Gael García Bernal

Las derivas de la adolescencia

* Este artículo forma parte del Especial sobre la política actoral

«Amores Perros»

Ojos grandes mirando a la calzada y al retrovisor, conduciendo de forma frenética por Ciudad de México, huyendo de otro vehículo cuyos ocupantes blanden una pistola. La cabeza girándose para cerciorarse de si su perro, malherido en los asientos traseros, todavía vive. Diálogos atropellados con su amigo, sentado al lado. Rostro elástico que grita mostrando todos los dientes, se contrae ante un frenazo, junta los labios para concentrarse en una maniobra o aspira aire antes de gritar eufórico. Risa violenta, dicción veloz, verborrea en argot, todo ello antes del choque crucial con el que arranca Amores perros (2000), la ópera prima de Alejandro González Iñárritu y la carta de presentación de Gael García Bernal al mundo.

Hijo de actores, ya en su adolescencia García Bernal había trabajado en telenovelas como Teresa (1989) y El abuelo y yo (1992), así como en el cortometraje nominado al Oscar De tripas, corazón (Antonio Urrutia, 1996). Sin embargo, fue Amores perros, que protagonizó tras formarse en la Royal Central School of Speech and Drama de Londres, la que supuso su lanzamiento meteórico en la esfera internacional. En la película de González Iñárritu es Octavio, un joven sin padre que aprende las mañas del capitalismo subterráneo vía los combates de perros; con las ganancias aspira a empezar una nueva vida en Ciudad Juárez junto a Susana (Vanessa Bauche), la mujer de su hermano, a quien ama en secreto. Dotado de un cabello lacio y largo, de grandes ojos y de una sonrisa cómplice y seductora, es cariñoso con niños y animales, pero también presa de arrebatos violentos. El accidente lo cambiará, será su choque simbólico con la vida adulta. Al final, con el pelo rapado, lisiado de por vida, fuma solitario en una estación de autobuses, mirando alrededor, esperando. Y llora. Tras las explosiones de euforia o miedo, tras las seducciones y los sueños, la maduración ha llegado, traumática y castradora.

El papel como joven mexicano de clase trabajadora en Amores perros dio a García Bernal fama y premios internacionales, pero no lo encasilló, más bien todo lo contrario. Muy pronto sus personajes ascendieron socialmente, situándose en la clase media alta, y se deslocalizaron por el mundo, adoptando múltiples nacionalidades. Lo que sobrevivió del Octavio de Amores perros no fue su condición económica o su nacionalidad, sino su juventud e inexperiencia: un Gael García Bernal postadolescente, inmaduro, en proceso de aprendizaje, y por eso mismo abierto a lo nuevo y abierto a los otros. Así ha sido durante muchos años.

Las fronteras del deseo

«Y tu mamá también»

Las otras dos películas mexicanas que le dieron fama, Y tu mamá también (Alfonso Cuarón, 2001) y El crimen del Padre Amaro (Carlos Carrera, 2002), pueden entenderse desde esta lógica. La primera es un viaje de exploración de los límites de la amistad, el amor y la sexualidad; la segunda, también, aunque se añaden a ello la jerarquía eclesiástica y la imposición del celibato. En la primera es Julio, un adolescente de pelo largo y risa fácil, que bromea, se tira pedos, se masturba al lado de una piscina, se emborracha, proclama el manifiesto de su pandilla, baila y se enamora del personaje de Maribel Verdú. Lo mismo hace su amigo Tenoch (Diego Luna), tan alegre como él, tan expansivo como él, tan similar a él que le provoca celos, amor y odio. Sus simetrías dan forma a lo que René Girard llamó el deseo mimético, algo que Jordi Balló y Xavier Pérez exploraron en uno de los capítulos de El mundo, un escenario (2015) a partir de su ascendencia shakespeariana y su plasmación en distintas obras de la historia del cine, a las cuales bien podría añadirse la película de Cuarón. Ambos amigos se insultan, gritan, lloran, berrean, se aman y se separan. Uno se convierte en el otro a lo largo de un proceso de iniciación y aprendizaje. (1)

