Evolución del cuerpo del actor

Vacío, fantasma, superficie

* Este artículo forma parte del Especial sobre la política actoral

Hay una diferencia fundamental entre el hecho de actuar y el de dirigir. Mientras el director o la directora se encuentran en el exterior de lo que nos es dado a ver, el actor o la actriz ocupan ese espacio, o mejor, se ocupan de él. Quien dirige no está allí; quien actúa se muestra y se exhibe. A veces, sin embargo, cuando ambas ocupaciones coinciden en una misma persona, esa distancia, y esa distinción, quedan abolidas. Entonces, se produce una extraña situación. Quien actúa y dirige a la vez está y no está ahí, como si en ese acto de darse instrucciones a sí mismo se convirtiera en un fantasma por partida doble. Vemos un cuerpo que ha sido instruido pero no el proceso de la instrucción. Y vemos también el cuerpo del instructor pero no como tal, sino como si estuviera poseyendo al otro cuerpo. Actuar es sentirse poseído, como lo es igualmente escribir, y en el caso de actuar y dirigir a la vez no hay exorcismo capaz de expulsar al invasor.

Pero hay que insistir en que quien dirige, por lo general, no está allí. Se encuentra fuera del plano, observando atentamente a quien actúa. Y, sin embargo, también el actor o la actriz influyen en él. Lo que hacen o dicen es objeto de una asimilación, por parte de quien dirige, que a veces lo lleva a cambiar de planes. La voz de un actor puede que le sugiera reconducir al personaje hacia otro territorio, situarlo en otro espectro de intenciones. O, en ocasiones, eso ya tiene lugar desde el principio, desde el momento en que un determinado director trabaja con un actor, por ejemplo, que sin duda otorgará otra coloración a lo que ocurra en pantalla. Cuando, en los años cincuenta y sesenta, John Ford dirige a John Wayne, este siempre le aporta algo adicionalmente sombrío. Cuando, en los últimos años, Hong Sang-soo dirige a Kim Min-hee, ella le regala ligereza, le resta solemnidad. El actor, pues, puede ser también autor, pero ¿solo a medias?

Hay un momento en la historia del cine en que el actor y la actriz pierden sus atributos divinos y empiezan a moverse en un vacío inquietante. Eso no tiene nada que ver con el star system, o solo de una manera colateral. En Luna nueva (His Girl Friday, 1939), Cary Grant dice del nuevo novio de su exmujer, interpretado por Ralph Bellamy, que se parece a “ese actor… ¡sí, Ralph Bellamy!”. ¿Es un chiste privado del director, Howard Hawks? Probablemente. Pero lo que más llama la atención es que, en ese momento, resulta inevitable que empecemos a mirar a Bellamy de un modo distinto. Sigue siendo su personaje y a la vez no lo es, pero tampoco pasa a ser únicamente el actor que lo encarna. Ni siquiera es algo intermedio, no llega a situarse entre la presencia y la ausencia, no tiene ese poder. La cámara lo muestra de la misma manera en que lo mostraba antes. Ha sido la palabra la que ha querido obrar la conversión, que por otra parte no ha tenido lugar. Pues el cine clásico tiene algo de inamovible, de impenetrable, que no permite cambio alguno. Hay cosas que se dicen o se sugieren que no tienen ningún impacto en lo que vemos.

Ralph Bellamy, Cary Grant y Rosalind Russell en «Luna nueva»                                        

Quizá por eso todo cambia cuando llegan los años cincuenta, cuando eso que llamamos “cine moderno” está a punto de suceder. Al principio de Melodías de Broadway 1955 (The Band Wagon, 1953), de Vincente Minnelli, un actor de comedias musicales en horas bajas que se parece mucho a Fred Astaire llega a Nueva York en el mismo tren en el que viaja la mismísima Ava Gardner as herself. Una nube de fotógrafos se arremolina en el andén de la estación y, cuando él empieza a creerse la causa de ese alboroto, el tumulto se traslada de repente hacia el vagón en el que viaja Gardner. Se trata, claro está, de un comentario mordaz sobre la fugacidad de la popularidad y la fama en Hollywood, dada la edad de ambos en aquel momento, pero no solo de eso. Viendo esa escena aparentemente banal, el espectador puede tener la sensación de que se ha producido una transmutación. De alguna manera, el actor en decadencia se ha convertido súbitamente en Astaire, mientras que Ava Gardner ha pasado a ser una actriz que interpreta a Ava Gardner, aunque casualmente sea la propia Ava Gardner. Y entre ambos, de nuevo aquel vacío, ahora lleno de sentido: lo que está en juego es la identidad, eso que Hollywood otorga y arrebata a placer, pero sobre todo eso otro que se desplaza entre el actor o la actriz y su personaje, viene y va y, en el cine moderno, nunca llegará a fijarse o estabilizarse. Cuando, inmediatamente después del equívoco, el actor canta una canción titulada By Myself (en el fondo estamos en un musical de la MGM), sabemos que se trata de la reivindicación de una ilusión: en ese momento de la historia del cine americano, nadie es alguien por sí mismo.

