Festival de Sevilla: SEFF 2019

Cuaderno de notas

Quiso la casualidad que la decimosexta edición del Festival de Cine de Sevilla (SEFF) coincidiera con la repetición de las elecciones generales en España, como si un accidente puramente circunstancial sirviera para subrayar el espíritu de un paisaje cinematográfico atravesado por lo político. Llegué a la ciudad andaluza el sábado 9 de noviembre, en plena jornada de reflexión.

Los multicines Nervión

Nunca deja de fascinarme la forma en que el edificio donde se encuentran los modernos multicines Nervión, epicentro de la mayoría de proyecciones, se presenta como un espacio escindido: seccionado diametralmente y divido en dos partes por su centro exacto. A un lado las salas continúan con su oferta y actividad habitual mientras, al otro, se suceden los pases de prensa, retrospectivas y demás sesiones organizadas dentro del marco del festival. En las salas comerciales se acababa de estrenar El hoyo (2019), la ópera prima de Galder Gaztelu-Urrutia premiada en el Festival de Cine de Sitges: una fábula social sobre los de arriba y los de abajo diáfana en su reduccionismo. En la misma cartelera también seguía el perenne Joker (2019) de Todd Phillips, un manifiesto digno de la alt-right que desactiva el imaginario de Martin Scorsese para convertirlo en simulacro a/político; o el quimérico intento de Mike Flanagan por conciliar las sensibilidades de Stanley Kubrick y Stephen King en Doctor Sueño (Doctor Sleep, 2019), secuela híbrida de El resplandor… Estas películas, pujantes en las marquesinas y situadas frente a la programación del festival a modo de contraplano, ofrecían una estimulante zona de tensión sobre la que poner en circulación un posible pensamiento en torno al cine contemporáneo.

Una suerte de pulsión dialéctica es la que sostiene el desarrollo de Martin Eden (2019), la última película de Pietro Marcello, adaptación italiana de la novela homónima y presuntamente autobiográfica de Jack London. Cuando Martin Eden (un cada vez más febril Luca Marinelli) se enamora de una joven burguesa y entra en contacto con el universo de la clase alta, decide cambiar su oficio de marinero por el de escritor. Su obstinación coincide con el auge del movimiento socialista en Italia, al que el protagonista opone las teorías del individualismo más salvaje. Comienza de esta forma una trayectoria que describe el clásico relato de auge y caída del artista / escritor. Sin embargo, Pietro Marcello juega con su película a una cierta ambigüedad histórica: no solo a través de determinados anacronismos situados en alguno de sus planos, sino también mediante la inserción de una serie de imágenes de archivo que confrontan su discurso y convierten a su héroe negativo en una figura atemporal. Si, como sostiene Marcello, Martin Eden es una obra que se puede adaptar a cualquier lugar, quizá también puede hacerlo a cualquier época. 

Martin Eden, de Pietro Marcello

Corneliu Porumboiu también propone una relectura textual en La Gomera (The Whistlers, 2019), pero el cineasta rumano prefiere ceñirse a referentes estrictamente cinematográficos. Ahí quedan las citas explícitas con la proyección de Centauros del desierto (The Searchers, John Ford, 1956) o la vuelta sobre la famosa secuencia de la ducha de Psicosis (Psycho, Alfred Hitchcock, 1960), por ejemplo. Su película, desmarcada del perfil social característico del nuevo cine rumano, es la historia de unos mafiosos liderados por un fascinante Agustí Villaronga y sostenida sobre una ingeniosa ocurrencia: el aprendizaje y la utilización del silbo gomero como lenguaje en clave para perpetrar un golpe en Rumanía. Así como el idioma silbado de las Islas Canarias descompone las palabras en sílabas, Porumboiu deconstruye una intriga fragmentada a través de una estructura episódica, donde cada capítulo está destinado a un personaje y estos, a su vez, se corresponden a los arquetipos o funciones sintéticas establecidas dentro de los parámetros del cine negro.

Más difícil de clasificar es lo nuevo de Albert Serra. Situada en la brecha entre la instalación museística y el largometraje, Liberté (2019) podría describirse sumariamente como una noche de cruising en el siglo XVIII, en la que una corte de aristócratas franceses trata de introducir las tesis libidinales del libertinaje a la clase elevada alemana. A partir de esta breve premisa, Albert Serra tensa la lógica repetitiva del cine porno a la vez que actualiza las lecturas del marqués de Sade. Sin embargo, el cineasta sigue premiando el poder fabulador y creativo de la palabra —en las pocas líneas de diálogo que se desarrollan a lo largo del metraje, los personajes se invitan a fantasear sobre todo tipo de parafilias sexuales—, ante los límites representativos de unas imágenes en las que tampoco priva de ningún contenido explícito. El sexo ocupa toda la larga y oscura noche durante la que se extiende todo el metraje, y la cuestión óptica (quién mira y quién es visto en una triangulación escópica que incluye al espectador) se convierte en el centro gravitacional de la película voyeurística de Serra.

