Festival de Sevilla: SEFF 2016 (I)

Derroteros de la no-ficción en el SEFF 2016

 

Si algo hace una ola, es repetirse, volver eternamente, reformularse en una nueva cresta que va a parar a la arena y siempre es seguida por otra, y otra. Por eso ciertas etiquetas quedan pronto obsoletas (la mayoría, diría yo, siempre lo fueron), y resulta más interesante ver cómo las películas, y los cineastas, se mueven en un panorama difícilmente definible, haciendo emerger propuestas que, con más o menos suerte, desafían de algún modo al presente y proyectan el cine hacia un futuro un poco diferente.

Muchos costados del XIII Festival de Cine Europeo de Sevilla me parecían interesantes este año. Para empezar, el maravilloso ciclo “Yo NO soy esa” que subvierte la representación femenina en el cine con un repaso por obras tan dispares como Riddles of the Sphynx (Laura Mulvey y Peter Wollen, 1977), Las margaritas (Vera Chytilova, 1966) o la impactante práctica de fin de carrera de Cecilia Bartolomé, tan prohibida que la obligó a trabajar con nombre falso durante años: Margarita y el lobo (1969). Un ciclo de obras donde la feminidad es abrazada en toda su complejidad y posibles formas, y que encuentra resonancias en la retrospectiva de cortometrajes de Kurdwin Ayub (sin duda, la revelación de este festival), en el ciclo en homenaje a Vivienne Dick o en la selección de cortometrajes de animación —¿para cuándo largometrajes?— titulada “Anti-chick films”, encabezada por el extraordinario Moms of Fire (2016) de Joanna Rytel que se llevó la mención del jurado en el pasado Festival de Annecy. Merecen mención, además, los jóvenes programadores (¡casi todo chicas!) que han elegido y arropado el filme Daydreams (2016) de Caroline Derouas en un bello acto que transformaba la película, para mí un tanto decepcionante, en todo un acontecimiento a partir del cual reflexionar sobre el cine y lo que cada uno es capaz de ver en la pantalla.

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Moms on Fire (Joanna Rytel, 2016)

Entre todas las posibilidades, me sitúo en ese no-lugar que constituye la no-ficción, desde el cual he querido trazar el recorrido de esta crónica que, sin ánimo de englobar todo el cine de lo real visto en el SEFF, pretende descubrir posibles itinerarios o afinidades en diferentes apartados de su programación.

 

La imagen es tiempo

Con su Vida vaquera (2016), tercer largometraje que presenta en el SEFF por año consecutivo, Ramón Lluís Bande ha pasado por fin a formar parte de las Nuevas Olas siendo, posiblemente, el cineasta que mejor encaja con el concepto de Resistencias, la sección dedicada al cine español producido desde los márgenes. Su nueva película, también dedicada a la memoria de algo que se pierde, se desmarca de su díptico anterior para, en esta ocasión, filmar la vida, como el propio cineasta reconocía en el coloquio posterior a su proyección. Una vida en extinción, la de los vaqueiros de alzada, que constituye un ejemplo de organización colectiva, dedicación y comunión con la naturaleza a punto de desaparecer.

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Vida vaquera (Ramón Lluís Bande, 2016)

En su dispositivo observacional, Bande redescubre las rutinas del trabajo de esta comunidad trashumante, un trabajo que se erige no solo como actividad productiva, sino como relación con el entorno, como manera de aprehender el mundo. Estas rutinas se fundamentan en el tiempo y la repetición, elementos que el filme transfigura desde la solidez formal propia del cineasta: planos sostenidos donde las acciones tienen principio y final, flujos de movimiento que salen y entran de plano, encuadres que sitúan el paisaje como un elemento más en estrecha relación con el hombre y sus actividades. Bande sabe registrar la propia temporalidad de una forma de vida que aún continúa conectada al mundo natural, utilizando para ello la imagen cinematográfica como manera de registrar el tiempo que pasa y dotarlo de materialidad. En la duración de esas imágenes vemos la naturaleza fluir (vemos, incluso, nacer a un ternero) y experimentamos los tiempos de un mundo que nos resulta, a la mayoría, bastante lejano hoy en día, de la mano de una comunidad que continúa íntimamente unida a los ritmos del campo y las estaciones. En esas imágenes queda escrita la memoria de lo que pronto desaparecerá, como testimonio de una utopía desdeñada por el capitalismo tras siglos de historia.

Vida vaquera se estructura en dos partes que coinciden con las dos fases del trabajo de los vaqueiros: el verano, cuando su ganado pasta libremente por los montes, y el invierno, cuando bajan todos a resguardarse del frío en la pedanía cercana. A eso, Bande añade un prólogo con fotografías de aquellos tiempos, en los que bajaban con los niños en los burros y tenían que montar al ganado en precarias barcas para cruzar el río, intercaladas con citas de Jovellanos que dan una visión histórica de esta comunidad, y un epílogo donde por fin una vaqueira toma la palabra y responde a las preguntas del cineasta, ofreciendo su valioso testimonio al espectador entre sonrisas y miradas cargadas de añoranza.

