El luchador / Cisne negro

La Bella, la Bestia y el cuerpo como espectáculo 

 

“Herido fue por nuestra rebeldía y por nuestra iniquidad, sufrió el castigo que nos dio la paz y por sus llagas fuimos sanados”.

Cassidy en El luchador

 

En una escena de El luchador (The Wrestler, Darren Aronofsky, 2008), un fatigado Randy (Mickey Rourke) le muestra a Cassidy (Marisa Tomei) algunas de las cicatrices que mapean su cuerpo, fruto de su dilatada carrera como profesional de la lucha libre. Ella, fascinada, le pregunta si le duelen y él contesta que sí, que tan solo con respirar ya siente el dolor, pero que el hecho de oír los gritos del público le ayuda a sobreponerse y seguir adelante. Entonces, observando al hombre martirizado que se desvive por entregar su cuerpo a los deseos lúdicos del público, Cassidy, parafraseando el pasaje de La Pasión de Cristo (The Passion of the Christ, Mel Gibson, 2004) que encabeza este texto, compara la figura de The Ram (el seudónimo de Randy como wrestler) con la de Jesucristo.

Podemos descartar que Aronofsky buscara una equidad entre Randy “The Ram” Robinson y Jesucristo (el hecho de que recurra a una cita cinéfila y no de la Biblia es un gesto irónico en este sentido) o que quisiera darle una base religiosa a la película, pero lo cierto es que buena parte del discurso del díptico formado por El luchador y Cisne negro (Black Swan, Darren Aronofsky, 2010) se resume en esta frase. Como veremos, sí que existe un paralelismo entre los protagonistas de ambos filmes y Jesucristo: todos ellos son mártires en vida que encuentran en el acto último del sacrificio en público una salvación personal y colectiva que les otorga un carácter eterno. La imagen casi idéntica que vemos en el clímax final de las dos películas traza, a un nivel figural, este paralelismo entre los mártires de Aronofsky y el Cristo clavado en la cruz. Como él, estos personajes también alcanzan el cénit de sus vidas en este instante anterior a la muerte que, además, Nina (Natalie Portman) adorna con un liberador: “Ha sido perfecto”.

Aronofsky 1

El acto del espectáculo adquiere sentido en la mirada del público, así como en la capacidad de este para empatizar (al nivel que sea) con los sujetos del mismo. El sacrificio de Cristo es el símbolo de la salvación de la humanidad en tanto que, a través de la muerte del Hijo de Dios, quedan expiados los pecados del hombre —siendo el mayor de ellos el haber matado a su salvador y, además, el haber convertido su muerte en un espectáculo—.

La idea de salvación colectiva sugerida por Aronofsky en estas dos películas reside, precisamente, en la catarsis del espectáculo: ese momento en que dos individuos entregan su vida —literalmente— a un público que exige el máximo de los actores. Igual que en la escena bíblica de la crucifixión, es el pueblo —ergo el espectador— el que exige el sacrificio y el que conduce al protagonista hacia su muerte. La gran diferencia es que el sacrificio de Nina y Randy ante la mirada del público no conlleva la exhumación de ningún pecado. Sin embargo, sí puede considerarse un acto de salvación, pues este acto definitivo consuma y libera el deseo escopofílico del espectador: es la culminación de un placer visual que encuentra su máxima expresión en la contemplación del deterioro del cuerpo.

Pero las dos películas no solo se relacionan en este punto. Ambas presentan una agresiva puesta en escena del cuerpo humano que alcanza sus límites al servicio del espectáculo a través de dos disciplinas —el ballet y la lucha libre— más semejantes de lo que parece. Darren Aronofsky exprime al máximo sus personajes para plantear una doble alegoría que funde cuerpo y mente, hombre y monstruo, belleza y aberración, triunfo y derrota, placer y dolor.

 

La representación del arte dramático

Aristóteles habla del placer como actividad y fin en la vida, y defiende que la perfección de una actividad proporciona un placer y, por lo tanto, la felicidad. Según Aristóteles la naturaleza del placer es de orden teológico: es una forma pura —“no nace o deviene de una cosa cualquiera, sino que se disuelve en aquello de donde deviene, y el dolor es la destrucción de aquello de lo cual el placer es la génesis”— y una autoafirmación de la vida —“ambas cosas (placer y vida) parecen encontrarse unidas y no admitir separación ya que sin actividad no hay placer y el placer perfecciona actividad” (1). Dicho de otro modo, el placer es inherente a la actividad, no un estado circunstancial que pueda aparecer o desaparecer durante su desarrollo.

