Festival de San Sebastián 2015
Zinemaldia 2015: Marca España
“Otro fracaso más,
desanda los pasos esto es San Sebastián
Otra vez con los últimos de la noche,
otro desayuno, otro bar, y otra vez a despertar
con la misma resaca, con distinto paladar.
Y me darás la razón, cariño, a Donosti la odias tanto como a mí”.
La Crónica de San Sebastián, SANCHÍS & JOCANO
Hay algo que me mola mucho de San Sebastián y es la llegada después de días de deseo y de lectura compulsiva de la programación. Llego a Donostia desembarcando en ese simulacro de estación de autobús, que más bien parece una plataforma de huida improvisada ante el inminente apocalipsis en forma de ciclogénesis. El paseo paralelo al Urumea –esa entrada de Guipúzcoa en la bella Easo–, junto a las fachadas de los edificios rancios y señoriales, te da una dimensión de lo pija y burguesa que es esta ciudad. El musgo y el negrín manchan los edificios como si estos acabaran de emerger del mar, como una Atlántida vetusta y decadente, como una vieja postal franquista. Y a lo lejos, el Kursaal iluminado, como una perla que hubiera arrastrado el mar tierra adentro.
Bueno, bueno, no quiero dejarme llevar por los efluvios pomposos que emanan de la belleza de una ciudad que no solo es la Concha, el Bataplán y los bares de pintxos de Gros. También es la comisaría de Intxaurrondo de Galindo, el Palacio de la Cumbre del GAL y el Palacio de Aiete de Franco, los descampados donde corrió la heroína que se cargó a una juventud combativa, los tiros en la nuca y la degradación de Amara y el Antiguo. Un festival es lo más parecido a una ciudad, con su teatro de las apariencias que toman la forma de puntos de interés en los mapas turísticos, y también sus anónimos descampados y puentes sobre radiales de autopistas. Es la imagen que se pretende dar al visitante y también la vida que transcurre en el patio de luces. Son las canciones que sobre ella han hecho La oreja de Van Gogh, pero también las de Sanchís & Jocano.
Una ciudad es algo indefinido por definición; lo urbano es un espacio, más que vivo, viviente. Frente a la ciudad monumentalizada donde el turista se encuentra con el turista, existe la ciudad socializada, sacudida por agitaciones con frecuencia microscópicas, toda ella hecha de densidades y espesores, acontecimientos y dislocaciones. El festival de cine no difiere de la sinergia de las ciudades, donde los críticos se encuentran con los críticos, como si estuvieran encerrados en una pecera. Donde el día lo marca el compás de la Sección Oficial, con sus tablitas y estrellas. Donde se huye del sol y la luz para meterse en la sala oscura a toda prisa, como un vampiro que ve llegar su hora.
Este año decido realizar un recorrido guiado por las ganas de errabundear por las diferentes secciones, pero centrándome en una que me hace tilín, la Zabaltegi, que es como esos baúles repletos de ropa fuera de temporada donde se acumulan las gangas y las taras, situados en las plantas subterráneas de un centro comercial. Como dice Jaime Pena: “Uno, cuando hace una crónica de festival debería hacer una descripción y si no es mucho pedir, una reflexión sobre lo que está pasando en el mundo del cine contemporáneo, transmitiendo al lector una visión de las principales tendencias, movimientos, autores o películas que despuntan en el panorama internacional”. Quizás habría que preguntarse también acerca de la necesidad del festival, si realmente es necesario más allá de ofrecer unos títulos que difícilmente podremos ver por otros canales legales. Si al festival se le adivina una línea de actuación fuerte o, en cambio, juega a todo y juega a nada. Si hay una serie de estilemas o peculiaridades del festival de San Sebastián que hacen imprescindible su existencia o, por el contrario, si desapareciese, ¿habría lágrimas más allá de las de cocodrilo del empresariado y la burguesía vasca?