Tommaso, de Abel Ferrara

El distanciamiento de Liberté choca frontalmente con la proximidad afectiva de Tommaso (2019), en la que un espectacular Willem Dafoe interpreta al alter ego cinematográfico del director Abel Ferrara. A modo de ejercicio entre lo autobiográfico y lo terapéutico, el realizador italiano ofrece su vida al servicio de la ficción para construir un particular vía crucis de lo cotidiano. Cuesta poco imaginar a Ferrara, cámara en mano, siguiendo a su cómplice protagonista por los pasadizos subterráneos del metro bajo la mirada atónita de algún que otro viandante desprevenido. A la manera de un diario íntimo filmado, la cámara nerviosa e inestable de Tommaso obedece a la lógica improvisada del flujo de pensamiento, con todas sus irregularidades y hallazgos.

A diferencia de Abel Ferrara, a Elia Suleiman no le hace falta ningún actor para encarnar a su doble cinematográfico. En De repente, el paraíso (It Must Be Heaven, 2019) es el propio director palestino quien da vida a una versión caricaturizada de sí mismo, a medias entre la inexpresividad estoica de Buster Keaton, la inocencia de los personajes de Jacques Tati, y la pantomima gestual de Rowan Atkinson. En otro juego metaficcional paralelo al de Tommaso, Suleiman viaja por varias ciudades occidentales en busca de financiación para su proyecto cinematográfico, encadenando a su paso como extranjero una serie de gags en su mayoría visuales —y es que Suleiman dedica su paraíso a John Berger, uno de los escritores más comprometidos con los modos de ver—, que terminan por descubrir el que probablemente sea el único lugar común del mundo: el absurdo.

De proyecciones y dislocaciones, absurdo existencial y dramas de folletín, trata el último largometraje de la cineasta francesa Justine Triet, El reflejo de Sibyl (Sibyl, 2019). En la línea de su anterior película, Los casos de Victoria (Victoria, 2016), Virginie Efira repite en el papel de protagonista femenina en crisis que trata de compaginar su exasperante vida laboral con sus aspiraciones e inquietudes personales. Allí abogada, aquí terapeuta, la carismática interpretación de Efira vuelve a ser la única que aporta algo de dimensionalidad a un personaje construido sobre clichés y modelado a la fuerza por un guion que apunta a demasiados sitios.

Arima, de Jaione Camborda

En un aula de pintura una niña enseña el dibujo garabateado de una mujer que, aun sin corresponderse con ninguna de las presentes, la menor identifica indistintamente con cualquiera de ellas. En una operación equiparable a la de la película de Triet, Arima (Jaione Camborda, 2019) define una figura femenina a partir de la superposición de personajes y relatos múltiples; sin embargo, lo que en el caso de El reflejo de Sibyl desemboca en una tragicomedia anecdótica se convierte en manos de la directora española en un hipnótico relato de atmósferas oníricas, a la vez que propone la necesidad de establecer una nueva relación con la mirada. No es casual, por lo tanto, que la imagen inaugural de Arima sea el plano detalle de un ojo que ocupa todo el espacio de la pantalla. En esta perspectiva de oftalmólogo, donde la visión aparece como figuración desbordada y desbordante, las rojizas venas del globo ocular dibujan un río que va a desembocar en el pozo oscuro que ocupa la pupila.

En consonancia con los relatos femeninos, contaba la cineasta Teona Strugar Mitevska que Dios existe, su nombre es Petrunya (Gospod postoi, imeto i’ e Petrunija, 2019) estaba basada en la noticia real de una mujer que, en Macedonia, había contravenido un acto religioso tradicionalmente reservado a los hombres. Esta ceremonia, consistente en atrapar una luz de madera lanzada al agua por un sacerdote, se convierte en Dios existe… en el detonante de una persecución por parte de los sectores más conservadores contra la accidental activista macedonia. El crucifijo en cuestión se convierte en el macguffin sobre el que la directora desarrolla un discurso crítico excesivamente subrayado y didáctico.

Y del crucifijo de Teona Strugar Mitevska a las plantas mutantes de Jessica Hausner. Little Joe (2019) bien podría ser el cruce posmoderno de La tienda de los horrores de Roger Corman (The Little Shop of Horrors, 1960) con La invasión de los ladrones de cuerpos de Don Siegel (Invasion of the Body Snatchers, 1956), acusado en este caso por una aparente desconfianza sobre las imágenes que lleva a Hausner a una exposición narrativa permanente. Todo con tal de apuntalar la verosimilitud de una trama demasiado forzada. En Little Joe, el inocente nombre con el que deciden bautizar la nueva especie vegetal, la experimentación botánica en busca de una sustancia capaz de generar algo parecido a la felicidad desemboca en la siniestra producción de unas crisálidas con el poder de anular la voluntad de los sujetos polinizados. A través de una apuesta formal distanciada, una perturbadora atmósfera sonora y unas interpretaciones gélidas, con una estupenda Emily Beecham al frente, Little Joe ofrece una alegoría sobre la alienación individual en tiempos de la paranoia farmacológica.

