Fiebre del sábado noche

Un reconocimiento justo

Durante una de esas tardes presididas por el aburrimiento y el cansancio en las que el zapping se convierte en la única actividad que nuestras neuronas son capaces de llevar a cabo, vine a dar con uno de esos maratones programados por La Sexta 3 en el que emitían, entre otras, Fiebre del sábado noche (Saturday Night Fever, John Badham, 1977). La televisión tiene estas cosas: a veces te pone frente a frente con películas que no verías o no volverías a ver si no es de esta manera, casi involuntariamente, sin que su visionado sea fruto de una verdadera elección.

Pocos días después, durante una reunión con el equipo de Transit, se me ocurrió comentar que el trabajo físico de John Travolta me había impresionado mucho y que su minuciosa ceremonia de acicalamiento para la noche del sábado me había traído a la memoria el ritual de puesta a punto de mi propio hermano cuando se acercaba la hora de prepararse para salir de fiesta. Al oír este comentario Carles Matamoros, uno de los editores de la revista, pareció ver la luz y, emocionado, exclamó: “De aquí tiene que salir tu próximo texto para Transit; este es el tipo de artículo que a mí me gustaría leer en la revista”.

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En un principio la idea me pareció grotesca, pero sabía que en su planteamiento también se escondía un reto. En primer lugar porque se trataba de inaugurar una nueva sección de la revista (“Esbozos”) con un texto conciso, basado en un par de impresiones provocadas por el segundo visionado de un filme al que nunca antes había prestado demasiada atención. Pero también porque no era una elección mía: Fiebre del sábado noche me pareció un filme interesante, pero jamás se me hubiese ocurrido escribir sobre él por voluntad propia (y menos todavía si para ello tenía que remitirme a anécdotas familiares que casi preferiría haber olvidado).

Dicho esto, hay una cosa que debo aclarar: mi hermano no se parece a Tony Manero, no es un enamorado del baile, no es obsesivo ni perfeccionista y carece de su arrogancia  (en muchos de estos aspectos yo estoy más cerca de Tony Manero que él). Pero mi hermano sí que es lo que en inglés llaman un party animal. Asiduo a las discotecas y a los after hours más cool de Barcelona, no solo conoce al personal de todos los locales, sino que está apuntado en todas las listas vip. Para él, como para el protagonista de Fiebre del sábado noche, el fin de semana es el momento que espera con más ansia y en el que enfoca todas sus energías, una especie de recompensa merecida -tras los cinco días de trabajo precedentes- sin la cual la vida dejaría de tener sentido. En la época en que mi hermano comenzó a salir por la noche, yo, que soy tres años mayor que él, ya no vivía en casa de mis padres. Quizás por eso cuando, durante una de mis visitas navideñas, entré en su habitación, fue un shock para mí descubrir sus últimas adquisiciones para la fiesta de la noche de fin de año.

La instantánea mental que guardo en mi memoria de ese momento es la siguiente: paredes cubiertas por posters que anunciaban los eventos más apoteósicos de los años anteriores, un estante plagado de perfumes, desodorantes, lacas, gominas y otros productos similares, un espejo del que colgaban dos camisas a rayas de colores chillones y, sobre la butaca, una caja entreabierta de la que sobresalían un par de zapatos blancos con tacón y punta afilada. Ese espacio donde el kitsch se (mal)funde con el glamour es lo que Fiebre del sábado noche reconstruye con extrema precisión y lo que provocó que esa instantánea se iluminara de nuevo como si hubiese recibido el fogonazo de un flash.

Pero hay algo más que el filme hizo revivir en mí. Se trata de un sentimiento que mi hermano y yo hemos experimentado en numerosas ocasiones: el de ver todos nuestros sueños e ilusiones atacados o despreciados por el sarcasmo y la indiferencia paterna. En Fiebre del sábado noche hay una escena en la que, durante una cena familiar, se produce una discusión y cada vez que Tony intenta decir algo su padre le propina un golpe en la cabeza. Cuando esto sucede por tercera vez, el protagonista mira a su madre y exclama: “¡Siempre me pega en la cabeza y él sabe que tardo horas en preparar mi peinado!”. Quizá suene un poco dramático, pero este comentario me pareció el momento más conmovedor de la película. Seguramente porque no puedo pasar por alto que esa acción repetitiva del padre lleva implícita la intención –consciente o no- de aplastar los sueños del hijo. El suyo es un gesto que no solo explica el narcisismo exacerbado del protagonista, sino que prefigura la gran tragedia del filme.

Hasta que no vi Fiebre del sábado noche por segunda vez, yo solo recordaba a Tony Manero como un hortera, pero ahora sé que lo verdaderamente memorable de este personaje es la fuerza con la que se aferra a su sueño, la persistencia con la que trata de perfeccionar su yo -primero para poder escapar de una esfera familiar en la que se siente ninguneado, después para dejar atrás un círculo de amistades que le adulan ciegamente-. Lo que Tony busca es un reconocimiento justo, un reconocimiento basado en algo verdadero. Su sueño es de esos que solo pueden comprender quienes han sentido el vacío más absoluto y cuyo fulgor vuelve invisible todo lo demás.