El espejo roto de Max Linder

 

El cómico primitivo

El mismísimo Charlie Chaplin se reconocía alumno del cómico francés Max Linder. Este halago al parecer no cayó en saco roto y el elegante bigotudo no dudó en afirmar que había sido muy dichoso “tomando lecciones de la escuela del inmortal inglés”. Independientemente de las habladurías, supuestos celos profesionales incluidos, si analizamos detenidamente la obra, sobre todo la primeriza, del más famoso vagabundo del cinematógrafo, es innegable que está plagada de homenajes (reconocidos o no) y sobre todo de enseñanzas muy bien asimiladas de quien sin lugar a dudas fue uno de los grandes pioneros del séptimo arte.

En realidad, en las películas y en el personaje que creó Linder, no resulta difícil hallar las huellas de buena parte de los autores cómicos del cine mudo, empezando por Charles Chaplin y deteniéndonos en Harry Langdon o Charlie Chase, pasando por supuesto por Buster Keaton o Harold Lloyd. Simplemente, por esta razón, la importancia de ser “padre espiritual”, por decirlo de forma un tanto romántica, de un puñado de los cineastas más importantes de toda la historia del cine, el francés no debería sufrir el rotundo desconocimiento con que carga a día de hoy. En nuestro país, sin ir más lejos, es imposible encontrar ninguno de sus trabajos en DVD, ese formato que sigue siendo imprescindible para rescatar/descubrir auténticos tesoros que de otra forma jamás podrían llegar hasta nosotros. Inclusive, toparnos con referencias bibliográficas sobre su figura resulta una tarea harto complicada, cuando no imposible. ¿Cuáles son las razones por las que quien podríamos considerar como el primer autor-actor cómico del cine sufre a día de hoy un olvido tan rotundo?

En primer lugar, la mala memoria cinéfila se revela de nuevo como causa fundamental para argumentar la cuestión. En demasiadas ocasiones, los críticos y/o espectadores más inquietos acaban (acabamos) descubriéndose (descubriéndonos) como excesivamente comodones (rodeados, de forma por momentos sacra, por los intocables nombres enciclopédicos sobre los que teóricamente se cimienta la historia del arte fílmico), muy poco prestos a alejarse (alejarnos) de unos altares en realidad muy absurdos y realizar una labor de búsqueda y descubrimiento a lo largo y ancho de la ya vasta memoria del celuloide.

Por otra parte, las inquietudes de las nuevas generaciones de espectadores, al menos si nos referimos a la etiqueta reduccionista del “espectador medio”, parecen ir por otros caminos. Y quién sabe, quizás en algún punto del futuro ya nadie recuerde ni quién era Chaplin. ¿Hasta qué punto está presente en la memoria cinéfila la figura de D.W. Griffith? Incluso el mismo Buster Keaton, en el año 2010, parece víctima de un olvido tan absoluto como el que sufrió en vida durante los años cuarenta o cincuenta. Por tanto, si mencionar a Erich von Stroheim, en el mejor de los casos, puede sonar a chino, ¿cómo pretender que Max Linder haya sobrevivido en el recuerdo colectivo de los aficionados por mucha importancia teórica que haya podido tener sobre personajes que al igual que él sufren un desconocimiento, parcial o absoluto, como Charlie Chase o Harry Langdon), pero que a su favor al menos juega el ser una suerte de iconos culturales? ¿Quién no ha visto en alguna ocasión a Harold Lloyd colgado de un edificio que, como un hombre-mosca, trata de escalar? ¿O a Buster Keaton en su locomotora “La general”? ¿Qué imagen podemos asociar a Max Linder? ¿Quién es verdaderamente este personaje?

Nacido en 1883 como Gabriel Maximiliano Leuville debutó interpretando diferentes roles en pequeñas películas de Louis Gasnier o Lucien Nonguet a principios del siglo XX. En los comienzos de la primera década del siglo pasado, le llegó la celebridad y disfrutó durante más de diez años de una gloria incuestionable gracias a la brillante idea de Pathé de convertir a un joven provinciano en un elegante y estirado gentleman que satirizaba a las clases sociales de manera fulminante. Convertido en su propio director, realizó a los largo de los años una serie de trabajos que culminaron con su traslado a los Estados Unidos donde registró, para la United Artists -compañía fundada precisamente por Chaplin, junto a Mary Pickford y Douglas Fairbanks- sus más notables trabajos. Víctima de la mala salud, desapareció prematuramente en 1925, poco después de interpretar uno de sus títulos más interesantes, el vanguardista El castillo de los fantasmas (Au secours, Abel Gance, 1924), que destaca incuestionablemente en su filmografía como uno de las realizaciones más curiosas y sugestivas.

En la actualidad apenas sobreviven un puñado de filmes de los casi doscientos que rodó en apenas veinte años. Quizá esta sea una de las importantes razones que permiten poder comprender por qué se ha transformado en uno de los más invisibles fantasmas cinematográficos.