Por otro lado, un festival no es más que un escaparate de lanzamiento de los nuevos productos de las distribuidoras, una vitrina formidable donde (ad)mirarlas. Acaso sea esta la deriva de un festival como San Sebastián, que está a rebufo de ese mercado gigante que es Toronto, que acaba realmente configurando la sección oficial donostiarra –casi todas las películas han tenido su estreno allí–, pero que en la ciudad vasca se revisten de ese perfume glamuroso y mediático que favorece las altas cotizaciones en el valor de mercado de las películas. ¿Está derivando el festival, y más concretamente el de San Sebastián, a vitrina, decorado, atrezzo del mercado/industria?
Quizás estas reflexiones a vuelapluma se me estén yendo un poco de las manos y lo mejor sea pasar a destacar dos o tres cosas y alguna más a continuación.
Trabajo
De entre las conclusiones que se pueden extraer del dossier “La crítica y los festivales”, publicado por la Associació Catalana de Crítics i Escriptors Cinematogràfics (ACCEC), salta a la vista la creciente precariedad y saturación de trabajo del periodista cinematográfico. Algo que también compruebo intercambiando cuatro palabras con algunos colegas que van como pollo sin cabeza de la sala de redacción al Victoria Eugenia, de ahí al junket para sacar cuatro tópicos al famoso de turno, ver una película, luego de vuelta a la sala de redacción, ver otra película, escribir otra crónica, asistir a la rueda de prensa, ver más películas, sacar las entradas de mañana, solicitar una entrevista, ver demasiadas películas, redactar el artículo para el periódico, redactar una entrada para el blog del periódico… Los trabajos del periodista son inversamente proporcionales al número de periodistas que destina un medio para la cobertura de un certamen.
Por eso, cuando veo Hitchcock/Truffaut (Kent Jones, 2015), asisto con perplejidad al hecho de que François Truffaut entrevistara durante ocho (¡!) días a Alfred Hitchcock, que mutaría de artesano a autor a partir de esa entrevista/acontecimiento. Algo así sería impensable hoy día, (mal) habituados al junket y a las entrevistas minutadas en precario. No es casual que Truffaut preparara esa entrevista de manera exhaustiva como si fuera una más de sus películas, quizás la más importante. Más allá del contenido de dicha entrevista, de la repercusión posterior hasta el punto de transfigurar a Hitchcock en autor, de los vasos comunicantes entre el cine norteamericano y la modernidad cinematográfica europea…. Por encima de todo eso, nos encontramos ante un formidable ejercicio de trabajo y de respeto al trabajo. El trabajo de un cineasta que entiende que el tiempo es la materia fundamental para acercarnos a la médula del conocimiento.
Malaguización
Que el festival de cine más importante de un país sea el mejor altavoz para el cine que se hace en ese país es algo que no debería sorprendernos, para bien o para mal –desde Cannes hasta San Sebastián–, hay un trato preferente para el cine del país que acoge el festival. Esto puede degenerar en ciertas endogamias y cuotas, lo que unido a la extraordinaria dependencia de la industria nacional, hace que San Sebastián no pueda desprenderse de tales servidumbres. Hay que tener un equilibrio de metrónomo para que tu programación no sea una versión otoño-invierno del festival de cine español de Málaga.
Está claro que uno de los ejes vertebradores del Zinemaldia, más allá de cuotas, es el cine español, como también lo es el cine latinoamericano, pero este año se les ha ido de las manos cuantitativa y cualitativamente. Creo que es la edición con más títulos nacionales repartidos en todas sus secciones, pero vista la tendencia de los últimos años, presagiamos que irá in crescendo en futuras ediciones. El problema es la línea cualitativa, ya que en una sección como Made in Spain, representativa de “el cine español más interesante del año” (según reza el catálogo), la tendencia es la malaguización. Y claro, el cine español que se ve en Málaga es muy diferente, por ejemplo, al cine español que se ve en Sevilla o al que se ve en la Berlinale, Locarno o Róterdam.