El protagonista de El crimen del Padre Amaro, acabado de ordenar sacerdote, lleva el pelo corto, es comedido, callado y tímido, pero también un joven en formación, un novel. Por un lado, su nuevo cargo como párroco en el pequeño pueblo de Los Reyes lo lleva a descubrir las hipocresías de la institución eclesiástica, ante las cuales deberá tomar partido, anticipando un trazo crucial de los personajes de García Bernal en obras posteriores. Por el otro, descubre el deseo sexual, prohibido por los votos del celibato. El imperturbable Padre Amaro, pues, se mueve entre los gestos rituales del catolicismo y los gestos del deseo prohibido, entre besar la mano del obispo (Ernesto Gómez Cruz) y besar los labios de Amelia (Ana Claudia Talancón), y de estas contradicciones brotan dos lloros, ambos en el tramo final de la película. Uno se produce ante la muerte de Amelia, y es descarnado, patético, deforma el rostro. El otro llega mientras oficia el funeral y recita una plegaria colectiva de confesión de culpa, que en su caso toma una dimensión privada: cargar la muerte de Amelia sobre su conciencia. Durante el ruego las lágrimas asoman a sus ojos, produciéndose así una síntesis entre los gestos litúrgicos del catolicismo y los gestos patéticos de la pasión, síntesis que, pese al silencio social, nos muestra a un sacerdote inmaduro e inseguro. El montaje privilegia el plano/contraplano entre él y algunos asistentes en vez de la detención pausada sobre su tez, pero incluso así se producen revelaciones a través de los gestos: el parpadeo, el pasarse la lengua por los labios o la apertura tensa de unos ojos humedecidos permiten al actor experimentar con el lloro, poniendo a prueba su rostro ante las convulsiones de la culpa.

La mala educación (Pedro Almodóvar, 2004), rodada en España, puede verse como el último estadio de este viaje postadolescente de las películas mexicanas, porque culmina los procesos de apertura a lo incierto a través del Otro y de la exploración del placer y la identidad sexual. Su intrincado argumento lleva al extremo el deseo mimético, aunque aquí no hay simetrías amorosas entre amigos del alma, sino luchas fratricidas y reemplazos mortales. García Bernal es Juan, un aspirante a actor que realiza una serie de suplantaciones de su hermano Ignacio (Francisco Boira): se convierte en amante del cura que había abusado de él en la escuela, junto a este perpetra el asesinato del hermano, y, finalmente, protagoniza una película autobiográfica escrita por el fallecido. Ignacio, además, es transexual, con lo cual Juan lo sustituye primero como hombre, fuera de la pantalla, y luego como mujer, dentro de ella. Al ocupar el lugar del hermano, Juan miente, manipula y mata, pero también llega a conocerlo: al final del rodaje, como si consiguiera empatizar con su fantasma, se derrumba en un llanto incontenible. La mala educación seguramente sea, por su complejidad narrativa y por los personajes de doble fondo que García Bernal interpreta, el despliegue más rico de su versatilidad como actor: sonrisas inocentes que no lo son, ojos crujidos por el dolor, mano ritual y seductora cuando imita a Sara Montiel, y podríamos seguir. Se trata de un carrusel trágico de gestos que combina identidades y memorias en un remolino imparable.

Junto a otras obras, La mala educación confirmó el estatuto de García Bernal como estrella transnacional. Es algo que ya era fuerte en sus inicios, con papeles en la argentina Vidas privadas (Fito Páez, 2001) y en la española Sin noticias de Dios (Agustín Díaz Yanes, 2001), y que los años han reforzado por activa y por pasiva. A lo largo de su carrera ha interpretado a mexicanos tanto en su país natal como en producciones estadounidenses (Babel [Alejandro González Iñárritu, 2006] y Coco [Lee Unkrich y Adrian Molina, 2017], por ejemplo), pero ya desde el principio se convirtió en una especie de latino polivalente que con frecuencia se ha trasplantado a otra nacionalidad, ya fuera argentino, chileno, puertorriqueño, brasileño, español, italiano o canadiense-iraní, a lo que ha contribuido su sorprendente capacidad para imitar acentos. Eso ha ocurrido no solo en Estados Unidos, que tiene una larga tradición de latinos multiuso como Anthony Quinn y Sara Montiel, sino también en países que lo han adoptado casi como un nacional propio, caso de sus trabajos en Chile con Pablo Larraín. Otras veces ha fluctuado en la indefinición, como el Rodrigo de Souza de la serie de Amazon Mozart in the Jungle (Alex Timbers et al, 2014-2018), un director de fama internacional a quien nombran responsable de la Orquesta Sinfónica de Nueva York, y de quien no se revela el origen mexicano hasta la segunda temporada. (2)