Esta asociación entre actividad y placer se manifiesta en la forma en que Randy y Nina se desviven por su disciplina, hasta el punto de que el resto de su vida (la familia, la posibilidad del amor, la amistad, etc.) es relegado a un segundo plano, pues representa una vía convencional de buscar una felicidad impostada. En la práctica de la lucha libre y del ballet, ellos encuentran su propio mundo, un lugar donde son capaces de autoafirmarse por lo que son. Durante un tramo de El luchador, Randy tiene que alejarse del ring por cuestiones de salud; entonces comienza una vida normal con un trabajo normal y, al mismo tiempo, intenta entablar una relación sentimental y recuperar el amor de su hija. Sin embargo, este contexto sin sufrimiento físico ni violencia se convierte en el verdadero calvario del protagonista porque genera un entorno hostil que emana de su propio ser: cada vez que da un paso para alejarse de su vida anterior, Randy es más incapaz de reconocerse a sí mismo, ahuyentando también a sus seres queridos que tampoco lo reconocen en su nueva versión fuera del ring. Todo esto llega a su punto álgido cuando Randy explota por el estrés y se convierte en un animal desorientado que va dando tumbos por el mercado donde trabaja, como una fiera salvaje fuera del lugar que le corresponde. El trastorno personal de Nina fluye en dirección opuesta, pero muestra la misma sintomatología: su deterioro físico y psicológico evoluciona a partir de la práctica de su disciplina, puesto que es su plena inmersión en un papel bipolar (la pureza del Cisne Blanco / la perversión del Cisne Negro) lo que provoca la progresiva aparición de una nueva Nina, más visceral y desorientada. Es decir, ambos personajes —uno por la ausencia de una práctica, el otro por sumergirse de lleno en ella— se ven envueltos en un espiral de autodestrucción que, paulatinamente, va descubriendo al monstruo que tienen en su interior.

Los protagonistas de El luchador y Cisne negro son personajes entregados al dolor, porque el dolor es el camino que les lleva a la perfección de su actividad y, por consiguiente, de su vida, hasta que alcanzan el placer como forma pura. Aronofsky filma el movimiento de los cuerpos con un estilo opuesto al bressoniano; nos muestra de una manera muy explícita y agresiva el proceso de martirio del cuerpo, mediante una mirada fija y directa sobre las heridas —Nina rascándose compulsivamente, Randy arrancándose grapas del cuerpo—, o bien se mimetiza con sus movimientos sobre el escenario —ese uso libérrimo de la steadycam que nos acerca y nos aleja de los personajes de forma desbocada, pero dotando a la danza y al combate de una poética armónica gracias los gestos coreografiados, las expresiones faciales, el sonido sordo de los jadeos o la potencia de la música—. Con esta puesta en escena tan salvaje de los cuerpos en acción, Aronofsky nos hace partícipes del sufrimiento y del placer de los protagonistas, apelando a nuestro gusto por la contemplación.

Aronofsky 2

Schopenhauer (a diferencia de Aristóteles, un acérrimo defensor del ascetismo) postula que «el delicioso éxtasis anejo a la contemplación se cifra en que nos libera de los tormentos del querer, convirtiéndonos en puro sujeto cognitivo que se toma vacaciones y festeja el Sabbath de los trabajos forzados impuestos por la volición”. Para él, la contemplación de obras de arte es una forma de ascetismo que nos libera de los deseos, ya que nos abstraemos del círculo vicioso de la propia voluntad. La belleza del arte nos impone un “conocer avolitivo” y con la contemplación estética «nuestra personalidad desaparece en la intuición, nos perdemos en el objeto, olvidamos nuestro individuo (…) convirtiéndonos en puros objetos del conocer” (2).