En Málaga hay un apego a la estandarización, fruto de las sinergias cine/televisión, tanto a nivel de férreo guión como de star system catódico y de aparataje industrial en términos de producción. Mientras, en los otros festivales que menciono como contrapunto, destaca el cine español más libre a nivel narrativo, no adscrito a esquemas y manuales, un cine que empuja los límites expresivos y creativos, un cine donde no se ponen peajes a la entrada de lo real, que hace avanzar el lenguaje cinematográfico y que está emparentado con la vanguardia de la cinematografía mundial.
Y si antes podíamos encontrar en la sección Made in Spain películas como El cant dels ocells (Albert Serra), La plaga (Neus Ballús), Dies d´agost (Marc Recha) o las de Pablo Llorca, este año deberían haber entrado filmes como El complejo de dinero (Juan Rodrigáñez), Sueñan los androides (Ion de Sosa), País de todo a 100 (Pablo Llorca) o Pas à Genève (Lacasinegra). Películas a las que su paso por esta sección supondría un acicate en su raquítica vida comercial, factor que a títulos como Felices 140 (Gracia Querejeta), Torrente 5 (Santiago Segura), Mortadelo y Filemón (Javier Fesser) o Sexo fácil, películas tristes (Alejo Flah) no parece afectarles visto su beneplácito académico e industrial.
Regresión
En un entorno de crisis, se polarizan dos tendencias: el avance y el repliegue. Siguiendo con la lectura crítica que hacía en el apartado anterior sobre la línea de programación de cine español, y sin salirnos de este, se dieron cita en San Sebastián películas que avanzaban y crecían (Un día perfecte per volar) mientras otras retrocedían a sus cómodos y artríticos cuarteles de invierno (Amama, Isla Bonita, La novia, Regresión). Es, precisamente, una regresión a los infaustos modelos normativos del cine español de los noventa la que motiva una película como La novia (Paula Ortiz), donde se vuelve a unos sobados conceptos de academicismo parapetados en un simbolismo de baratillo. Las situaciones representadas no pueden ser más simples y arquetípicas, resultando un empalagoso suflé que mezcla un episodio de Pasión de gavilanes con un anuncio de perfume Anais, Anais de Cacharel. No es por comparar, pero a la hora de adaptar un texto literario –en este caso Bodas de Sangre de García Lorca– habría que estar más acertado/afinado a la hora de buscar referentes, ser más Straub & Huillet o Duras y menos Garci y Luc Besson.
Amama (Asier Altuna) venía con el pesado lastre de repetir el éxito (bastante hinchado) que consiguió Loreak el pasado año. De los tres conflictos vascos que hay, ETA, la dificultad de follar y el dilema tradición-modernidad, Altuna se decanta por este último situándose en la senda que abrieron Tasio (Montxo Armendáriz), La muerte de Mikel (Imanol Uribe) y Vacas (Julio Medem). Uno se pregunta si películas-símbolo como Ama-lur (Larruquert y Basterretxea), más que beneficiar, han lastrado el abanico temático y parece que no se puede salir por la tangente del atolladero vasco como hizo Iván Zulueta –el más importante cineasta vasco– sin pagar el peaje del apego a la tierra, al caserío y a la familia. Al final van a resultar proféticas las palabras de Arnaldo Otegi en La pelota vasca (Julio Medem) cuando afirmaba: “El día que en Lekeitio o en Zubieta se coma en hamburgueserías y se oiga música rock americana, y todo el mundo vista ropa americana, y en vez de estar contemplando los montes, esté funcionando con internet, pues para nosotros ese será un mundo tan aburrido, tan aburrido que no merecerá la pena vivir”.
