La veteranía en el Festival de Las Palmas 2016

Memoria y vitalidad en la edad madura

 

La visita a cualquier evento cultural en el que conviven diversas propuestas de forma simultánea, y/o que permiten a los asistentes elegir entre distintos caminos dentro de su oferta, está siempre sujeta a una estimulante combinación entre el azar y los intereses y el conocimiento previos del visitante, condicionada, evidentemente, por la línea programática de los organizadores. La 16ª edición del Festival Internacional de Cine de Las Palmas de Gran Canaria, celebrada entre el 4 y el 13 de marzo de 2016, arrancó para quien esto firma con la proyección de Visita, ou Memórias e Confissões, de Manoel de Oliveira, película fechada en 1982 y cuya proyección pública fue vetada por el propio cineasta hasta después de su fallecimiento, acaecido en 2015. En ella, Oliveira, nacido en 1908, ofrece un retrato íntimo de su casa y de su persona sin desperdicio, que no solo se revela como una imprescindible argamasa para complementar su obra pasada (no muy cuantiosa en aquel momento en lo concerniente al número de largometrajes realizados), sino que anticipa asimismo el florecimiento de su actividad posterior, que le mantuvo trabajando a un ritmo felizmente imparable hasta el final, y entregando un buen número de obras maestras.

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Una imagen correspondiente a una de las proyecciones de Las Palmas 2016

La película resulta útil y reveladora no solo para aficionados al cine de Oliveira, sino para cualquier persona interesada en el arte en general. En ella, el cineasta portugués nos enseña su hogar (y no solo el suyo) y se dirige a nosotros con extremada sencillez (la de los grandes maestros), despojada de toda ínfula o retórica sentimentaloide, para hablarnos de su niñez y de sus raíces familiares, compartiendo con nosotros recuerdos, y declamando reflexiones esenciales a nivel creativo y filosófico. En sus tan breves como certeros apuntes tras el pase de la película en Cannes, Carles Matamoros cita a Orson Welles, y lo cierto es que, como ocurría en el caso del estadounidense, la presencia de Oliveira ante la cámara resulta imponente, y el modo en el que conduce al espectador a través de las imágenes y sonidos, invitándole a observar, a recordar y a reflexionar, nos remite a una obra crucial como Fraude (F For Fake, 1973), donde Welles también ofrecía un libérrimo ensayo en el que interpelaba directamente al espectador y abría la puerta a reflexiones de distinta índole, entre lo autobiográfico y lo universal. Un trabajo que, como el de Oliveira, también anticipa el posicionamiento demiúrgico de Godard en las colosales Histoire(s) du Cinéma (1988-98). En varios de los planos de Visita, ou Memórias e Confissões podemos ver a Oliveira dirigiéndose a nosotros en su escritorio, sentado frente a una máquina de escribir, un objeto que también está muy presente (particularmente a nivel sonoro) en las Histoire(s), y que conecta directamente con el universo analógico, con el pasado, desde una perspectiva que aúna modernidad y atemporalidad.

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Visita, ou Memórias e Confissões (Manoel de Oliveira)

Tras un arranque tan deslumbrante, la programación del Festival ofreció otros títulos que nos demuestran la importancia de reparar en la edad madura, también como culminación de la creatividad de un cineasta. Una etapa vital muchas veces ausente tanto delante como detrás de la cámara, que fue atendida por films que dibujaron un coherente y sustancioso trayecto dentro de las diferentes secciones del certamen. Así, el apartado Canarias Cinema ofreció obras muy diferentes que compartían el retrato de seres humanos que afrontan los últimos años de la existencia y/o las consecuencias del envejecimiento. La segunda película que pude ver en Las Palmas fue El barbero, en la que Francesca Phillips nos acerca a la cotidianeidad de Pepito, que pasa buena parte de sus días en su pequeño local de Teror (Gran Canaria), lugar en el que el tiempo parece haberse detenido hace décadas. La directora planta su cámara en el interior del establecimiento, observando los objetos que se acumulan en él (como si de estratos sedimentarios se tratase), y permitiendo que nos recreemos en el ambiente sereno de la barbería, cuyo habitual silencio solo se ve interrumpido por escuetos diálogos del protagonista con sus amigos y conocidos, así como por las conversaciones de gente que pasa por delante del negocio, y que Phillips capta al vuelo y solo parcialmente, respetando el punto de vista (en este caso más bien punto de oído) de Pepito. Resulta emocionante compartir el tempo vital del barbero, a quien podemos observar blandiendo la cuchilla minuciosamente una vez más (inevitable pensar a cuántas personas habrá rasurado en sus más de ochenta años de vida) ante los escasos clientes que aún visitan su negocio, que irremediablemente echará el cierre poco después. Si la casa del cineasta (Oliveira) contiene una exuberante cantidad de libros, objetos y películas de su archivo personal, el local del barbero acumula asimismo enseres que dan fe de su trabajo artesanal a lo largo de los años. Me resultó inevitable establecer un vínculo entre los dos espacios, pues ambos exudan una enorme riqueza a su manera, y tanto en las paredes de los edificios como en lo que contienen queda impresa la huella de sus respectivos desarrollos humanos y profesionales, quizás en el fondo no tan divergentes, a lo largo del tiempo.