Vida vaquera (Ramón Lluís Bande, 2016)

Vida vaquera (Ramón Lluís Bande, 2016)

También desde lo observacional, Irati Gorostidi plantea en Pasaia Bitartean (2016) un paseo cinematográfico por el municipio guipuzcoano de Pasaia, cuya economía se basa principalmente en el puerto. No por casualidad la imagen que abre el filme es la de unos trabajadores que montan la pasarela para que los turistas puedan salir del barco que acaba de atracar. Tras esa introducción, Gorostidi se lanza a recorrer diferentes recovecos de Pasaia, con especial atención a la zona industrial abandonada y a las vistas posibles desde los edificios, interponiendo desde la cámara y el plano fijo una distancia siempre firme con lo filmado en la que también emerge el Pasaia que podría ser. El ensayo se construye precisamente desde la alternancia de puntos de vista que se sitúan dentro y fuera, como si Gorostidi recorriera con su cámara las entrañas del cuerpo de un monstruo dormido, o muerto. Ese monstruo es Pasaia, una ciudad construida alrededor de su puerto, cuya actividad industrial, otrora más intensa y prometedora, ha dado forma no solo a su arquitectura, sino también a las costumbres de sus habitantes.

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Pasaia Bitartean (Irati Gorostidi, 2016)

En Pasaia Bitartean el espacio está plagado de memoria, una memoria que a veces solo resiste en las conversaciones y el torpe deambular de unos viejos o en las ruinas de edificios que dejaron de ser productivos. Por eso el plano fijo constituye una forma elocuente para difuminar la ciudad a partir de los restos de otro tiempo, planteando la urgencia de un cambio en nuestra manera de concebir espacios urbanos. La película surge del proyecto de arquitectura Pasaia Bitartean: Herramientas para un mientras tanto constante, donde Jon Ander Aguirre plantea precisamente una intervención de regeneración urbana que planea sobre las mismas cuestiones del filme: la necesidad de un espacio coherente con su memoria, pero también con la sostenibilidad de su presente. Hacia mitad del metraje, además, la voz de la propia cineasta toma la palabra en una reflexión ensayística, coescrita junto a Ana Aitana Fernández, en torno a la memoria e identidad del lugar, su configuración espacial y nuestra propia capacidad (o incapacidad) de aprehenderla.

Pasaia Bitartean (Irati Gorostidi, 2016)

Pasaia Bitartean (Irati Gorostidi, 2016)

Como en la apertura, será también la imagen de un barco, esta vez partiendo hacia la mar, la que cierre el filme, posiblemente en el plano más largo y elocuente de todo el metraje: Gorostidi deja que sea el barco el que cruce por el plano, y nos mantiene en el punto de vista del muelle, un espacio que primero está abarrotado de gente despidiendo al navío que marcha y luego, poco a poco, se va vaciando cuando ya no queda nada que mirar. En ese momento una niña le pide a su abuela que le lea el cartel donde explica que el muelle está apoyado en 687 pilones de acero. Memoria inscrita de otro tiempo. Tal y como sostiene la voz en off que toma la palabra hacia el ecuador del filme, “a diferencia de los libros, los edificios no necesitan palabras. Hablan silenciosamente. Su lenguaje es otro”. Un lenguaje que en Pasaia Bitartean se descifra desde el plano fijo, la duración y la distancia precisa.

 

La imagen es política

Posiblemente, Jonathan Littell diría que Bande o Gorostidi simplemente ponen la cámara ahí y ya está. Eso dijo de Claude Lanzmann en el coloquio con la prensa cuando le pregunté por sus influencias estéticas. Curiosamente, el día anterior, tras la proyección de su Wrong Elements (2016), reconocía en Lanzmann una de sus referencias más determinantes, por aquello de la memoria gestual y el testimonio re-escenificado. Por eso me sorprendió cuando dijo que “a Lanzmann no le interesa la forma”, como si hubiera que añadir sonatas de Bach a algo para considerarlo elaborado. Formalismo de brocha gorda, el de Littell.

Wrong Elements es de esas películas profundamente peligrosas, y esto me hace sospechar que, o Cannes no es un buen lugar para ver películas, o la crítica que allí acude cae a veces en un hype poco reflexionado. Con su primer largometraje, Littell profundiza en su interés por explorar el mal moderno a través de la historia de los niños soldado en el norte de Uganda, secuestrados por la Lord’s Resistance Army (LRA). Se estima que decenas de miles de niños han sido obligados a matar de manera salvaje y que fueron ejecutados cuando ya no servían, o se atrevían a dudar. Las niñas, además, eran sometidas sexualmente a los deseos de sus captores y a engendrar progenie. Los que sobreviven y escapan cargan con la doble condición problemática de víctimas y verdugos, ejecutores forzados de una violencia descarnada que ha provocado un desplazamiento masivo de la aterrorizada población civil y aún levanta venganzas desesperadas.