A pesar de las apariencias e intenciones, Amama acaba resultando un alegato de las raíces, del respeto de la tradición y del modo de vida pretérito. Un mensaje contradictorio como el de Las brujas de Zugarramurdi (Álex de la Iglesia), que pretendió ser una crítica al patriarcado y le salió el tiro por la culata. Pero no solo en cuanto a temática, las formas de Amama remiten de nuevo a ese cine noventero con su simbolismo ramplón y facilón, que se pintó en su momento como renovador y no ha hecho sino acelerar el envejecimiento de aquellas películas. El caso es que Amama debería de haber sido concebida como una exposición de artes plásticas y multimedia o una instalación. Hay películas que están en un formato equivocado, deberían de haber sido libros, obras de teatro o exposiciones de fotografías. Algo parecido ocurría con Aita (José María de Orbe). Un cineasta debe responder siempre a una pregunta antes de emprender un proyecto cinematográfico: ¿por qué es necesario contarlo en formato película?
De Regresión (Alejandro Amenábar) poco hay que destacar, más bien constatar la evolución de un autor (?) hacia su estilo marca blanca, neutro, aséptico y de manual. Un cineasta sin mirada e intercambiable con la capacidad de riesgo y sorpresa de una sopa de sobre. Algo que no nos debe asombrar, pues desde Tesis ya se veía venir la flacidez de su filmografía. La única solución para Amenábar es pegarse un hostión, hacerse un Medem, dejar de ser el niño bueno con zapatos limpios y raya del pantalón planchada. En definitiva, apostar por lo dionisíaco desalojando la comodidad e inocuidad de lo apolíneo.
Isla Bonita fue la película vergüenza ajena del festival, la constatación de que una película improvisada, sin guión, con actores no profesionales y abierta a lo real no tiene por qué ser estimable per se. Es un anuncio publicitario de tele local, los argumentos parecen sacados de un capítulo malo de Ana y los 7 y la complejidad narrativa de las matrimoniadas de José Luis Moreno. Las razones de que esté en el festival se deben a que su director sea Fernando Colomo y nada más. Una película que confirma, una vez más, la deriva hacia la malaguización del festival.
Historia
Un festival de cine es el marco donde cristalizan y se toma el pulso a las diferentes corrientes y tendencias cinematográficas. Pero también es un espacio de elaboración discursiva y narrativa, un campo de batalla donde emergen los relatos y las lecturas sobre el mundo. El cine no solo construye historias, sino también la Historia. El año pasado, por ejemplo, una película como Maïdan (Sergei Loznitsa), con sus innegables aciertos estilísticos pero con una reaccionaria lectura política, nos condicionó a la hora de comprender el conflicto ucraniano. Nos reveló, además, la capacidad de la mirada de un cineasta no solo para captar el reflejo del mundo, sino para erigirse como sujeto activo y constructor de la Historia. Y es que la Historia es un verbo que se conjuga siempre en presente. Como si de un castillo de arena se tratara, la Historia es algo que se construye permanentemente, que es azotada por la erosión, que tiene pliegues y fisuras que abren brechas, que se destruye y reconstruye. Es un organismo vivo y viscoso a pesar de su apariencia de mausoleo marmóreo.
Como si se tratara de una metáfora de la propia Historia, así funciona el cadáver de Eva Perón, Evita, un cuerpo trascendente, simbólico, previamente manoseado y reparado, presto para su embalsamamiento, trasladado y enterrado, vuelto a trasladar por unas manos manchadas de sangre, expuesto y vuelto a enterrar para aplacar su luz cegadora. Una luz inmortal que como las brasas es alimentada por el aliento del pueblo argentino. Eva no duerme (Pablo Agüero) es una película histórica, pero no historicista. Es la antítesis de la manera estándar de abordar el pasado frente a esas grandes producciones que intentan reconstruir unos espacios históricos, acuden a actores que guarden parecido con los personajes representados, a una manera de hablar acorde a la época y a una narración lineal del suceso que se quiere contar. Frente a ese modelo basado en la mímesis, Pablo Agüero lo que hace es devastar a machetazos las capas de realidad de las que se nutre y añadir elementos de artificio para llegar a la verdad. Crea, en términos de puesta en escena, todo un aparataje artificial y estilizado cercano al expresionismo y a la dimensión teatral. Sitúa al espectador en una posición incómoda debido a estos recursos distanciadores de carácter brechtiano, amén de un discurso políticamente incorrecto y provocador. Una película que emplea los elementos del cinematógrafo (imágenes y sonidos) para bucear por el recuerdo y una luz que no duerme, que atraviesa los estratos temporales de la Historia, la luz que emana el mito de Evita.