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El barbero, de Francesca Phillips

El cineasta tinerfeño Víctor Moreno (Edificio España, 2014) presentó a su vez Ave feliz, una breve pieza de ficción que también describe a un personaje ya curtido, inmerso en un ambiente rutinario, reconfortante a lo Jacques Tati (por su condición de estampa costumbrista de barrio), también silencioso e irónico a lo Aki Kaurismäki, pero dominado en todo momento por la presencia de un aparato de televisión. Más allá de su sutil sentido del humor, a la vista del trabajo de Moreno es posible comprobar cómo, desde nuestra perspectiva actual, el televisor constituye ya un objeto del pasado, pero que aún rompe el silencio de tiempos pretéritos en los que el cine era el único modo de acceder a imágenes en movimiento acompañadas de sonido. La cuestión es que, aunque su presencia sigue fagocitando la atención allá donde esté encendido, el televisor permitía durante su reinado en solitario como fuente doméstica de imágenes el mantenimiento de un cierto nivel de armonía, el cual se ha visto superado, hoy en día, por la multiplicación de estímulos audiovisuales a través de dispositivos móviles de toda índole. Las referencias a la tecnología moderna están sin embargo ausentes en Juana, obra filmada a cuatro manos por Miguel G. Morales y Silvia Navarro, quienes construyen una sugerente concatenación de estampas de la existencia de una mujer de avanzada edad que habita un entorno rural, y en las que la presencia de la muerte ya parece palparse, respirarse.

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Ave feliz (Víctor Moreno)

Mucho más ligero (si bien solo en apariencia) resulta el acercamiento a la edad madura de Desayuno con pastillas. En este cortometraje, Zac73dragon (seudónimo con el que firma José Víctor Fuentes) retrata a sus propios padres una mañana, en el jardín que hay frente a su casa. El efecto derivado de observarles mientras eligen y discuten sobre las diferentes píldoras que ella ha de consumir resulta sin duda hilarante, pero bajo esta primera capa se intuye la intención del cineasta de emplear su cámara para algo más: documentar el instante que se escapa, en un intento de frenar el paso inexorable del tiempo por sus progenitores (y por sí mismo). Otro film visto en Canarias Cinema y que, ya desde el título, anuncia su relación con los anteriores es Viejo. Dos únicos planos fijos con la presencia de un personaje veterano (encarnado por el también cineasta Rafael Navarro Miñón) en una verbena le bastan al debutante Christian Lage para señalar, entre otras cosas, el papel crucial que el factor edad sigue jugando dentro las relaciones sociales que se establecen en ambientes festivos y, por supuesto, la sempiterna dificultad para que juventud y madurez lleguen a interactuar. En el magistral primer episodio de El placer (Le plaisir, 1952), citado por Godard en un no menos grandioso satélite de las Histoire(s) titulado De l’origine du XXe siécle (2000), Max Ophüls retrata un baile parisino donde un misterioso enmascarado (en realidad, un anciano) trata de hacerse pasar por un mozalbete para flirtear con las chicas del lugar. En la pieza de Lage, el protagonista pasa totalmente desapercibido por la gente que le rodea, en su mayoría bastante más joven, y de ese modo deviene una (quizás involuntaria) actualización estática y silenciosa de aquella memorable danza ophülsiana.

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Viejo (Christian Lage)

