El sadismo de Rossellini con Ingrid Bergman
By the time you read this letter, I may be dead
Entre 1950 y 1954, Ingrid Bergman interpreta seis personajes para Roberto Rossellini. Sobre cualquier consideración estética y temática, un motivo aparece como protagonista de la serie: el sadismo. A lo largo de ese lustro feliz, el director romano aplica sobre la actriz un catálogo surtido y refinado de tormentos.
Encontrar explicación a este hecho incuestionable sería trabajo de un texto que, en lo posible, discriminara psicología de ideología, instinto de norma, esposa de actriz. Es decir, hasta qué punto hablamos de placer o de mensaje. Y en el caso de la unión de ambos, cuál es causa y cuál es síntoma. La obra de Rossellini invitaría a pensar en la construcción moral como parte de un discurso. Pero en la carnalidad de los sucesos y en la capacidad del cine para revelar patologías, habita la duda razonable.
Uno de los principios básicos del sadismo, es disponer a voluntad de la libertad del otro. Ingrid se ofrece, Roberto ejecuta el rescate y lo pone en escena mediante la metáfora del campo de refugiadas de Stromboli (1950). Para un libertador sádico, la normalidad reside en creer que el liberado ha contraído una deuda. A salvo de la tiranía capitalista americana, Rossellini envía a las mazmorras italianas a una sueca que era cualquier cosa menos sumisa. Y la mazmorra rosselliniana tiene una forma predilecta: el hogar.
La luminosidad hiriente de Stromboli, tierra de Dios (Stromboli, terra di Dio, 1950) va apagándose, hasta morir en la oscura abstracción del oratorio de Juana de Arco (Giovanna d’Arco al rogo, 1954). En el camino, matrimonios italianos, ingleses y alemanes en los que la burguesía funde a negro. La encalada isla tirrena no invitaba a pensar en el melodrama puramente noir —digno del mejor Siodmak o Lang— de Ya no creo en el amor (La Paura, 1954). El costumbrismo ocasional y la frivolidad acomodada son sancionados con penitencia por Rossellini. Pero no hay mayor afrenta al orgullo sádico que la infidelidad. Rossellini no conoce piedad a la hora de castigarla. El adulterio es una humillación y las imágenes parecen clamar: ¡así pagas a quien te quitó las cadenas!
Aislamiento, incomunicación, repudio, escalada volcánica, el intento autolítico de un hijo, su pérdida, la depresión, un reloj biológico urgido, chantaje y luz de gas marital, conducta suicida. La mazmorra abandona el lenguaje figurado para abrazar el recto en Europa ‘51. Perdido el control sobre el sujeto, solo queda purgarlo. En los personajes de Bergman y como respuesta a las torturas, emerge junto a la rebeldía un extraño híbrido de comunismo y santidad. Esto es, el masoquismo: el éxtasis de Juana en la hoguera.
Faltaban pocos años para que Foucault redactara su hermosa descripción del hecho sádico: “La sinrazón convertida en delirio del corazón, locura del deseo, diálogo insano de amor y muerte en el supuesto de un apetito sin límites” (Locura y Civilización, 1960). Lástima que el pensador francés, en su acotación del sadismo como lenguaje del deseo, partiera de una premisa equivocada —o más apropiado, incompleta— al definirlo como un “hecho cultural masivo”. Nótese la cursiva. Porque esta breve y nada aclaratoria nota no pretende ilustrar la permeabilidad entre vida y obra, sociedad e individuo, ficción y realidad. Es una invitación a la espeleología, un descenso al inconsciente freático del cineasta. Pensar y hasta imaginar cómo el autor de Un espíritu libre no debe aprender como esclavo (1977), maestro e impulsor de la imagen didáctica, es maniatado y arrastrado al infierno de la naturaleza humana por los demonios biológicos.
P. D.: Nunca subestimen a un sádico, su parafilia soñada tal vez sea verte perseguir un pollo.
© Roberto Amaba, febrero de 2014