El silencio de Lorna

Los Dardenne en la encrucijada

 

“Un cine sin estilo. Todo estilo es una caricatura, una similitud a uno mismo, un destino, una momificación, una victoria del necrófilo que llevamos dentro siempre dispuesto a cargarse lo que se mueve, lo que no encuentra su forma, su imagen. Un asesinato tiene lugar. La forma aparece. Es imposible escapar de ella y, sin embargo, algo debe escapar” (1). Así se manifestaba Luc Dardenne en esa curiosa mezcla de diario personal, cuaderno de notas y ejercicio teórico en la línea de las Notas sobre el cinematógrafo (Notes sur le cinématographe, Robert Bresson, 1975) que es Detrás de nuestras imágenes. Una sentencia que cobra más sentido ahora que cuando la escribió el cineasta belga, en el año 1993, cuando su hermano y él aún buscaban una manera de salirse de las formas y los rodajes convencionales para que su cine pudiese respirar, encontrase una fuerza que hasta el momento desconocía. 15 años después este texto hace resonar una nueva situación, el fantasma de la repetición, de la parálisis, en una trayectoria que ha hecho reconocible unos rasgos de estilo, una marca Dardenne que, si hacemos caso a la recepción crítica de El silencio de Lorna en el ya lejano Cannes 2008, amenaza con asfixiar sus nuevas películas.

Entre el placer del reconocimiento y el ansia de búsqueda, El silencio de Lorna aparece como una película con un buen número de puntos críticos, siempre a punto de descarrilar, una vez que la cámara sale (por lo menos para mitigar la atracción, sin acabar con ella del todo) de ese campo de gravedad que generaba siempre el cuerpo del personaje principal y que aseguraba la compacidad del resultado. Más lejos, el espectador puede ver más allá de los gestos de supervivencia, del aquí y ahora donde se consumían los esfuerzos de las criaturas de los Dardenne. Menos urgencia, y en contraprestación más trama, una intriga que ya no vemos solo desde dentro, en la vorágine, sino que arrastra desde fuera y de manera inexorable a sus protagonistas.

 Un cierto retardo, un aplazamiento se instala en la película desde una primera imagen que no solo introduce el dinero como principio rector del relato y elemento esencial de vinculación de los personajes, sino también una proyección hacia el futuro en forma de cuenta bancaria. Porque Lorna (Arta Dobroshi) es probablemente el primer personaje de los Dardenne que hace planes, cuya vida no se vive en puro presente, salvo quizás Olivier Gourmert en El hijo (Le fils, 2002), en donde el peso del pasado se deja sentir en todo momento. No sé si aquí se esconde esa madurez que Carlos Losilla (2) encontraba como punto de unión de un cierto cine reciente, que escapaba de la crispación a toda costa para abrazar una calma que antes no estaba ahí, pero sin duda un movimiento similar al descrito por Losilla anima El silencio de Lorna.

Pero el último filme de los Dardenne se juega también en otra dicotomía. Entre la rigidez de la estructura dramática y la fuerza del instante, del gesto vivo, inesperado. Y es así que en la primera parte del filme hay algo que chirría, que falla en la filmación de eso tan difícil que es la transformación de un personaje -allí donde, por ejemplo, toda la premisa de La vida de los otros (Das Leben der Anderen, Florian Henckel von Donnersmarck, 2006) hacía aguas. De la resistencia tenaz de Lorna a las llamadas de socorro de Claudy (Jérémie Renier) al compromiso absoluto con su salvación, de la inflexibilidad a la empatía. Mecánica artificiosa que hace aparecer paradójicamente los momentos de mayor fuerza emocional del filme, asociados a la intensa comunicación que se produce entre esos dos cuerpos, que transitan con gran agitación desde la violencia hasta una contagiosa alegría que se revela tan fugaz como la de un melodrama de Mizoguchi.

La lógica fatalista de los Dardenne deja huérfano al filme y lo rompe por la mitad con una elipsis brutal y dolorosa, que condena a Lorna a una progresiva caída en el mutismo (uno de los múltiples silencios que habitan el filme, más allá del silencio singular de su título). Poco que comunicar con unos personajes que no andan lejos del cliché, que funcionan como catalizadores de la reclusión de Lorna en sí misma, de una huida hacia adelante sin aparente rumbo. La desaparición del frágil Claudy cortocircuita esa fábula redentora que parecía construirse en la primera mitad del filme para avanzar hacia la más extraña historia de filiación que han filmado nunca los Dardenne. Lorna imagina la herencia de un cuerpo con el que se pierde, con el que puede continuar un diálogo cercenado. Y con ella los Dardenne toman aire, consiguen salir de la trampa que su propio guión les tendía, y filman un final deslumbrante de pura desorientación, de pérdida de referentes que nos gustaría pensar que abre nuevas expectativas sobre lo que estos cineastas pueden todavía ofrecer, por más que muchas voces parezcan ya dispuestas a enterrarlos.

 

(1) DARDENNE, Luc: Detrás de nuestras imágenes, Plot Ediciones, Madrid, 2006, p. 24.

(2) LOSILLA, Carlos: “Liverpool. Vientos de cambio”, Cahiers du Cinéma España, n.º 22, abril 2009, págs. 26-27.