En el epílogo de su libro Cinemachismo. Masculinities and Sexuality in Mexican Film (2006), Sergio de la Mora celebra la androginia de Gael García Bernal como un indicio de la renovación del cine mexicano en el siglo XXI, explorando cómo su figura estelar se ha construido internacionalmente atendiendo a su ambigüedad sexual. El libro se publicó en 2006 y llega hasta La mala educación, un momento en el que era factible verlo como un icono queer, capaz de encarnar a un latino andrógino en transformación permanente. Sin embargo, tal como su condición transnacional se ha consolidado con los años, la ambivalencia sexual culminó con Almodóvar pero se quedó ahí, como mínimo en los argumentos de sus películas más importantes hasta la fecha; tal vez una excepción sea la reciente Ema (Pablo Larraín, 2019), en la que encarna a un coreógrafo no explícitamente gay pero sí abierto a ello. (3) En general, tras La mala educación su mirada postadolescente y abierta se preservó, pero se orientó hacia otros lugares: por un lado, al compromiso político; por el otro, a la creatividad sin límites. Y dos películas marcaron en ese punto su trayectoria, trazando esos dos caminos: Diarios de motocicleta (2004), de Walter Salles, y La ciencia del sueño (La science des rêves, 2006), de Michel Gondry.

Héroes comprometidos

«Diarios de motocicleta»

García Bernal interpretó al Che Guevara por primera vez en Fidel (David Attwood, 2002), un telefilme de Showtime Networks sobre el líder de la Revolución Cubana, y volvió a él en Diarios de motocicleta, un proyecto coproducido por Robert Redford. En este caso, da vida a un Ernesto Guevara de la Serna todavía joven y despolitizado, estudiante de Medicina. Personaje todavía en formación, se lanza con su amigo Alberto Granado (Rodrigo de la Serna) a recorrer América del Sur, saliendo de Buenos Aires y atravesando Argentina, Chile, Perú y Colombia, hasta llegar a la península de Guajira, en Venezuela. En las primeras etapas del periplo el interés de los personajes es turístico y sexual, como en Y tu mamá también; Ernesto no sabe bailar, tiene poca experiencia con mujeres… y parece que el viaje le abrirá esas puertas. Sin embargo, conforme ambos amigos descubran la miseria de trabajadores rurales, militantes políticos y comunidades indígenas el foco de la película cambiará. Ernesto toma fotografías, lee y, sobre todo, escucha la voz de todos aquellos oprimidos que se encuentra a lo largo del viaje, y eso lo transforma. A la edad adulta no llega con un descubrimiento sexual, sino con un compromiso ideológico, que desemboca en un rito iniciático de tintes míticos: el cruce a nado, durante la noche, del río que separa a médicos y enfermos en la colonia de leprosos de San Pablo, en Perú. Este reto es personal y político al mismo tiempo: supone un desafío físico a su asma, que le asalta en momentos de tensión, pero también un encuentro simbólico entre los distintos colectivos de San Pablo. Ese es su bautizo como revolucionario. A lo largo de la película, la voz en off del actor lee fragmentos de los diarios del Che, culminando con la afirmación de que “ese vagar sin rumbo por nuestra mayúscula América me ha cambiado más de lo que creí. Yo ya no soy yo. Por lo menos, no soy el mismo yo interior.” Un personaje abierto y un yo mutable, un postadolescente como los de Y tu mamá también y El crimen del Padre Amaro, pero en el que la exploración sexual se diluye en favor del compromiso ideológico.

De ese proceso da cuenta la modulación de su voz, que oscila entre la espontaneidad rápida de las conversaciones cotidianas, la dicción reposada y cómplice de las frases del diario y la contundencia, de sentencias cortas y memorables, de su discurso político en la colonia de leprosos. La perfecta imitación que García Bernal hace del acento argentino, y de cuantos ha logrado mimetizar a lo largo de su carrera, constituye una apertura y un cierre: apertura de su cuerpo a una articulación que no es la suya propia, dejándose moldear por los dejes y los argots de otras tierras, y, a través de ellos, de sus formas de hablar del mundo; y, al mismo tiempo, cierre a unas fórmulas idiomáticas siempre codificadas, que, sin caer nunca en el estereotipo, vuelven más opaca la sinceridad del discurso. El acento es, pues, poción transformadora, pero también fachada lingüística. ¿Dónde está la frontera entre las palabras nacidas del cuerpo y los argots simplemente imitados? Eso es entrar en la eterna discusión sobre la supuesta sinceridad del actor. No puedo adentrarme ahí. Pero sí atestiguar cómo la voz de Gael García Bernal no solo pasa por los filtros formales de cartas, discursos o lecturas, sino también por la aduana de los acentos.