Si abordáramos sus realizaciones de forma excesivamente analítica y/o crítica, podrían resultar en demasiadas ocasiones piezas superficiales y, por momentos, burdos vodeviles. Un tanto deslavazado en la puesta en escena y con cierta tendencia al trazo grueso, encontramos las grandes virtudes de Max Linder en su propia figura. Larguirucho caballerete, atractivo, estiloso, el cómico construyó un personaje que satirizaba a los jóvenes despreocupados de la clase acomodada, o a los arribistas que trataban de hacerse un hueco entre sus “filas” a principios de siglo. Lanzaba sus virulentos ataques en muchas ocasiones hacia la familia, en general, y hacia el matrimonio, en concreto. Inolvidable, por ejemplo, el juego de apariencias sociales roto por unas botas andrajosas que debe lucir durante su enlace nupcial en el corto Max décoré (1914); si bien en cuanto a su alcance resultaban muy ingenuos y en definitiva inofensivos.

No poseía, sin embargo, la milimétrica precisión de Chaplin ni la patética poesía de Keaton. En cierta manera, Linder era un esbozo de los futuros Charlot y Pamplinas. Su mirada era tosca, precipitada y demasiado irregular pero no deja de resultar emocionante descubrirlo como el auténtico germen de los creadores de Luces de la ciudad (City lights, Charles Chaplin, 1931) y El rey de los cowboys (Go west, Buster Keaton, 1925). No era un sentimental e incluso en algunas ocasiones podía llegar a resultar frío. Atacaba a instituciones sociales, pero con dardos de juguete. Le faltaba agresividad, locura, emoción, pero por encima de todo era entrañable y muy divertido.

Max Linder es un cómico primitivo, pero también muy eficaz y aunque muchos de sus gags se hayan quedado anticuados y apenas roben una sonrisa al espectador, es todo un ejemplo de cómo abordar el humor, del que sin lugar a dudas deberían aprender muchos de los nombres propios contemporáneos. Padre, como señalaba, de Chaplin y compañía, su alargada sombra alcanza a otros cineastas tan relevantes como René Clair e incluso Pierre Etaix.

Si hacemos un rápido repaso a la evolución del humor en el cine, nos damos cuenta de que nace y muere (o siendo un poco menos dramático, “se detiene”) en Francia. “Max”, como rápidamente fue conocido por el gran público, representa al humorista primigenio, muy estirado, teatral, que a lo largo de los años, y pasando por El pequeño vagabundo, Lloyd, Laurel & Hardy o W.C. Fields, llega hasta la más absoluta abstracción del cine moderno, como única y última respuesta desesperada, encabezada por Jacques Tati, como bien puede observarse en su magistral Play Time (1967). El ciclo parece completado y ningún humorista ha conseguido, hasta la fecha, hacerse con el relevo y construir un fragmento más. ¿Quizás un futuro e hipotético “humor del apocalipsis”?

Destacan en la obra del cómico, como decía más arriba, los títulos realizados en Norteamérica, país que le llevó de la mano a través de la mítica compañía Essanay para, curiosamente, sustituir a Chaplin, quien acababa de marcharse a la Mutual para la que firmaría varios de sus cortometrajes más reconocibles y carismáticos: La calle de la paz (Easy Street, 1917); el divertidísimo e irreverente Los tres mosqueteros (The Three Must Get There, 1922), parodia, desde luego, de la inmortal obra de Dumas; y Siete años de mala suerte (Seven Years Bad Luck, 1921), que es seguramente su mejor y más lograda realización.

 

Clásica historia de joven “rico” que pasa sus días entre la apatía y las diversiones más frívolas, Linder consigue llevar este largometraje a un terreno particularmente interesante y valioso por la construcción y ejecución de sus gags. Sin duda, los más celebrados de su dilatada trayectoria. Destaca por derecho propio el fantástico y desternillante momento del espejo roto, retomado poco más de diez años después por esa institución del género que son los Hermanos Marx en su obra maestra Sopa de ganso (Duck Soup, Leo McCarey, 1933), y que revela al cineasta como un autor imaginativo y preciso, cualidades apenas apuntadas en muchos de los anteriores filmes. Este espejo roto es solo el desencadenante de una serie de sucesos que llevarán a su protagonista a convencerse de que puede sufrir la maldición de los siete años de penurias y que le conducirán a un delirante viaje que culminará en un inevitable y merecido happy end. Por encima de cualquier otra consideración, y dejando de lado que esta película es un espléndido divertimento, los hallazgos obtenidos nos hacen lamentar aún más la temprana desaparición de su autor, justo en el momento en que su mirada empezaba a hacerse más sólida y compleja.

Cabe preguntarse qué hubiera sido de Max Linder si no hubiera fallecido con apenas cuarenta años. Quizá habría desaparecido fulminado por el talento y éxito de sus aventajados “alumnos”, o tal vez una filmografía cada vez más profunda, coherente y firme le hubiese convertido en el cómico más importante de la historia del cine. Divagaciones, en definitiva, absurdas y que no nos conducen a ninguna parte si exceptuamos que de nuevo nos encontramos de frente con los arbitrarios caprichos del arte y con la desmemoria colectiva que azota a los aficionados con cada vez más fuerza.

En el fondo resulta curioso tener que hablar de Max Linder como si fuera un fantasma anónimo. Tan curioso como triste. Tal vez, aprovechando las nuevas tecnologías (con Internet a la cabeza), este sería un momento idóneo para darle a “Max” el lugar que por justicia le corresponde, el de la figura fundamental sin la que no se entenderían las singladuras de autores que en definitiva construyeron el lenguaje fílmico, además de reconocerle como el primer verdadero cineasta cómico de la historia. Casi nada.