San Sebastián 2013: Prisioneros / Devil’s Knot / L’image manquante
El fuera de campo absoluto
San Sebastián, segunda quincena de septiembre. Nunca había vivido un festival con tanto calor, tanta humedad. Al lado del río, enfilando el camino desde el hotel hasta el Kursaal, hay una bruma extraña, una temperatura agobiante, un ambiente turbio. Pienso en el modo en que se ven las cosas cuando el clima se enrarece de esta manera. Para empezar, no se ven, o se ven muy poco, o yo no soy capaz de verlas. Debo entornar los ojos para ver más allá de las vallas publicitarias del María Cristina. Otros años, cortinas de lluvia han impedido la visión, ráfagas violentas que, en el puente, se convertían en un pequeño huracán de agua y viento. Hoy todo está en calma, demasiada calma, y es el temblor mínimo de las cosas el que no deja ver.
Reparo, ya hacia el final de esta edición, en tres películas muy distintas que me han hecho pensar en este deseo de ver. Tres películas que ocultan algo para luego recrearlo, y que el espectador lo recree. Esa imagen que no existe pero a la que podemos dar forma. Todo thriller de misterio tiene eso: ¿dónde se agazapa ahora el asesino? ¿En qué zona oscura se mueven los villanos? Y sobre todo: ¿dónde están los desaparecidos? ¿Cómo fue el crimen, cómo los mataron? Es una imagen enojosa, cruel, que a la vez nos atrae y nos repele. Queremos ver el momento de la muerte, del asesinato, por un morbo extraño que no aceptamos. En el fondo, es algo más: no queremos que la película nos oculte cosas, pero si nos las muestra de un modo ostentoso, decimos que hace trampas. El deseo y la moral. El deseo del cine y la moral del cine. El primero no tiene límites, es obsceno, lo quiere todo. La segunda pone fronteras, dice qué está bien y qué está mal, incluso en el territorio de la estética. Hay una estética moral y otra moralista. No debería darnos miedo decir que la estética de Godard, de Straub-Huillet, de Bresson es moralista: dice lo que hay que hacer y lo que no, o por lo menos eso creemos. En cambio, la estética de Brian De Palma, de Fassbinder, de Cukor, es moral: una moral del exceso que es una llamada al desorden. Buñuel también era un conservador de las formas (las conservaba, celosamente, como si fueran escasas), mientras que Sirk las dispendiaba.
Pero volvamos a esas tres películas de San Sebastián, tan diferentes entre sí. No deberían serlo, en principio, Prisioneros (Prisoners, Denis Villeneuve, 2013) y Devil’s Knot (Atom Egoyan, 2013). Por lo menos estas dos. Pues se trata de dos thrillers de misterio, como decía, cuyo punto de partida es el mismo: la desaparición de unos niños en una pequeña ciudad estadounidense. Pero la película de Egoyan está basada en un hecho real muy conocido, sobre el que existen varios documentales, por lo que ya sabemos que no tiene final al modo hollywoodiense, es decir, no hay solución, no hay castigo, no hay redención. En la película de Villeneuve, pura ficción, se conoce a los culpables, pero también hay algo que queda en el aire: un tipo que huye y del que no sabemos más, una mirada a la oscuridad (a la duda: esto no ha acabado) en el último plano, de manera que no todo se soluciona. Digamos que esta voluntad de no dar nada por cerrado es propia del cine contemporáneo: si apenas sabemos de nosotros mismos, ¿cómo vamos a saber de los demás?; si nada es un relato cerrado, ¿por qué el cine debe armarlos? Pero Villeneuve es un cineasta superficial, que obedece a la estética de su tiempo sin demasiado criterio: otra película suya presentada en el festival, Enemy (2013), habla del tema del doble como quien habla del tiempo que hará mañana, sin preocuparse de si este calor nos dejará ver más allá o no. En cambio, Egoyan sabe de lo que habla, ha hablado ya en otras ocasiones de eso. Su película se colapsa inevitablemente, pero de tanto pensar en su tema y en cómo darlo a ver.
