro de cabecera para todos los que, como yo mismo, vivieron una adolescencia absolutamente infernal. El punto de vista se pierde en la transcripción en imágenes, pero Dano, haciendo gala de una excelente dirección de actores, logra que dos intérpretes tan dados al histrionismo como Jake Gyllenhaal y Carey Mulligan estén más contenidos que nunca. Y el resultado es una pequeña joya, una miniatura de sentimientos dolorosamente universales.

Hubo, pues, como siempre, mucho coming-of-age, películas de esas que, cuando las vemos, los críticos pensamos que son muy Gijón. Pero el retrato más certero de la metamorfosis teen no vino del indie USA, sino de Chile. La muy esperada Tarde para morir joven (2018), de Dominga Sotomayor —directora de De jueves a domingo—, hubiera merecido premio para su protagonista, además de los de Dirección y Fotografía. Quizás lo que frenó al Jurado fue un problema de género, ya que los premios se dividen en Mejor Actor y Mejor Actriz, y Demian Hernández es un chico que nació chica y que interpreta a una chica, Sofía, que se enfrenta a las clásicas decepciones adolescentes a en el marco inusual de una colonia neohippie, en las afueras de Santiago, cuando la caída de Augusto Pinochet. Estoy ironizando, por supuesto, ya que no puedo imaginar nada más magnético y adorable que la Sofía del filme de la Sotomayor. Curiosamente, también de Chile llegó otra película que recuerda otra utopía, pero de signo radicalmente contrario: la tristemente famosa Colonia Dignidad, que abrigó una secta nazi, antes de convertirse en centro de torturas pinochetistas. La casa lobo (2018), de Joaquín Cociña y Cristóbal León, es un endiablado cuento de hadas sobre una niña que se fuga de la Colonia Dignidad y se monta una familia con dos cerdos en una casa. Posiblemente, la película de animación más escalofriante y malrrollera nunca vista por este crítico, y al mismo tiempo una de las más fascinantes. Las imágenes de esta pesadilla mutante, en la que los personajes se hacen y deshacen constantemente, de mil formas distintas, me persiguen desde entonces. Y no es agradable.

Tarde para morir joven, de Dominga Sotomayor

Un poco de lluvia sobre mojado: el premio a la Mejor Actriz para Olivia Colman, que ya se había alzado con la Copa Volpi en Venecia por su apabullante interpretación de la reina Ana de La favorita (The Favourite, 2018), la deliciosa comedia negra de Yorgos Lanthimos, que inauguró el festival. Primer filme de época, primer filme de encargo, primer filme no escrito por él mismo (y su colaborador habitual, Efthymis Filippou), y al mismo tiempo la película más redonda y asequible del ateniense, que encuentra el equilibrio casi perfecto con un triángulo lésbico en la corte británica de principios del siglo XVIII. Y una perfecta película inaugural, porque es puro lujo: el triángulo lo completan Rachel Weisz y una Emma Stone que saca pecho con un inédito acento inglés. Y porque, aunque bordea la incorrección, resulta inofensiva y perfectamente comprensible (sin rebajar ni un ápice el listón de calidad) para las autoridades y los patrocinadores, que no tienen, ya lo sabemos, porque ser cinéfilos. Otra inauguración posible hubiese sido esa película de Johann Lurf, uno de los retrospectivizados de esta edición, cuyo título es el símbolo de una estrellita (★, 2017). El experimental austríaco ha recortado planos celestes de toda clase de películas desde los albores del cine, y el resultado es una experiencia, claro, sideral. Literalmente. Tanto que, para que fuese completa, la organización debería haber distribuido bolsitas rosas traídas de Ámsterdam a cada uno de los asistentes. Así empezó todo, de manera un poco más serena con La favorita, precedida por una gala que tuvo al gran Santiago Alverú —protagonista de Selfie (Víctor García León, 2017)— como maestro de ceremonias. Ya lo reconoció antes de empezar, que él era un pijo de Oviedo, y que venía cual Caballo de Troya, porque Gijón es más de Nacho Vegas, trovador, siempre hundido en una esquina del bar La Plaza, que protagonizó una de las películas de la competición, también con premio (Especial del Jurado): Cantares de una revolución, de Ramón Lluís Bande (2018), un sobrio ejercicio de memoria histórica que nos recuerda que en Asturias fue donde tuvo lugar la última revolución de Europa —fallida, por supuesto—, si se entiende revolución como un alzamiento de abajo a arriba, y no al revés. Y así nos quedamos, como Nacho Vegas escrutando el infinito cual seminarista melancólico. Más cuando las revoluciones que están sobre la mesa casi parecen de signo opuesto. A nuestro regreso de Asturias, vimos arder París, divididos entre la empatía por las legítimas reivindicaciones y el miedo a lo que pudiera venir después. En Cataluña, alguien, no precisamente cualquier persona, clamó por la vía eslovena, y nos vino a la cabeza otra película del festival: The Load (2018), de Ognjen Glavonic, una road movie con carga maldita que nos pasea por la desoladora Serbia de 1999, bajo los bombardeos de la OTAN, unos años después de que la vía eslovena encendiera la mecha que incendió Europa Central. No se me ocurre nada más opuesto a una guerra que un festival de cine. Por eso pusieron uno en Sarajevo. El premio que reparten es honorífico, y tiene forma de corazón.

Cantares de una revolución, de Ramón Lluís Bande

Y no quisiera concluir sin aplaudir el esfuerzo del festival por la transversalidad. Hubo una treintena de estrenos mundiales entre las 180 películas proyectadas, cosa que refuerza la personalidad del evento asturiano. Hemos citado algunos de ellos. Pero también, gracias a un acuerdo con el Festival de Cine de San Sebastián, pudo verse, en glorioso doblete, la muy tierna y conmovedora (sobre todo si se es padre) High Life (2018), de Claire Denis, y la tan hilarante como elegante In Fabric (2018), de Peter Strickland, dos películas que nos perdimos en Donosti, y de nuevo en Sitges, siempre por incompatibilidad con nuestras obligaciones familiares. Al fin, las vimos en Gijón, y en un pantallón de los muy grandes. Por Gijón también pasaron tres películas que han marcado el año cinematográfico: El ángel, de Luis Ortega, Lo que esconde Silver Lake (Under the Silver Lake), de David Robert Mitchell, y Viaje al cuarto de una madre, de Celia Rico. Qué bueno poder verlas rodeados de cinefilia. Nada más regenerador.

 

© Philipp Engel, diciembre de 2018