Todas estas formas de creación alejadas de lo convencional y lo inocuo desaparecen en el documental Allende. Mi abuelo Allende (Marcia Tambutti) donde vemos a una cineasta más preocupada en quedar bien que en la atención a lo real. Es el problema de muchos documentales que se centran más en conseguir un determinado objetivo que en adaptarse con flexibilidad de junco a la idiosincrasia de lo real. Una de las nociones más importantes en los cursos de cine documental debería ser la de convivencia; respeto y sentido comunitario con el material que tienes delante de la cámara. Pero si lo que se pretende es hacer televisión, pues estamos hablando de otra cosa, de apología de la jibarización del conocimiento.
No ficción
Muchas crónicas de festival adolecen de un carácter pesimista y un ánimo quejumbroso que las acerca a un grado de senil obsolescencia. Podría serlo también esta. Dejando de lado el prestigio intelectual del pesimismo, no debe de confundirse la crítica razonada a lo que no funciona con la queja permanente. Pero también hay que celebrar hechos y acontecimientos, a pesar de que hay festivales más pródigos en esto y al Zinemaldia parece que le cuesta brindarnos alegrías similares a un día soleado en la Concha.
Una de ellas fue la alta presencia del cine de no ficción en su programación, sobre todo en la sección Zabatelgi, ese cajón desastre o zona abierta donde cabe todo aunque no todo vale. El segundo hecho feliz asociado a esto último es la segunda vida que muchas de estas películas tendrán en el flamante centro cultural de Tabakalera, que iniciará su andadura con un ciclo dedicado a Andrés di Tella del que se vio en Zabaltegi 327 cuadernos. Esta expansión de un festival más allá de su constreñida semana es uno de los objetivos básicos de todo festival que tenga un mínimo de vocación de servicio público. Ahora solo faltaría pedir al certamen una cierta apertura de la sección oficial a acoger entre sus ajados oropeles la renovación del cine contemporáneo que se viene dando con la no ficción. En 2001, hace casi quince años, lo hizo con En construcción (José Luis Guerin) y la operación fue bastante satisfactoria.
De entre las propuestas documentales que se dieron en Zabaltegi cabe destacar su variedad formal, desde las más cercanas a los formatos televisivos de reportaje (The Propaganda Game) y al documental performativo (Allende. Mi abuelo Allende) hasta las reflexiones ensayísticas en primera persona (Heart of a Dog) pasando por el juego con el archivo (The Show of Shows). Es precisamente el uso del archivo el que da pie a Une jeunesse allemande (Jean Gabriel Périot), película que narra la centelleante vida de la RAF, la fracción del ejército rojo en la Alemania de los setenta. Lo más interesante es comprobar los cocos de estos jóvenes revolucionarios y magníficos cineastas, la sensatez y valentía de sus ideas y asistir al paso coherente de la teoría a la praxis. Una radicalidad estética y política en su sentido de ir a la raíz de las cosas (la realidad y el capitalismo) que cristalizará en el abandono de la cámara por el fusil, como una consecuencia necesaria y lógica acarreada por el compromiso político y la lucha de clases.
Counting, de Jem Cohen, propone un alumbramiento del mundo a través del lirismo que desprende una mirada atenta a los pliegues de la realidad. Un recorrido urbano por diferentes ciudades que bosqueja tenues líneas narrativas, fragmentos caprichosos del azar. Es la película más sencilla vista en el festival pero también la más grande, una película vocacional, la película que todos quisiéramos hacer.