Little Joe, de Jessica Hausner

La película de Jessica Hausner podría haber sido comprimida e integrada perfectamente como otro de los numerosos relatos que pueblan la última producción de Roy Andersson: Sobre lo infinito (Om det oändliga, 2019). Siguiendo el esquema estructural de Las mil y una noches, con la cautivadora voz de Sherezade como único conductor narrativo, el autor de Una paloma se posó en una rama a reflexionar sobre la existencia (En duva satt på en gren och funderade på tillvaron, 2014) engarza durante poco más de una hora (aunque podría extenderse ad infinitum) una colección de planos secuencia o tableau vivant de corte existencialista. En uno de ellos, una pareja de hermanos lee en una habitación cuando uno de ellos recita la primera ley de la termodinámica, según la cual todo es energía y no puede detenerse, porque es infinita. A fin de cuentas, es el mismo principio que encadena los universos múltiples de Sobre lo infinito.

Si para Roy Andersson una imagen vale más que mil palabras, a Guillermo Rojas le ocurre justamente lo contrario en Una vez más (2019). Después de cinco años sin verse, Abril y Daniel se reencuentran cuando ella vuelve a Sevilla por el funeral de su abuela. Y como donde hubo fuego siempre quedan brasas, ambos deciden que es buena idea aprovechar la coyuntura para salir a dar un último paseo antes de que ella vuelva a marcharse. Comienza así una ruta por los escenarios del reencuentro amoroso que pasa necesariamente por un cine en el que se proyecta La reconquista (2016) de Jonás Trueba. Pero a este remake andaluz de Antes del atardecer (Before Sunset, Richard Linklater, 2004) con el espíritu festivo de un anuncio veraniego de cerveza, mucho más cerca de la cursilería de Nuestros amantes (Miguel Ángel Lamata, 2016) que del ingenio sarcástico de Annie Hall (Woody Allen, 1977), le falta un mayor control sobre la temporalidad y le sobran paseos por lugares comunes.

De un lugar tan común como el cuento nace la delicada animación de La famosa invasión de los osos en Sicilia (La fameuse invasion des ours en Sicile, 2019), el primer largometraje del ilustrador Lorenzo Mattotti, basado a su vez en la novela infantil homónima de 1945 escrita por Dino Buzzati. Mattotti conserva en su película el diseño minimalista y el colorido de los dibujos de Buzzati, de una gran plasticidad visual. En esta fábula que aborda desde los parámetros del cuento infantil cuestiones como la guerra, la identidad cultural o la colonización, la desaparición de un príncipe osezno supone el acontecimiento que empuja a su padre animal, el rey de los osos, hacia una búsqueda por toda la isla italiana. Este periplo, que concluye con el pasaje de la famosa invasión de los osos en Sicilia, divide la película de Mattotti por la mitad y abre entonces la puerta a un segundo correlato en el que el envejecido oso, que en principio hacía de convidado de piedra, adquiere el estatus de narrador y completa el cuento con su propia versión. Un estimulante correlato que pliega el cuento de Buzzati sobre sí mismo.

Sinónimos, de Nadav Lapid

Si la aventura animada de Mattotti es la simpática historia de una invasión infructuosa, la última película de Nadav Lapid, de corte autobiográfico, es la amarga crónica de una convivencia imposible. En Sinónimos (Synonymes, 2019) todo empieza y termina frente a una puerta, primero abierta y después cerrada. Yoav (un increíble Tom Mercier) es un joven ex-militar israelí recién llegado a París y resuelto a cambiar su patria por la francesa. Esta inserción pasa, entre otras cosas, por la renuncia al idioma materno y el aprendizaje de uno nuevo. Es por ello que Yoav anda siempre con un diccionario del que extrae todos los sinónimos con los que busca ampliar su vocabulario. En las incómodas y violentas imágenes de Nadav Lapid hay mucho del beligerante espíritu godardiano, pero también del Krzysztof Kieslowski de Tres colores: Blanco (Trois couleurs: Blanc, 1994): aquel que exponía a su extranjero a la hostilidad de la maquinaria burocrática francesa.

Los sinónimos de Nadav Lapid, que suponían mi último paso por esta edición del SEFF, cerraban en una suerte de recorrido circular el tránsito que había iniciado pocos días antes con el Martin Eden de Pietro Marcello. Allí donde el protagonista italiano se obsesionaba con la escritura y la publicación de sus textos, el israelí se aferraba a un diccionario de francés y renegaba de su lengua materna. Por supuesto, la palabra es política, pero también lo es el gesto. Y ese gesto, que en el cine puede estar encarnado por los personajes o materializado a través de la puesta en escena, se ha manifestado de una forma u otra en todas las películas que pude ver durante este festival, estupendo termómetro del cine europeo contemporáneo. Cabría preguntarse, por tanto: ¿se trata de un fenómeno estrictamente coyuntural? ¿Es la agenda política la que está tensando los discursos cinematográficos en la actualidad? O, por el contrario, ¿es cosa de la mirada individual, condicionada y condicionante de cada espectador? Desde luego las imágenes están ahí, y el Festival de Cine de Sevilla despliega, un año más, el mejor escenario para hacerlas dialogar.

 

© Daniel Pérez-Pamies, noviembre de 2019