En Diarios de motocicleta el actor resulta mucho más comedido que en sus anteriores papeles, y, pese a la importancia de su voz, ya no es un joven dicharachero, sino un observador y un oyente con frecuencia silencioso. Eso es clave. Tal como la expansión pasional marcó los inicios de su carrera, la mayoría de sus papeles posteriores se han situado en la tensión muda entre sus ojos abiertos, sus oídos atentos y el mundo circundante. Su rostro, inmóvil, es acaso animado por un parpadeo, un movimiento de pupilas, o un giro de cabeza. A veces ni eso es necesario, porque observa ese mundo desde un vehículo en movimiento, a través de la ventanilla. No está claro que el Octavio de Amores perros o el Julio de Y tu mamá también tuvieran demasiado interés en los paisajes urbanos o rurales por los que circulaban. Pero sí que lo tiene el Ernesto de Diarios de motocicleta. La suya es una mirada a una realidad sociopolítica ajena, que no entiende, y que exige un compromiso. Y, contrariamente al Padre Amaro, se niega a ser un emisario de los poderosos. Su mirada choca con las injusticias y decide enfrentarlas.

Diarios de motocicleta es paradigmática del compromiso político que Gael García Bernal ha tenido con la realidad latinoamericana, tanto en su discurso público como en los proyectos en los que ha decidido embarcarse, de México a la Patagonia. A veces han sido películas austeras, casi minimalistas, en las que la lucha de su personaje aparece de forma explícita. Es el caso de Desierto (Jonás Cuarón, 2015), en la que interpreta a un padre que cruza la frontera entre México y Estados Unidos para reencontrarse con su hijo, o de El Ardor (Pablo Fendrik, 2014), donde encarna a un defensor de un pequeño propietario de la zona del río Paraná ante el acoso de unos cazadores para que venda sus tierras. Ambos son ejemplos del compromiso de García Bernal con filmes atentos a los conflictos de la sociedad latinoamericana, algo que ha desarrollado también en funciones de productor y director. (4)

Genios creadores

«La ciencia del sueño»

Si la apertura postadolescente encuentra en Diarios de motocicleta la línea del compromiso político, La ciencia del sueño marca, en la misma época, otro posible camino para los personajes de Gael García Bernal. Aquí ya no es el observador silencioso abierto a una realidad sociopolítica, sino el creador que se zambulle en sí mismo y proyecta un mundo interior. Stéphane Miroux, hijo de un mexicano y una francesa, se muda a París tras la muerte de su padre. Posee una imaginación desbordante y aspira a convertirse en inventor. Inventor, especialmente, de sueños que trasmutan su realidad cotidiana, transformándola en un mundo de cartón piedra y stop motion. A ese efecto, dispone de un plató de televisión imaginario, Stéphane TV, en el que ejerce de realizador, músico, presentador y personaje, y en cuyo chroma key se adentra para conversar con su padre fallecido y proyecta home movies de su infancia.

En Diarios de motocicleta la mirada y la voz de García Bernal se abrían a una realidad ajena y se enfocaban a un futuro de compromiso, asumidos mediante la observación callada y la articulación del discurso político. En cambio, en La ciencia del sueño el protagonista se asoma al interior para lidiar con problemas pasados y proyecta universos de evasión que progresivamente se confunden con la realidad. No es el choque del plano/contraplano entre sus ojos y el mundo, sino un universo personal hecho de imágenes que acaba disolviendo las fronteras entre el sueño y la verdad. Por otro lado, si la voz del joven Ernesto Guevara pasaba por los filtros del diario y el discurso, la de Stéphane es abiertamente mutable, multifuncional. No solo habla en castellano, inglés y francés, sino que encarna a distintos personajes fruto de su fabulación. Por ejemplo, en el diálogo con su padre fallecido en los títulos de crédito da voz a ambos personajes. Y cuando muestra a su jefe el dibujo de una catástrofe aérea que él mismo ha hecho, ejecuta todos los sonidos necesarios para dar vida a la imagen: se pone una mano ante la boca y recita un aviso del capitán, con el consabido “ding dong ding” previo a la locución por los altavoces; tras ello, imita una explosión; y al final sentencia que “el piloto nunca acabará la frase”, asumiendo el rol emocionado de un narrador. Stéphane es la expresión sin límites.