Estratégicamente, Darren Aronofsky nos sitúa entre los dos puntos de vista, el activo y el ascético, creando un enfoque doblemente intenso. Por un lado, muestra la fisicidad de los cuerpos en acción de la forma más cercana posible. En los números finales de ambas películas la cámara se sitúa dentro del escenario/cuadrilátero concentrándose en el actor y difuminando deliberadamente al público. Sin embargo, crea un punto de anclaje a través de dos personajes próximos a los protagonistas —Cassidy en El luchador y la madre de Nina en Cisne negro—. De este modo combina la experiencia vivida en la propia carne con la del observador subjetivo (es decir, la experiencia del placer de Aristóteles y la de Schopenhauer) para crear una representación, completamente distinta y estimulante, del arte dramático de la lucha libre y del ballet —muy parecidos entre ellos porque exigen un desgaste físico y son dos formas de culto a la belleza del cuerpo como espectáculo que se basan en movimientos coreográficos—.

 

El cuerpo del monstruo

Se suele hablar del monstruo como una criatura extraordinaria que desafía las leyes de la naturaleza, pero también como una proyección de nuestro lado más sombrío que materializa nuestros miedos y fantasías. En su libro Monster Theory, el profesor norteamericano Jeffrey Jerome Cohen define al monstruo como “un transgresor, demasiado sexual, perversamente erótico; por tanto, el monstruo y todo lo que le atañe debe ser exiliado y destruido” (3). Esta definición puede aplicarse, lógicamente, a una criatura sobrenatural, pero también sirve para describir a un ser humano de características extraordinarias, ya sea en términos de belleza o de rotundidad.

En El luchador y Cisne negro la idea del monstruo es esencial porque los personajes protagonistas son presentados como tales. Ambos disponen de un talento fuera de lo común y, como ya hemos comentado, cultivan este talento con una dedicación plena, algo que los lleva a convertirse en seres aislados y, finalmente, destruidos: es decir, en monstruos.

La elección de los actores ya deja entrever el calculado diseño del director sobre los personajes. Su presencia en pantalla hace todavía más creíble su interpretación pues, en cierta manera, el cuerpo del personaje y el cuerpo del actor están tallados en la misma piedra. Mickey Rourke es un hombre desfigurado por las numerosas cirugías que le han practicado; actor y sex symbol en los 80, se convirtió en boxeador aficionado en los 90 (práctica que tuvo que dejar por problemas físicos y de salud). Natalie Portman, en cambio, es una mujer de aspecto frágil y dulce; a los cuatro años comenzó a estudiar danza y a los 12 emprendió su carrera como actriz que después compaginaría con los estudios universitarios; se emancipó a los 18 años y los papeles que la lanzaron al estrellato (Star Wars y V de Vendetta) eran de mujeres débiles que, al final, acababan mostrándose fuertes e independientes.

De todos modos, lo interesante es el tratamiento opuesto y en paralelo de ambos personajes. De hecho, esto es lo que hace que las dos películas estén íntimamente relacionadas y conformen un discurso único: El luchador y Cisne negro presentan la fusión de la Bella y la Bestia en un mismo cuerpo y en dos relatos diferentes. El arco dramático que trazan Randy y Nina es, esencialmente, el mismo. Randy es un veterano que debe abandonar la profesión de wrestler y hace todo lo posible para adaptarse a una nueva vida que no soporta; finalmente, decide volver al ring para morir rememorando su mejor momento como luchador profesional. Nina, en cambio, es una bailarina joven elegida para su primer papel protagonista en El Lago de los Cisnes y se sacrifica en cuerpo y alma para encarnar a la perfección la dualidad de los dos personajes que interpreta.

A partir del primer punto de giro —cuando él se retira y ella es escogida—, los personajes sufren un proceso de cambio radical que les afecta tanto física como psicológicamente. Randy pierde una motivación y Nina la gana; él debe dejar de moldear su cuerpo (el ejercicio, los asteroides, etc.) y ella debe exprimirlo al máximo; él intenta aferrarse a las relaciones personales y ella se aísla progresivamente en su mundo. Al final, después de todo un proceso de deterioro, ambos se entregan a la muerte en el punto álgido de sus vidas, con la consecución de una actuación perfecta (un retorno para él, un debut para ella) que da sentido a todo su sufrimiento. Una catarsis personal y colectiva (igual que el sacrificio de Cristo) cuyo valor trasciende incluso la propia vida.

