San Sebastián 2013: Caníbal / La herida / Gente en sitios

El fuera de campo relativo

En la anterior entrega de este díptico, informo de cómo descubrí, en el Festival de San Sebastián de este año, el fuera de campo absoluto, ese lugar fuera de la película que es todavía el cine, pero un cine que no solo depende de las imágenes existentes, sino de las que se forman en nuestra mente, como lo hace una fantasía, a partir de aquellas, con aquellas o mediante aquellas. Es más, luego abandonan el espacio mental para habitar una especie de limbo, de nube, donde permanecen a disposición de todos. Esa nube es el fuera de campo absoluto, más allá de la película y de nosotros mismos, una especie de intersección entre las imágenes y nuestras especulaciones. Por lo tanto, un texto puede transcurrir en fuera de campo absoluto, de hecho todos lo hacen, desde el momento en que la palabra del analista o crítico incide en la imagen y la hace suya por medio del discurso. Los discursos sobre cine siempre transcurren en fuera de campo absoluto, unos más que otros, claro está.

En otro orden de cosas, y sin embargo en el mismo, debo contaros también acerca del barrio viejo de San Sebastián. Son una serie de calles, casi todas iguales a sí mismas, por lo menos para el visitante, que a veces te devuelven al punto de partida, sobre todo a los que, como yo, carecemos casi por completo del sentido de la orientación. De manera que estás en una y siempre tienes presente la otra, como si no te hubieras movido, viendo además claramente que no estás en aquella. El lugar se hace provisional. Puedes tomarte una cerveza en uno de los innumerables bares y creer que te la estás tomando en otro, como en realidad sucede y como se lo contamos a algún compañero cuando lo encontramos en medio del laberinto. Señalamos atrás, intentando encontrar el local en cuestión del que acabamos de salir, y ya no está allí. Lo queremos recordar al día siguiente, al regresar al dédalo de calles, y nos resulta imposible. Las discusiones al respecto son interminables. Los críticos de cine vagan por esos lugares sin tener muy claro adónde van, año tras año.

Canibal

Tres películas españolas presentes en el festival me han hecho recordar estos paseos interminables. Caníbal (2013), de Manuel Martín Cuenca, encierra a su protagonista, Carlos, en una serie de planos claustrofóbicos, cuyas perspectivas pueden ampliarse pero nunca abrirse. Cuando el sastre está en su taller, allá donde la intimidad está negada por el trabajo, su mirada rebota contra las piezas de tela, contra las habitaciones a las que no tenemos acceso, contra los cuerpos indescifrables de los próceres de la ciudad. Cuando está en su refugio de la montaña, aparece en una casa rodeada de nieve, aislada, y en un cuarto donde solo hay una mesa de mármol, o eso creo, y un gran congelador. Ahí guarda a sus víctimas convertidas en trozos de carne que luego come como en un ritual, con mantel y cubiertos, con especias y vino tinto. Varios circuitos cerrados se apuntan ahí. El deseo sexual se convierte en el acto de matar y luego en el de comer, una economía de la subsistencia más elemental, de la satisfacción de los apetitos básicos, que está irrenunciablemente ligada al acto de cortar telas como se corta la carne, cruda o cocida, y por lo tanto que une también trabajo y ocio, de modo que el ocio aquí se presenta sin ambages como la continuación del trabajo por otros medios. Matar y comer carne humana es una metáfora del funcionamiento del ciclo laboral, y todo vuelve a empezar, como en las calles del casco viejo.

la-herida

La herida (2013), de Fernando Franco, también une de manera radical el espacio del trabajo y el de la vida privada. La protagonista, Ana, es una conductora de ambulancias que sufre un grave trastorno de la personalidad, es enfermera y enferma, cuida a los demás y necesita que la cuiden. Su oficio, pues, existe porque existen personas como ella, y nunca puede salir de ese círculo. Por lo demás, da lo mismo que esté en su casa o en el trabajo, en una boda o en un bar: todo transcurre siempre en su cabeza, está encerrada en ella, y en ella también encierra el mundo circundante. De nuevo, la confusión es absoluta, pues en un instante se puede pasar del miedo a la piedad, de la agresividad al deseo; los senderos mentales que unen esas experiencias son cortos y están interconectados, por mucho que a veces no se encuentre el camino de salida. El mundo exterior y el mundo interior de Ana son clónicos, como si su entorno repitiera, por extraños caminos, lo que sucede en su mente en forma de mapa siempre idéntico a sí mismo. El trabajo, como un espejo, le devuelve la imagen de su enfermedad, y su enfermedad la devuelve siempre al trabajo, donde se encuentra con sus verdaderos semejantes. El trabajo le ha creado la ilusión de un mundo en el que las imágenes son pocas y repetitivas, le limita las expectativas para que no pueda salir de ese agujero. Por ello, quizá, Fernando Franco la aísla siempre en primeros planos móviles que la siguen a todas partes, de manera que el exterior solo existe como fuera de campo amenazador que de vez en cuando se manifiesta en otros rostros que son el producto de su mirada, que se dan a ver por medio de un desplazamiento de la cámara que va de su rostro al rostro del otro. Pero ese quizá no sea el verdadero fuera de campo de La herida: el verdadero está más allá y es la felicidad, como también le ocurre a Carlos en Caníbal.