La distancia adecuada
Decía Isaki Lacuesta que no hay actualmente un cineasta que arriesgue tanto en el cine actual como Cesc Gay. Estas palabras pueden sonar a boutade ya que rara vez se ha asociado el cine de Cesc Gay a esas vetas creativas que hacen de la modulación temporal, el plano secuencia y el vaciamiento narrativo, algunos de los fetiches actuales de la crítica cinematográfica. Quizás hayamos abrazado –por lo insólito de las propuestas– el cine de Tsai Ming Liang, Gus Van Sant o Albert Serra, despreciando aquel que hace del guión y la interpretación actoral una dupla sobre la que sostener todo el edificio narrativo. Quizás el problema venga de la idea de confrontar dos modelos de cine divergentes y proclamar un ganador de la pugna. Las polarizaciones siempre son tramposas, las competiciones más.
Truman (Cesc Gay) es una película que a priori no tendría cabida en un festival. Su emparentamiento con la mímesis –no con el cine mimético o imitativo (al que me referiré más adelante)– la situaría dentro de los márgenes del cine convencional. Tampoco es un sucedáneo de la plaga de “pseudoexistencialistas-mal-rolleros-aspirantes-a-convertirse-en-Haneke”. ¿Qué es, entonces, lo que hace especial a Truman y a Cesc Gay? El ser un virtuoso del equilibrio y tono emocional, algo a lo que cineastas como Koreeda ya nos tienen acostumbrados y hablar sobre sus películas se ha convertido en un ejercicio de redundancia acerca de la magnitud de su maestría a la hora de medir la distancia adecuada.
Hay que hilar muy fino para no caer en el tremendismo, ni en la sensiblería tocando temas como la muerte. Hay que tener el equilibrio de un trapecista para combinar el humor y la fatalidad sin caer en el chascarrillo, ni asfixiar a tus personajes en una nevera helada. Tener una mirada humanista, generosa hacia los actores, tus criaturas. Personajes que exterioricen su patetismo, pero sin caer en el cliché y sin agotarlos. Que sean superficie, impenetrables, pero a la vez geológicamente profundos. El cine de Cesc Gay puede verse en este sentido como la búsqueda de un tono, una armonía en perfecto equilibrio sostenido. Y es un cine arriesgado porque trabaja a corazón abierto, con todas las emociones palpitando. Un cine sanguíneo y vigoroso conectado a la vida.
Cine USA
La ausencia de glamour y de grandes estrellas del cine norteamericano ha sido uno de los temas calientes del certamen donostiarra a tenor de los titulares y comentarios que se han ido despachando en la prensa local. Tan solo el elenco aportado por la troupe de Álex de la Iglesia en Mi gran noche ha podido calmar los ánimos de los fundamentalistas de la selfie y el autógrafo.
Se esperaba también por parte de cierta crítica perezosa más títulos Made in USA, antes que soportar la última película somnolienta iraní o japonesa. No obstante, a pesar de no llevar el sello Made in USA, sí que concurrieron unas cuantas películas representativas de esa corriente que yo llamo cine imitativo que toman como modelo una serie de recursos y referentes asimilables a la mirada colonizada del espectador occidental, desarrollando una lengua franca homologable y asimilable. Estas películas también son una nada sutil carta de presentación a Hollywood por parte de sus directores. Algo parecido a esos directores que conciben el cortometraje como carta de presentación para hacer un largo y no como un formato en sí, con sus propias peculiaridades. Esta corriente imitativa es una corriente internacional y el resultado es un cine normativo que abiertamente declara sus facilonas intenciones (Daniel Monzón, Luc Besson) o las oculta, resguardadas en salas de arte y ensayo (Isabel Coixet).