Sin embargo, no será siempre así. La extroversión del presentador, la estrella y el soñador no puede durar demasiado ante la frustrante realidad. Y es por ello que su sonrisa ilusionada, los movimientos confiados de sus brazos, sus gestos grandes, con frecuencia se achican y se tornan esbozos en un cuerpo casi paralizado, como el de un niño tímido que no quiere salir del huevo. Casi no sonríe, casi no se mueve, no sabe qué hacer. El traje granate que luce, bien ajustado a su figura, lo había convertido en un individuo moderno y singular; pero en estos momentos de frustración parece encerrarlo, asfixiarlo, apretarlo fuerte para que no se mueva con la libertad que querría. Son los altibajos entre la ciencia de los sueños y la cruda realidad.

Los delirios oníricos de La ciencia del sueño no han tenido continuidad en la carrera de Gael García Bernal, pero sí la figura del creador. Hay muchos ejemplos que podrían citarse: el Leo Vidales de Mamut (Mammoth, Lukas Moodysson, 2009) ha diseñado una exitosa página web de videojuegos pero odia lidiar con los negocios que eso implica; el Sebastián de También la lluvia (Icíar Bollaín, 2010) es cineasta y viaja a Bolivia para rodar una película sobre la conquista de América; el René Saavedra de No (Pablo Larraín, 2012) es creativo publicitario y se enfrenta a los dogmas de la propaganda política más tradicional; el Rodrigo de Souza de Mozart in the Jungle es un director de orquesta prodigioso, pero heterodoxo, extravagante e indomable; el Héctor de Coco (personaje animado al cual el actor da voz) es un guitarrista marginado de la historia oficial de la canción mexicana; el Gastón de Ema es coreógrafo y se opone a la moda del reguetón. Con variaciones, se trata de genios creativos con ribetes de niño prodigio y ambición cosmopolita, anclados en una adolescencia incompleta, a malas con el crecimiento o, llegado un cierto punto, con el compromiso y la paternidad. El Stéphane Miroux de La ciencia del sueño es la génesis de todos ellos, aunque podríamos ver en el Juan de La mala educación un antecedente perverso: como actor, crea un simulacro para engatusar a un director de cine y así lanzar su carrera profesional, proyectando el mundo soñado de su hermano en una futura película.

Escépticos

«No»

Los genios creativos de García Bernal son con frecuencia ajenos a cuestiones ideológicas o incluso naifs. Se oponen claramente a los héroes míticos comprometidos políticamente que ha interpretado en otras obras. Por eso mismo, algunos de su personajes más interesantes son precisamente aquellos en los que la mirada del compromiso político y la del creador sin límites se fusionan, se mezclan o se alternan. Es decir, aquellos que son interpelados por el mundo y deben responder de algún modo. Eso es clave, porque supone la matización de la mirada política, restándole seguridad y mitología (la que podría tener, en un extremo, la del Che Guevara), y al mismo tiempo arranca al artista de sus ingenuidades, dándole una bofetada de verdad. (5)

Es el caso del Sebastián de También la lluvia, un cineasta que llega a Bolivia para filmar una película sobre la invasión española con la población local, y que debe enfrentar los paralelos entre la dominación sangrienta de los conquistadores y la explotación visual de su proyecto cinematográfico. El personaje es presentado mirando por la ventanilla de un coche, atento a ese nuevo mundo, y a continuación baja para seleccionar a sus actores. Es un artista aparentemente concienciado, pero a lo largo de la película oscila entre el apoyo a las revueltas sociales y el proyecto artístico que tiene en mente, de modo que se problematiza la firmeza de su compromiso político-artístico. En otra órbita se encuentra el diseñador Leo Vidales de Mamut, que debe viajar a Tailandia para cerrar un contrato. En este caso su mirada perpleja se dirige a las poblaciones locales, a las múltiples ofertas de turismo sexual que se le ofrecen y, en una secuencia muy significativa, a un elefante que ve desde un coche. Contrariamente al Sebastián de También la lluvia, Leo es un analfabeto político y su mirada es puramente infantil. Su viaje de algún modo le hará crecer y le descubrirá la importancia de sus responsabilidades familiares, pero no arrancará en él ningún tipo de compromiso ideológico.