Aunque aún en vida, el protagonista de Viejo deambula por el entorno en el que se encuentra como si se tratase de un espectro, y en la sección Canarias Cinema pudieron verse otras variopintas historias de fantasmas. Así, El retrato de Antonio, de Cayetana H. Cuyás, establece una evocadora ósmosis entre el recuerdo que guardan de una persona desaparecida sus conocidos y la imagen que de ella se conserva a través de una pintura, y que refleja la particular visión artística del autor de la misma. En el tan breve (2 minutos) como contundente Agujero, Amaury Santana se asoma a la Sima de Jinámar (Gran Canaria), donde ciudadanos partidarios de la República fueron arrojados y sepultados, y entrega una obra cuya nada discursiva elocuencia, al recuperar la memoria de personas exterminadas por el franquismo, tiende puentes formales y temáticos con los trabajos de Ramón Lluís Bande, que tienen una última cima en el que, a mi modo de ver, ya constituye un díptico elemental sobre la Historia no oficial de nuestro país: Equí y n’otru tiempu (2014) y su no menos imprescindible complemento El nome de los árboles (2015). Por su parte, la joven actriz y cineasta francesa Marine Discazeaux estrenó Le poids des ailes, una narración en primera persona (a través de carteles sobre fondo negro) acompañada por un emotivo collage de imágenes y música que, concebido como un auto-recordatorio personal e incluso terapéutico, logra rebasar ampliamente los márgenes del diario fílmico, alcanzando lo universal a partir de lo particular mientras reconstruye desde el presente la presencia fantasmal de personas que han dejado una huella indeleble en su existencia. Por último, no podemos dejar de destacar en esta sección el cortometraje Fiesta de pijamas, de David Pantaleón, que a través de un sencillo pero efectivo juego de máscaras, nos permite visualizar otro tipo de fantasmas, aquellos que la gente de a pie no puede ver en la vida real, pues habitan en otra esfera, pero que, sin embargo, la condicionan continuamente con sus actos y decisiones.

Agujero (Amaury Santana)

Agujero (Amaury Santana)

Además de ofrecer obras centradas en la madurez, el paso del tiempo y los fantasmas, el Festival de Las Palmas albergó asimismo propuestas que nos permitieron mirar el mundo a través de los ojos de cineastas veteranos. Autores que, como sucedía (de forma aún más acusada) en el caso de Oliveira, proceden de otro tiempo y manejan referentes culturales y estéticos que nos ayudan a mantener vínculos con el arte y la cultura pretéritos, algo esencial para completar el mapa audiovisual del presente. Destacamos dos de ellos. El primero es Otar Iosseliani, cuya Chant d’iver tuvo su estreno en España dentro de la Sección Oficial del certamen, y supuso el agradable reencuentro con el reconocible y peculiar estilo cinematográfico del octogenario cineasta georgiano, continuador de la tradición de la comedia de sketches desarrollada por cineastas como (de nuevo) Tati. Contando en el elenco coral con intérpretes como Pierre Étaix (quien fuese pieza clave en la construcción de Mi tío – Mon oncle, 1958, Jacques Tati), Iosseliani vuelve a encadenar una colección de sus habituales viñetas, a las que imprime, desde la puesta en escena, un distanciamiento que permite al espectador recrearse en los movimientos y la gestualidad de los personajes. Viñetas en apariencia sencillas pero en el fondo nada obvias, que fluyen con ligereza mientras avanzan y retroceden en el tiempo, y mediante las cuales Iosseliani imprime su personal perspectiva sobre la humanidad en general y sobre el mundo de hoy en particular, que podría asociarse, por su carácter descreído, con la de maestros como Luis Buñuel en los últimos compases de su carrera.

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Chant d’hiver (Otar Iosseliani)

La libertad absoluta de quien vislumbra ya el final de su carrera y no ha de rendir cuentas a nadie es una de las características más refrescantes de Cosmos, proyectada en la sección Panorama y que constituyó el regreso a la dirección, tras tres lustros, del cineasta polaco Andrzej Żuławski, fallecido el 17 de febrero de 2016. Encontramos de nuevo aquí esa ligereza en el retrato de un universo cotidiano caótico donde nada resulta ya trascendente o, lo que es lo mismo, cualquier cosa puede serlo, y en el que (por escoger uno de sus muchos detalles insólitos) hasta una acción tan excéntrica como la inserción de palillos en unos guisantes caídos bajo la mesa revela su carácter extraordinario. La ironía que destila el film hace que las numerosas citas (con Ophüls y Pasolini entre las cinematográficas) que contienen sus altamente imaginativos diálogos se integren en la narración de forma armoniosa y vuelen alto, no resultando pedantes en ningún caso, logro que solo está al alcance de cineastas de la talla del también mencionado Godard. Un inspirador y jovial torbellino de situaciones, reflexiones y emociones que, sin dejar de ser fiel a la particular forma de encarar la creación artística que Żuławski ya había mostrado en obras pasadas (cf. el uso intempestivo de música no diegética), acerca su obra final al cine más inquieto, arriesgado e iluminador de los últimos años, de Pierre Léon a Vincent Gallo, con cuya obra de debut, Buffalo ’66 (1998), guarda similitudes en su hipnótico desenlace.

 

© Alejandro Díaz Castaño, marzo 2016