Los rasgos monstruosos en los cuerpos de los dos personajes se van manifestando físicamente a medida que se va agravando su trastorno psicológico. El caso de Nina es muy evidente ya que su transformación es literal. A lo largo de la película, ella va acumulando síntomas físicos de una metamorfosis que culmina en el escenario. Aunque su transformación ocurre en un plano psicológico, Aronofsky apuesta, en este caso, por representar los cambios físicamente para mostrarnos el cuerpo del monstruo que surge del interior de la chica: piel que se cae, plumas que salen hasta que sus brazos se convierten en alas, ojos rojos, piernas humanas convertidas en patas de pájaro, y un aumento de la libido expresada a través de la pulsión sexual creciente hacia el director de la obra y su compañera de reparto.

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El caso de El luchador es diametralmente opuesto por una razón: el cuerpo del monstruo es, en esta ocasión, un cuerpo normal. El giro conceptual es importante porque, aunque la condición de ser extraordinario la sigue atesorando el wrestler, la marginalidad y el deterioro también asociados al monstruo son traspasados al individuo mundano. El tratamiento de las dos vidas de Randy (la cotidiana y la de wrestler) refuerza esta tesitura: en el ring, a pesar de la violencia imperante —y a la vez ficcionada—, todo es camaradería; fuera del escenario, en cambio, no sabe cómo encajar y se convierte en ese ser marginal que se correspondería con el monstruo. Cuando Randy está fuerte y saludable es cuando mantiene un cuerpo cultivado para el combate, puesto que la práctica de la lucha libre es realmente su normalidad. A través de esta tergiversación del punto de vista, Aronofsky nos señala que la monstruosidad que se va manifestando físicamente en el personaje —entendida como un deterioro físico progresivo— surge cuando su cuerpo abandona la rutina de ser llevado al límite. Su caso es mucho más sutil que el de Nina porque aquí no hay una incorporación de elementos fantásticos que ilustren la metamorfosis. Son detalles como la aparición de una enfermedad, el pelo recogido en una coleta o el aspecto grotesco que tiene con uniforme de carnicero los que nos señalan la evolución de Randy hacia un ser muy diferente al de su Yo natural.

Toda la sintomatología física y psicológica que se va acumulando a lo largo de ambas películas estalla en el momento de la transformación definitiva de los dos personajes en monstruos. El caso de Cisne Negro es sobradamente gráfico, ya que Nina se apuñala a sí misma para matar las limitaciones que le impiden ser el Cisne Negro y así convertirse en el ser visceral, sexual y anárquico que se oculta tras su apariencia inocente. Durante el baile del Cisne Negro, Aronofsky refleja su transformación en pantalla como una metamorfosis explícita pero, no obstante, imaginaria.

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En El luchador la transformación es mucho más simbólica. El cuerpo de Mickey Rourke, y por ende el de Randy, ya tiene una apariencia bastante monstruosa que Aronofsky no maquilla físicamente; el aspecto del actor, sin embargo, contrasta con el carácter dócil y afable del personaje. De ahí que su transformación ocurra precisamente en la única explosión realmente violenta que tiene en toda la película, en un contexto cotidiano y aparentemente seguro: mientras trabaja atendiendo a los clientes en el mercado y se ve sobrepasado al imaginarse así el resto de su vida.

En definitiva, la fisiología del monstruo que plantea Aronofsky en El luchador y Cisne negro remite a la idea de Stevenson con la disociación entre el Doctor Jeckyll y Mr. Hyde. En ambas películas, el monstruo es una proyección del protagonista que se manifiesta cuando éste abandona su estado —físico, pero sobre todo psicológico— natural y sale en busca de placeres a través de la práctica de su disciplina artística, lo cual enfatiza la vinculación del “monstruo” como sujeto del espectáculo: el cuerpo que encuentra el placer en ser moldeado para explorar sus límites encima de un escenario y, de este modo, deleitar también al espectador.

 

© Gerard Fossas, febrero 2014

 

separador(1) ARISTÓTELES: Ética a Nicómaco. Libro X, cap. 5. Madrid: Alianza Editorial, 2004.

(2) SCHOPENHAUER, Arthur: El mundo como voluntad y como representación. México: Porrúa, 2005.

(3) COHEN, Jeffrey Jerome: “Monster Culture (Seven Thesis)”, en Monster Theory. Minnesota: University of Minnesota Press, 1996.