El caso más importante al respecto es, sin duda alguna, el de No, la primera de las tres colaboraciones entre Gael García Bernal y el chileno Pablo Larraín. El creativo publicitario René Saavedra, a quien encargan la campaña del “No” en el plebiscito sobre el régimen de Augusto Pinochet de 1988, tiene en sus manos un proyecto eminentemente político que debe canalizar mediante su talento creativo. Para él, eso se traduce en una defensa del lenguaje del marketing en el seno de una campaña animada desde las izquierdas. Como el Stéphane Miroux de La ciencia del sueño, René trabaja con las técnicas de la televisión y parece un niño crecido, que juega con su tren eléctrico. Pero, contrariamente a él, sí que se enfrenta a la realidad del adulto: debe asumir los compromisos de la paternidad, y su creación no es privada, sino colectiva, sujeta así a presiones de toda índole.

La mirada silenciosa de René se fija tanto en episodios de brutalidad policial como en los spots de las campañas del “Sí” y el “No” en monitores de televisión. Al final de la película, dirige los ojos a sus compañeros. Mientras todo el mundo celebra la victoria del “No”, y por lo tanto el éxito del proyecto que él mismo ha liderado, no sabe qué decir y se limita a un escéptico “¿ya está?”. Durante la celebración, gira la cabeza lentamente, mueve las pupilas sin cesar y esboza una tímida sonrisa de compromiso. Ajeno a los discursos y las celebraciones, se va solo, con su hijo, aunque se une a la marcha que ya circula por las calles. La izquierda que lo rodea está de fiesta, él en general se mantiene impasible, reflexivo. A lo largo de la secuencia, la cámara de Larraín filma con insistencia al actor, ya sea en el rostro o de espaldas, y con eso consigue que la mirada escéptica y el caminar dubitativo se conviertan en protagonistas. A continuación lo vemos en otro contexto, sobre un patinete, sorteando a los viandantes de la calle, una imagen que condensa su independencia creativa e ideológica, así como el apego a una adolescencia que no ha dejado atrás. En No, la mirada postadolescente no conduce al compromiso político convencido o a los delirios creadores, sino al escepticismo: de la fascinación del Che se pasa a la duda.

Esta interiorización de la crítica a las izquierdas, así como la fusión entre lo político y lo creativo, podría llegar a un punto culminante en Neruda (2016), la segunda película de García Bernal con Larraín. Aquí no interpreta al célebre poeta, sino a Óscar Peluchonneau, el policía encargado de darle caza, un personaje inexpresivo, de una pieza, cerrado. La sonrisa de García Bernal, de ser crucial en sus primeros papeles, se ha ido evaporando con el paso de los años, dejando paso a un rostro duro, profesional, casi incorruptible, que, en todo caso, se abre a las dudas mediante la voz en off. Esa voz es, en primer término, la del enemigo (6), porque reflexiona críticamente sobre las contradicciones de la izquierda burguesa en Chile, mientras las imágenes muestran a un poeta comprometido pero enclaustrado en sus privilegios. Sin embargo, esa misma voz se vuelve cada vez más reflexiva, porque el protagonista inserta pensamientos sobre sus orígenes sociales (es hijo de una prostituta) y, hacia el final, sobre su condición de personaje creado por Pablo Neruda. Se propone, de este modo, una reflexión metalingüística, en la que el policía perseguidor es una invención del poeta a través de la cual este piensa y reflexiona; es decir, un alter ego crítico que, desde el punto de vista del perseguidor, da voz a las dudas y contradicciones del perseguido. El juego de reflejos, pues, interioriza la crítica, y la voz de García Bernal, que había leído los textos del Che Guevara en Diarios de motocicleta, da ahora una perspectiva distinta sobre las dinámicas políticas de América Latina.