Ava Gardner «as herself» en «Melodías de Broadway»

Algunos años más tarde, en Con la muerte en los talones (North by Northwest, 1959), de nuevo Cary Grant, huyendo de sus perseguidores, se desliza trabajosamente por la fachada de un edificio, se introduce de pronto en una de las ventanas y va a parar a un dormitorio. En la cama, una mujer más bien madura se despierta por culpa del ruido y, mientras enciende la luz, ordena al intruso que se detenga. Cuando lo hace, ella se pone las gafas, contempla embelesada la figura que ahora tiene ante sí y su tono se suaviza. ¿A quién está mirando y admirando esa mujer? ¿A Roger Thornhill o a Cary Grant? ¿Al personaje o al actor? Sin duda, la escena vuelve a ser un comentario irónico, esta vez por parte del director Alfred Hitchcock, sobre la proyección mediática de las estrellas hollywoodienses, pero eso no es lo más importante. En el momento en que Thornhill se ve increpado por esa mujer anónima, deja de ser por un instante el falso culpable en fuga que en realidad es, para revelarse como Cary Grant, el actor con casi treinta años de experiencia a sus espaldas, el galán de éxito garantizado sobre todo entre el público femenino (el homosexual no era tenido en cuenta en absoluto en aquellos tiempos, por lo menos a efectos publicitarios). Insisto: solo por un instante, pues el gesto de respuesta de Grant no deja lugar a dudas. Tras el silencio de la mujer, él la riñe cariñosamente sin emitir tampoco una palabra. Como si le dijera: “¡Qué atrevida es usted!”. O como si le confesara: “¡Vaya, me ha reconocido, puesto que no soy Roger Thornhill sino Cary Grant!”. Al contrario que en Melodías de Broadway 1955, donde Fred Astaire quedaba marcado para el resto de la película como actor antes que personaje, en Con la muerte en los talones (North by Northwest, 1959) el reconocimiento, la anagnórisis, supone solo un inciso en el transcurso del relato. Tras esta interrupción, todo volverá a ser como antes y Thornhill seguirá huyendo de sus perseguidores como si no hubiera pasado nada.

Prueba de maquillaje y peluquería de Cary Grant en «Con la muerte en los talones»

En las postrimerías del cine clásico, pues, hay dos maneras de resquebrajar la fachada de quien se sitúa a este lado de la cámara. Hay veces, como sucede en Melodías de Broadway 1955, en que el actor queda al desnudo y la película se convierte casi en un documental sobre su frágil identidad. Hay otras, al estilo de Con la muerte en los talones, donde esa grieta es solo provisional y se reconstruye a sí misma con inusitada rapidez, restituye al personaje en las condiciones habituales del pacto hollywoodiense. El hecho de preguntarse quién es ese que aparece en la pantalla tiene que ver con su posible incidencia en el sentido que se desprende de esa compleja representación, más allá de aquel que haya querido otorgarle el director. ¿Son los actores solo ganado, entonces, como arguyó el propio Hitchcock? ¿Se hacen visibles solo para ocultar sus verdaderas intenciones? ¿Son una especie de fuerza en la sombra, de nuevo a efectos del sentido, que habla desde la distancia, desde el vacío creado? ¿Y es ese un vacío de poder?

¿Pueden contradecir, los actores y las actrices, los sentidos creados por la persona que se ocupa de la dirección? ¿O se trata solo de sentidos paralelos? ¿Son los años cincuenta el inicio de esa posible guerra sin cuartel?