Detrás de esta epidemia, se esconde el peor de los conservadurismos. El de unos cineastas amarrateguis y nostálgicos que se acogen a lo sagrado. Hay que ser ofensivos, matar al padre y fomentar la reescritura. Ya hemos hablado antes de Regresión como ejemplo sintomático de todo esto. También se pudo ver en Perlas una película como El clan, de Pablo Trapero, que no esconde para nada su deuda con el Scorsese de Uno de los nuestros. Y no es que esté en contra de las influencias y referentes, sería absurdo; la originalidad es un mito y, además, bastante reaccionario. Lo que pido es que se dé un paso más allá, una relectura, una reescritura del original, que no nos quedemos en el cómodo tránsito por el sendero abierto por el referente. Sería saludable optar por líneas oblicuas y tangenciales como las que ha trazado, por ejemplo, Nobuhiro Suwa en Un couple parfait o H/story con el cine de Rossellini y Resnais, respectivamente.
Despojamiento
Que un festival no es el mejor lugar para ver cine es un mantra que se repite en todas las crónicas festivaleras. La saturación de películas vistas, el cansancio, la falta de sueño y otros accidentes provocan que la atención y capacidad de sorpresa se disipe o desconecte con dolorosa facilidad. Esto se acrecienta cuando las retinas son bañadas de películas que hacen del despojamiento y el vaciamiento narrativo su emblema. El desconcierto y la impaciencia juegan entonces una mala pasada al espectador condicionando su juicio posterior. Es lo que pasó con las dos películas de Sección Oficial más controvertidas en este sentido: El apóstata y Un dia perfecte per volar.
Si El apóstata (Federico Veiroj) es un ejercicio de cine escrito, pero con libertad plena para sus constantes digresiones de tono y argumento, en Un dia perfecte per volar (Marc Recha), es la mirada del niño la que construye y condiciona el relato. En este caso, el propio hijo del cineasta, Roc Recha, guía el sentido de la misma. Acostumbrados a ver películas sobre el niño y no desde el niño, la propuesta transparente de Marc Recha puede descolocar a las mentes más acartonadas. La sencillez, la pureza y la inocencia del niño nos desconciertan. Su mirada es una mirada radical en el sentido de que aún no está condicionada por la cultura, la manera de aprehender el mundo en sociedad. Nos han maleducado a imponer nuestra mirada sobre la del niño, siempre amagada bajo metáforas o representaciones. Esta vez es la mirada del niño la que construye y dota de sentido al relato, en esa libertad otorgada reside el sustrato moral y ético de esta película. Ahí reside su honestidad, pero también su dificultad a la hora de conectar con la historia. La emoción no viene desde fuera sino desde dentro, no se impone ni se (re)fuerza.
Postdata
Siempre se quedan temas en el cajón, un festival da para mucho, por mucho que a veces las películas no acompañen las expectativas del espectador. Quizás he hablado demasiado sobre cine español, pero es que realmente el Zinemaldia se está quedando en eso, en un festival de promoción del cine español, y conviene poner el acento en ciertas derivas autocomplacientes.
Me hubiera gustado hablar de la decidida, dilatada y afortunada apuesta del festival por el cine latinoamericano, de esa sección Horizontes Latinos que llevaba varias perlas en su interior como El club (Pablo Larraín), pero al no existir pases de prensa pasó lo que pasó, que se agotaron las entradas como paraguas un día de lluvia. Esto es síntoma no solo del creciente interés crítico por este cine, sino de su respaldo popular, un dueto difícil de conseguir. También de la inclusión del cine de género en la sección oficial (se nota el pasado de Rebordinos al frente de la Semana de Cine Fantástico y de Terror de Donosti), algo absolutamente necesario y un síntoma de normalización en un festival que peca de excesivo cine lastrado por la etiqueta de autor. Y cómo no, de las sendas retrospectivas dedicadas a Merian Cooper-Ernest Schoedsack y al Nuevo cine independiente japonés, dos secciones que eran un festival dentro de otro debido a su magnitud cuantitativa y cualitativa.
© Carlos Escolano, octubre de 2015