Hurguemos ahora en una película de apariencia muy diferente, que se titula Gente en sitios (2013) y que ha dirigido Juan Cavestany. Aquí parece que hay un desprecio absoluto por la forma, por lo que está o no está fuera de campo, por cualquier tipo de elegancia o cualquier decisión de puesta en escena, si es que existe algo parecido a la puesta en escena. O mejor: aquí hay otro tipo de forma, una forma agresiva para con el espectador, que no lo deja en paz. Se trata de varios pequeños episodios, de duración variable, a veces conectados entre sí por misteriosas asociaciones. Y lo curioso es el modo en que Cavestany empieza por los más cómicos para ir ensombreciendo poco a poco su película y llegar a territorios próximos a David Lynch, como ha señalado casi todo el mundo. Pero hay algo más, referido a esas interconexiones entre episodios. A veces algunos personajes van apareciendo puntualmente en diversos episodios, y otros reaparecen en otros que ya no les pertenecen, agotada su intervención en otro anterior. El fotógrafo que toma instantáneas de algunas imágenes es el mejor ejemplo del primer caso, mientras que el tipo que desaparece en el maletero de un coche y luego reaparece en otro contexto, con otros personajes, ilustra el segundo. En ambos, lo que importa es la intromisión desde un lugar que no conocemos. ¿De dónde vienen? ¿Por qué invaden ese espacio?

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Gente en sitios debate acerca del origen del humor, de la risa, y también de la inquietud. ¿Dónde están cuando no se les convoca? ¿Por qué a veces se convoca a uno y aparece el otro o viceversa? ¿Y cómo incide eso en las expectativas del público? El mundo que dibuja es el nuestro, pero a la vez es una visión absurda del lugar en que vivimos. Permanecemos en sitios que no son los nuestros, que no nos dejan avanzar, que nos clavan al suelo, y enfrentados a gente con la que no queremos hablar, enredados en un discurso inútil que, por si fuera poco, ya ha perdido todo sentido, ya no tiene reglas. Mientras nuestro discurso sobre el cine está en una nube que es un fuera de campo absoluto, nuestro discurso sobre la vida habita una zona inestable que es un fuera de campo relativo, un no-lugar que está y no está, que está a poco que alarguemos la mano y ya no está si dejamos de interesarnos por lo que hay más allá del cuadro. Caníbal es la historia de una invasión, la que lleva a cabo ese fuera de campo relativo respecto al espacio cotidiano, Alexandra invadiendo el espacio de Carlos y llevándolo a su terreno, el de un amor imposible. Alexandra, en fin, no podrá salirse con la suya porque el campo está dominado por una intranquilidad, por un malestar que no deja sitio para otra cosa, que prefiere autodestruirse antes que ceder. La herida no permite la intrusión de ese fuera de campo relativo porque su propio relativismo inquieta a Ana, portadora de una visión del mundo rígida y sin matices. Ni para Carlos ni para Ana existe esa zona inestable de la que hablaba, no la quieren ver, por mucho que rija el fluir de la vida y permita la existencia del fuera de campo absoluto, del pensar, de esa nube a disposición de todos. Gente en sitios, por el contrario, se zambulle de lleno en ella para explorarla, se deja penetrar por el caos para permitir la supervivencia de una imagen caótica. ¿No estamos en una cierta definición de determinado cine español contemporáneo cuya mayor virtud, o una de ellas, es su obsesión por demostrar que todo eso existe, que hay más fuera de campo tras el fuera de campo tradicional y que en esos espacios también se juega el destino de las imágenes?

 

© Carlos Losilla, octubre 2013