En Melodías de Broadway 1955, el juego entre realidad y representación propuesto por Minnelli queda contrarrestado por la propia persona de Fred Astaire: no existe ni una cosa ni otra, solo una zona de sombra en la que todo se confunde. Y esa solo la puede crear el cine.

En Con la muerte en los talones, ¿es Thornhill un falso culpable, según querría Hitchcock, o su culpa real procede de querer ser a toda costa Cary Grant, de negarse a abandonar su vanidad de estrella?                          
El mismo año en que se estrenó Con la muerte en los talones, el Festival de Cannes bendecía la ópera prima de un prestigioso crítico francés, a su vez admirador de Hitchcock. En Los cuatrocientos golpes (Les 400 coups, 1959), de François Truffaut, un jovencísimo actor llamado Jean-Pierre Léaud miraba a la cámara, en el último plano, y la película congelaba ese gesto con intención ambigua. La pregunta, de momento, continuaba siendo la misma: ¿qué quiere ese actor, por qué se empeña en llamar nuestra atención? Pero ahora había algo más, que se confirmó en las películas posteriores de Truffaut y también en la carrera cinematográfica que, a partir de entonces, emprendió Léaud. Pues mirar a cámara no solo comprometía al personaje de Antoine Doinel, o al actor que lo interpretaba, sino al mismísimo director Truffaut. Al publicitar la película como más o menos “autobiográfica”, la identidad de Léaud quedaba puesta en duda, marcada a fuego por quien se situaba al otro lado de la cámara. Y ello influyó hasta tal punto en el actor que solo hay que repasar su filmografía hasta el momento para ver de qué modo Léaud nunca fue Léaud, sino otro vacío, un fantasma suspendido entre Truffaut y Doinel que llevó esa condición espectral a personajes que no tenían nada que ver con ninguno de los dos. 

«Los cuatrocientos golpes»

En la saga posterior dedicada a Doinel, en Antoine et Colette (1962) y Besos robados (Baisers volés, 1968), en Domicilio conyugal (Domicile conjugal, 1970) y El amor en fuga (L’Amour en fuite, 1979), Léaud forja poco a poco el arquetipo de un joven enamoradizo y frágil que nunca acaba de reconocerse a sí mismo. En la segunda de ellas, se planta frente a un espejo y repite varias veces su nombre y apellido, como si no estuviera muy seguro de que le pertenezcan. Al entregarse a ese vagabundeo mental, sin embargo, Léaud estaba fijando a la vez un punto de ruptura: nunca pudimos imaginarnos a Fred Astaire o Cary Grant haciendo eso, es decir, poniéndose en duda como generadores de personajes, repitiendo hasta la saciedad sus nombres de ficción para poder creérselos. Léaud nunca dejaba de ser Léaud, y eso se traslucía también en su gestualidad y sus modos interpretativos, que saltaron de director en director a base de establecer entre uno y otro solo pequeñas y sutiles variaciones.

«El amor en fuga»

Es imposible dejar de pensar, ante La mamá y la puta (La Maman et la putain, 1973), de Jean Eustache, que Léaud es algo así como una continuidad de Doinel, como si el personaje de Truffaut, entre Besos robados y Domicilio conyugal, hubiera pasado por la revolución del mayo francés con inquietantes resultados: su conmovedora ingenuidad se ha transformado en amargo desencanto. Pero, sobre todo, es Léaud quien sigue siendo el mismo aun habiendo cambiado. Su gestualidad es más áspera, pero no ha perdido la timidez que la caracterizaba chez Truffaut. Y además conserva ese desvalimiento que, por mucho que quiera esconder tras una fachada en apariencia cínica, sigue exteriorizándose a través de miradas huidizas, de movimientos retraídos, los mismos que reaparecen en Las dos inglesas y el amor (Les deux anglaises et le continent, 1971), del propio Tuffaut, a propósito de la cual podría decirse que Doinel viaja en el tiempo, hasta los inicios del siglo XX, para reencontrarse con Alexandre, el héroe malhadado de la película de Eustache. Cuando, al final, ese personaje observa su rostro reflejado en el cristal de un coche y se lamenta de su aspecto envejecido, no es ninguno de esos nombres quien lo hace, sino el fantasma de todos ellos, ese que ha dejado una huella indeleble en los espacios que creían controlar Truffaut, Godard, Eustache, Rivette y los demás cineastas con los que había trabajado Léaud hasta ese momento y a los que, de algún modo, había neutralizado como cuerpo que se impone con su implacable degradación biológica: nada importa ni paraliza más que la cercanía de la muerte. Pero ¿se trata realmente de un cuerpo?