Cierre

El repaso que hemos hecho de la carrera de Gael García Bernal ha sido por fuerza parcial. Han quedado fuera muchas obras, y alguna línea importante a explorar, especialmente sus comedias románticas en inglés, como El punto sobre la i (Dot the I, Matthew Parkhill, 2003) y Cartas a Julieta (Letters to Juliet, Gary Winick, 2010). Queda para un futuro texto. Lo que podemos concluir, tras este viaje por veinte años de carrera, es que poco queda del joven que se la jugaba en los combates de perros, franqueaba los límites de la amistad y el sexo o experimentaba con la variabilidad del deseo. Su pelo se ha acortado, su rostro se ha vuelto menos elástico y sus personajes han perdido esa ambigüedad sexual de los inicios. En un cierto momento, toda esa energía postadolescente se convirtió en compromiso político o genialidad creativa, una dicotomía que, en algunos de sus trabajos más importantes, se ha transmutado en amargo escepticismo. Esta variabilidad evoca así una de las frases cruciales de la obra de Glauber Rocha, pronunciada en la película Tierra en trance (Terra em Transe, 1967): “la política y la poesía son demasiado para un solo hombre”. Por supuesto que la carrera de Gael García Bernal se encuentra a años luz del radicalismo estético de Glauber, pero las tensiones internas de su trayectoria, entre el héroe político, el genio creativo y el escéptico, han respondido a esa dicotomía de un modo singular, y será muy interesante ver cómo se articulan en el futuro. Y siempre quedará la esperanza de que la ambigüedad sexual de los inicios, aquella exploración de los confines del cuerpo y del deseo de Y tu mamá también y La mala educación, que lamentablemente se abandonó, regrese, y lo haga con fuerza: enriqueciendo a la política, a la poesía y al escepticismo desde el Eros. Los ojos de Gael García Bernal, si no se secan, serán capaces de ello.  

 

© Albert Elduque, octubre de 2020

 

(1) No he podido ver la comedia Rudo y Cursi (2008), pero de la información disponible se colige que prolonga esta línea. Su argumento trata de la rivalidad entre dos hermanos con vocación futbolística, interpretados por García Bernal y Luna, repitiendo el tándem de Y tu mamá también, y dirigidos por Carlos Cuarón, hermano de Alfonso. En el tráiler aparecen escritas, entre otras, las palabras “Two brothers”, “Two dreams”, “One chance” y “Life is a coin flip” (“Dos hermanos”, “Dos sueños”, “Una oportunidad” y “La vida es un lanzamiento de moneda”).

(2) El dato sobre esta revelación se lo debo al texto de Dolores Tierney en Tierney, Dolores; Ruétalo, Victoria; Ortiz, Roberto Carlos: “New Latin American Stardom”, IN D’Lugo, Marvin; López, Ana M.; Podalsky, Laura (eds.): The Routledge Companion to Latin American Cinema. Londres: Routledge, 2017, pp. 164-179. El texto de Tierney es una aproximación muy interesante a la dimensión transnacional de García Bernal y a su compromiso político, y forma parte de un capítulo de libro sobre estrellas del cine latinoamericano contemporáneo que también incluye epígrafes sobre Sônia Braga (escrito por Roberto Carlos Ortiz) y Ricardo Darín (escrito por Victoria Ruétalo).

(3) Desconozco si hay obras menos conocidas que han abordado esta cuestión, o cuál ha sido su fortuna como sex symbol entre los distintos colectivos de espectadores. Pero, como mínimo, este es un proceso que no se desarrolla en las tramas de sus filmes más conocidos posteriores a La mala educación.

(4) El Ardor, por ejemplo, está coproducida por Canana Films, compañía fundada por García Bernal junto a Diego Luna y Pablo Cruz en 2006, y que ha participado también en películas como No (Pablo Larraín, 2012) y Zama (Lucrecia Martel, 2017). Por otro lado, no he podido ver Déficit (2007) ni Chicuarotes (2019), sus dos largometrajes como director, y no sé qué tipo de personajes interpreta el actor en ellos; pero los proyectos sin duda se insertan en esta línea, porque abordan las diferencias sociales dentro de la sociedad mexicana.

(5) Agradezco a Kristina Pla que me planteara la pregunta clave que he tratado de responder aquí: ¿y por qué la fusión de esas dos miradas es importante?

(6)↑ Poco antes García Bernal había interpretado al almirante Emilio Eduardo Massera, hombre fuerte en la dictadura argentina, en Eva no duerme (Pablo Agüero, 2015), una película sobre el macabro periplo del cadáver de Eva Perón. Su rostro fumador y su voz en off abren y cierran la película y sirven de transición entre sus tres episodios, ofreciendo una opinión crítica con el mito de Evita que se corresponde, nuevamente, con la voz del enemigo.