La pretendida forma adecuada para contar esta historia, no obstante, resulta ser un batiburrillo de influencias mal asimiladas que hacen de la película (más allá de su innegable valor divulgativo y testimonial) una impostura un tanto frívola. No hay un dispositivo, ni un método, en Wrong Elements, si acaso una precaria estructura capitular que intenta aglutinarlo todo. Los testimonios y diálogos de los que fueron secuestrados y sobrevivieron al horror de la guerrilla se combinan con (abundantes) planos recurso que oscilan entre lo abyecto (carne, sacrificios animales, bichos) y lo bello (la selva, el paisaje), música de Bach, dibujos infantiles filmados (J’ai huit ans), imágenes de archivo, textos informativos, recorridos por los lugares de los hechos donde se recrean los gestos del pasado (Lanzmann, Panh), confrontaciones entre víctima y verdugo (Oppenheimer), filmación encamada con los soldados mientras buscan a los guerrilleros e incluso el proceso judicial por el que pasa uno de los líderes de la LRA, que se entrega y es enviado a La Haya, para más tarde ser reintegrado en la sociedad. Todo ello en una película sin un punto de vista definido, donde las preguntas de Littell pueden llegar a cotas de vulgarización tan esperpénticas como: “¿Sientes la presencia de los que mataste?”

Wrong Elements (Jonathan Littell, 2016)

Wrong Elements (Jonathan Littell, 2016)

Wrong Elements es cine político sin política cinematográfica. Cine político del peor, del que rebusca en formas efectivas para impactar y conmover. No parte de una relación profunda con lo filmado (Littell incluso reconoce haber hecho casting para buscar tipologías de personajes previamente escritos), sino que se construye como un artefacto tan irrelevante como peligroso. Si una película sobre los niños soldados del norte de Uganda “conmueve tanto como relaja” a una espectadora entusiasta que no dudó en opinar que “todo el mundo debería ver esta película”, está claro que esto no es una película, sino un monstruo a derribar. Por suerte, Littell ya lo hace solito cuando habla.

En las antípodas de Littell se sitúa Rithy Panh, posiblemente uno de los cineastas más coherentes y comprometidos con la memoria y la búsqueda formal que hay en activo. Su última película, Exile (2016), continúa profundizando en la memoria y el trauma del genocidio camboyano en la línea de La imagen perdida (2013), de nuevo con texto de Christophe Bataille y voz de Randal Douc. Si en aquella Panh buscaba una imagen esquiva, faltante, en Exile parece ser consciente de que en todas esas imágenes falta algo, algo lacerante. Bajo la forma de un ensayo lírico, Panh convoca filmaciones de archivo, objetos de un pasado perdido e imágenes construidas desde una determinada poética del diorama, y lo hace desde una estancia de madera que se erige como espacio performativo donde un actor, Sang Nan, sitúa su cuerpo como epicentro del ensayo. Un cuerpo que representa al propio Panh, que vuelve sobre su propia experiencia bajo el terror de los jemeres rojos filmada en planos cerrados que exploran la materialidad de cada mínimo gesto.

Exile (Rithy Panh, 2016)

Exile (Rithy Panh, 2016)

Se ha escrito sobre Exile que recurre a la forma abstracta, y que bien podría presentarse como una instalación museística. Ambas me parecen falacias de quienes consideran que el ensayo no pertenece a las salas de cine. No creo que haya abstracción posible en un filme tan explícito en sus derivas, visuales y verbales, sobre la violencia revolucionaria y la experiencia del exilio forzado, más allá de que recurra a la metáfora o aplique estrategias cercanas al teatro, el diorama e incluso el collage visual. El exilio se despliega para Panh desde el espacio onírico contenido en una habitación, desde un cuerpo que se acurruca a soñar que no está donde está, desde una historia contenida en los gestos y en unas imágenes que siempre devuelven una falta, un enigma. Con todo ello, en Exile se exploran los trazos de un mundo desaparecido, de una experiencia profundamente dolorosa que se intercala con reflexiones —convergen en el texto de Bataille citas de Apollinaire, Baudelaire, Victor Hugo, René Clair, Mao Tse Tung…— en torno al concepto de revolución, verdadera preocupación (obsesión, incluso) discursiva del filme. “El terror es la verdad del proyecto revolucionario” recita Douc. Y la cara oculta de las falsas democracias liberales en las que vivimos, diría Zîzêk, pero sus reflexiones no están convocadas en este ensayo.

Un gesto, no obstante, entre todos los de Exile, quedó grabado con fuerza en mi retina: las manos (no sabría decir si de Panh o de Nan) que acarician la fotografía de la madre del cineasta, arrebatada por esa revolución que quebró todo un país. Un lamento íntimo con ecos de tragedia colectiva, como el propio filme.

Exile (Rithy Panh, 2016)

Exile (Rithy Panh, 2016)

 

© Bruno Hachero, noviembre 2016