«Las dos inglesas y el amor»

En cualquier caso, por eso es Léaud, y ningún otro, quien yace en una cama, moribundo, en La mort de Louis XIV (2016), de Albert Serra, no tanto la culminación espectral del cine moderno encarnada en su actor-fetiche como la proclamación de una evidencia que afecta al propio cine en tanto trasunto de la vida, a su condición de registro del envejecimiento y la desaparición física. Y eso no puede dejarlo traslucir ningún director, ninguna directora. Podemos entrever la decadencia de Ford, su melancólico acercamiento al final de todas las cosas en El hombre que mató a Liberty Valance (The Man Who Shot Liberty Valance, 1962) o Siete mujeres (7 Women, 1966). Podemos ver claramente al Hitchcock más anciano en La trama (Family Plot, 1976), donde llega a plantearse incluso un posible diálogo con otras dimensiones temporales. Podemos atisbar el final de las fantasías minnellianas en Nina (A Matter of Time, 1976), donde la confusión entre actriz y personaje llega a su límite, como si Liza Minnelli fuera ahí a la vez la heredera del cineasta y la que va a poner en duda sus métodos. Pero ningún director puede proporcionar una imagen de sí mismo tan rotunda, en pleno proceso de tránsito hacia la nada, como la que se desprende del cuerpo del actor en sus momentos postreros. Cary Grant quiso evitarnos eso, pero John Wayne lo arrastró hasta el final en El último pistolero (The Shooting, 1976), de Don Siegel, donde es su propia imagen en descomposición la que se adueña de la película. Y se puede seguir perfectamente el proceso de deterioro físico de Ava Gardner por lo menos desde La noche de la iguana (The Night of the Iguana, John Huston, 1964) hasta El pájaro azul (The Blue Bird, George Cukor, 1976), películas en las que el cuerpo en eclosión de Melodías de Broadway 1955 queda radicalmente negado como tal. Ni el vacío ni la distancia los impone Hollywood, sino el proceso de la descomposición celular. Mientras el director, en el fuera de campo, permanece incólume, puede que el actor o la actriz prefieran mostrarse como los preludios progresivos de una ausencia. 

La identidad que, en el cine, se hace ambigua o se desvanece tiene que ver con el desguace de su parte más visible, con la desintegración del actor o de la actriz.

Y, en consecuencia, no se trata tanto de escrutar la gestualidad o la apariencia del actor como de ir más allá y dilucidar las distintas capas de sentido que lo recubren, qué hay entre ellas, de dónde salen esas secreciones de la identidad, cuántos niveles de tiempo se amontonan en ellas. El actor cinematográfico es una superficie plana en movimiento que tiene las propiedades de un cuerpo, o que nos las hace imaginar.

«La mort de Louis XIV»

En algunas películas de Tsai Ming-liang, el actor Jean-Pierre Léaud deja de existir. Se interpreta a sí mismo, lo cual, en este caso, quiere decir que no desempeña ningún papel. Porque tampoco es Léaud, sino una superficie-cuerpo que no tiene asignada ninguna misión concreta excepto la de servir de recordatorio para los actores (iba a decir “para los demás actores”, pero hubiera sido incorrecto). Una memoria de lo que él fue (en la historia del cine) y de lo que ellos serán (en la historia de las superficies-cuerpo, todavía por hacer), pues de una memoria se trata desde el momento en que lo que ellos serán ya ha sido para otros. Una memoria de algo que se ha convertido en nada y de algo que por ahora es nada. Una memoria del vacío absoluto.

«Visage» (Tsai Ming-liang, 2009)

¿Cómo puede el actor ser autor si es solo ese vacío? ¿Y cómo puede serlo el cineasta si no tiene acceso a la manipulación de ese vacío excepto desde el exterior, para pasar enseguida a ser de nuevo invisible? Solo el tiempo actúa en las películas. Solo el tiempo las autoriza a existir y, al ejercer esa acción, se convierte en el verdadero autor.

 

© Carlos Losilla, octubre de 2020