Prisioneros habla del lugar (oculto) del crimen e incluso nos lo muestra: un sótano excavado en un jardín donde los niños están encerrados. Finge ser consciente de la inefabilidad de ese sitio y de esos hechos pero luego parlotea acerca de ellos, incluso busca sustitutos visuales que redunden en ello. Ya que no podemos ver cómo maltratan a los niños, veremos cómo un padre airado tortura a uno de los secuestradores. Ojo por ojo, plano por plano. La moral del padre se convierte en la economía del relato, que se hace irreal, y más en tiempos de crisis. En cambio, Devil´s Knot merodea explícitamente por ese agujero negro, nunca lo deja ver pero alude a él mediante conjuros extraños, alusiones misteriosas, como si nadie se atreviera a nombrarlo pero todo el mundo se viera en la obligación de referirse a él, de señalarlo con un dedo enmudecido, con la boca cerrada. Hay en la película de Egoyan una verdadera obsesión por ese lugar y ese momento, por el modo horrible en que se produjeron los hechos, en que alguien asesinó a tres niños. Y una imagen recurrente: un amigo suyo que afirma que solo él sabe lo que pasó a partir de cierto momento, y lo dice desde una pantalla, sentado, declarando. Esa imagen será obsesiva para el personaje de Colin Firth, un investigador que no desea otra cosa que desentrañar el caso, quizá porque no puede desentrañar su propia vida —es uno de los personajes más melancólicos que he visto en una pantalla últimamente, portador de una tristeza genuina, muy distinta a la impostada que sufre el mismo actor en Un largo viaje (The Railway Man, Jonathan Teplitzky) que también se vio en San Sebastián—. Por lo demás, lo que parecen desvíos o divagaciones de la película son, en el fondo, intentos de recrear ese instante. Podemos hacerlo a partir de unas manchas de sangre cerca del baño de un restaurante de carretera, adonde entró un hombre negro lleno de barro, el mismo del que se extrajeron los cadáveres. O a partir de la que constituye la primera imagen de la película, luego recurrente: una tubería enorme, monstruosa, en medio del río. Incluso hay un momento digno de Buñuel, de ese Buñuel conservador que hubiera querido conservar esa imagen para sí, no compartir su significado: Colin Firth sueña que uno de los niños va en bicicleta, los cordones de sus zapatos se enredan en la cadena y ello provoca que el tobillo y la muñeca, al intentar zafarse, queden atados en la misma posición que se ha encontrado el cadáver. Fantasía benéfica del sueño, del cine, que nos libraría del horror, pues todo habría sido un accidente. Imagen que no tiene ninguna consecuencia en el resto de la película, pues es solo una especulación onírica que Egoyan da a ver por pura honradez.
Allá donde Prisioneros busca soluciones, a pesar de su actitud expectante, Devil’s Knot quiere complicar aún más las cosas, sabe que esa imagen siempre debe permanecer al margen pero no deja de aludir a ella, no tanto para resolverla como para ocultarla todavía más entre las especulaciones. Las verdades más horribles no aceptan un final sino que siempre recomienzan, como una pesadilla. Devil’s Knot fracasa como película de misterio, incluso como película judicial, allá donde triunfa como especulación sobre la imagen real que buscamos y nunca encontramos, uno de los temas mayores de la obra de Egoyan. En cambio, Prisioneros fracasa en ambos casos porque solo le interesa, como ocurre con Enemy, la epidermis del relato, acicalarla, empolvarla, presentarla con aspecto pulido y reluciente. Y en esa superficie no cabe amontonar imágenes, confundirlas, sino seleccionar las que se creen más bellas, que suelen ser las que dicen menos, porque lo que dicen se acaba en su propia enunciación.
Hay algo de eso en la tercera película de la que os quería hablar, L’image manquante, donde Rithy Panh se refiere al genocidio camboyano de los años setenta desde una doble perspectiva que en realidad es una sola: lo que él mismo vio, lo que no se puede representar. El hecho de verlo pertenece a la memoria, mientras que la no-representación obedece a la ausencia de, precisamente, imágenes de aquel momento, de lo que el cineasta y su familia vivieron siendo él muy joven en un campo de trabajo de los jemeres rojos. Hay un elemento clave: los hechos se reconstruyen mediante figuritas de barro, como si fueran dibujos animados que toman posesión de la pantalla. Pero, claro, con figuritas de barro no se pueden hacer según qué cosas, no se las puede hacer sufrir, ni llorar, ni morir. O sea que eso, inevitablemente, se escamotea al espectador del mismo modo que se escamoteó al joven cineasta en ciernes, pues luego ya solo encontró imágenes oficiales, desfiles, apariciones de Pol Pot… Esa impotencia es bella, no obstante, mucho más que los esfuerzos de Villeneuve por representar el miedo. En ese gesto inocente, en esas figuritas, está inscrito un infierno que quizá no haga falta explicar, pues lo adivinamos a su través. Podría decirse que todo es producto de una operación de montaje, pero también de superposición, no tanto de situar las cosas una al lado de otra como una encima de otra, como si hicieran el amor. Al igual que los kinetoscopios, que al girar inventaban la sobreimpresión, la película de Panh da vueltas sobre sí misma para que lo veamos todo en un solo plano: el pañuelo de los jemeres en blanco y negro y los colores chillones de las figuras dan lugar a un monstruo que es lo que se quiere que veamos. Y de hecho lo vemos, en una dimensión que ya no es la que esperamos del cine, pero que sí pertenece al cine: la dimensión que produce el cine más allá de sí mismo.
En ese territorio alejado del cine pero que le pertenece quizá más que ningún otro (la fantasía producto del cine) se mueven las posibilidades, el abanico de imágenes que pudieron ser y no fueron, o que pudieron ser en el momento de la proyección y solo son más tarde, cuando tiene lugar el estallido, la chispa que deja paso a la aparición de esa fantasía. Como las pequeñas nubes de calor que apenas me dejaban ver el Kursaal, esas otras se alojan en algún lugar de la memoria para resurgir cuando se piensa de nuevo en la película, ya no pertenecen a ella, sino a las operaciones mentales (a veces involuntarias) que hacemos con ella. Por eso las películas de Egoyan y Panh se parecen tanto: aluden a algo que no puede estar en la imagen (el infanticidio, el genocidio) intentando fabricarlo en otro lugar, por medio de alusiones que debemos recoger y moldear. Es el fuera de campo absoluto, más allá del fuera de campo.
© Carlos Losilla, octubre 2013