El desafío: ETA

Rebobinando la memoria

En cada capítulo de la serie dirigida por Hugo Stuven, existe un intertítulo al comienzo: “La historia es el hilo que teje el tiempo, uno largo y repleto de nudos que nadie puede deshacer por completo.” Quizá no se trate de intentar descomponerlos sino de observarlos al detalle, de plantearse esos nudos y ese hilo como si fuesen esas cintas encerradas en carretes moviéndose hacia delante o hacia atrás, desenrollándose en uno para enrollarse en el otro, y que utilizan los cuerpos y fuerzas de seguridad del Estado para realizar “escuchas” y que aparecen en repetidas ocasiones en la docuserie. Hacer un ejercicio de rebobinado físico y mental para poder mirar de frente o atrás y llegar a una mejor comprensión de lo que pasó, sobre todo para que no vuelva a suceder.

“Les mando todas mis fuerzas para seguir teniendo ganas de vivir cada día y que muestren al terrorismo que todavía estamos en pie, que todavía estamos aquí y a pesar de la pérdida de nuestros seres queridos, hemos querido ser felices y hemos avanzado.” Floryan Nérin

A modo de coda, políticos, jueces, guardias civiles, periodistas y sobre todo víctimas de un lado (los que murieron, los que quedaron heridos o tuvieron que exiliarse) y del otro (familiares de los ejecutores) dejan su particular final a la historia de la lucha armada contra ETA, pero ninguno cierra la serie documental sino que es el discurso de Floryan Nérin, el hijo de la última víctima de la organización terrorista, el que lo hace. Pareciera que desde otra órbita, incluso desde otra cultura, un extranjero sentencia un conflicto que empezó siendo local y mutó en internacional. Una vez que acaban sus palabras sobre su espalda la imagen corta a otro plano, correspondiente a otra espalda, a otra huérfana, Mercedes Durán, acompañada de su hija, y se produce un cortocircuito. Algo sorprende: es un plano detalle de sus manos agarradas y, repentinamente, se van soltando a cámara lenta retrocediendo el cuerpo de la hija en sentido inverso. En ese mismo instante, uno tiene la sensación de que algo está pasando pero no sabe muy bien cómo definirlo: es un momento umbral porque ese mecanismo de retroceso osadamente se posiciona aparte, cuestionando no ya el momento en sí sino todo el planteamiento de la serie. ¿Qué hemos estado viendo hasta ese momento?

El desafío: ETA (2020) no se guarece en escenificaciones, como pueden haber hecho otros, sino que emplea extractos de entrevistas y después recurre a la hemeroteca visual. Sí es cierto que existe una banda sonora que condiciona y refuerza la emotividad y un trabajo de montaje, pero nada más; es decir, Hugo Stuven no desarrolla ninguna apoyatura ficcional que nos facilite un posible entendimiento de lo acontecido, un caminito de migas de pan que haga comprender mejor su objetivo. No hay rastro de eso hasta que se llega al último capítulo de la serie, Solo queda el dolor, y a su minuto final al que antes aludíamos. Quizás porque después de asistir al calvario cronológico de lo sucedido solamente quede una cosa por hacer: una manipulación no de los hechos, contrastados y refrendados por numerosos documentos, sino una alteración de los mismos otorgando una posibilidad pírrica al pasado, una oportunidad a la memoria.

Juntar a Floryan Nérin con Mercedes Durán no es solo unir a dos víctimas sino que es algo más. Estructuralmente, es fundir el capítulo octavo con el segundo, La escalada de ETA, intentando de alguna manera elaborar una síntesis, pasando de un plano a otro, pero también se pergeña una pequeña revelación. Todo se sostiene sobre un minuto: más de ocho horas de duración están tambaleándose sobre ese momento molotov.

Además de la imagen, cómo no, el tempo nos abre los ojos, su ritmo no es el mismo, el desconcierto surge como ave fénix resucitando de sus propias cenizas; en nuestro caso, del corpus del documental. Regresemos al plano de espaldas de Nérin para confrontarlo con el de Durán, entre ambos se establece una frontera, se produce una cesura. Hemos dicho que el ritmo es diferente: el primero, como el resto de los mostrados en la serie, camina de igual manera, a igual pulso, los hechos se van desarrollando hacia delante, mientras que el segundo no acata las leyes físicas, en vez de (re)producirse como el resto de planos y secuencias en un cierto orden cronológico narrativo, opta por algo diametralmente opuesto, como si se independizara de la propia serie, la imagen y con ella todo lo que la contiene retrocede lentamente. Y no solo eso, sino que irá enlazando hacia atrás con todos, o casi todos, los atentados de ETA, con sus consiguientes imágenes de víctimas y violencia generada; es decir, volveremos a ser testigos de las mismas imágenes que ya hemos visto durante los ocho capítulos, pero ocurre algo perturbador en ese retroceso, el amanecer de una duda. Su contemplación es otra, el rebobinar las imágenes hacia atrás, observando a sus habitantes retornar, refleja una posibilidad de resurgimiento, es como si se pudiese pensar, aunque solamente fuese por unos segundos, los que dura el montaje de la secuencia, en la posibilidad de volver al pasado, de retornar a ese momento decisivo y esperar, inocentemente, a que ese coche bomba no estallase, a que no hubiese encapuchados esperando a alguien; en definitiva, a que el horror no hubiese tenido lugar.

Y no es un argumento falaz, ya sabemos los hechos de lo sucedido, entre otras cosas porque ese es el objetivo primordial de casi cualquier documental, pero en ese instante, aunque somos conscientes de la imposibilidad de manipular el tiempo, la hipótesis de mostrarlo con un retroceso es poderosísima. Durante esos sesenta segundos, uno quiere creérselo, después de todo el dolor testificado en las imágenes, de tanto sufrimiento oído de las víctimas, es como que uno se agarrase a la ficción y optase por esa alternativa, una al fin y al cabo ilusoria: que pudo ser posible que nada de lo narrado, de lo expuesto en el documental, hubiese sucedido, de que dando al botón de retroceso pudiésemos ser capaces de borrar toda la tragedia, sesgar toda la ira y empezar de nuevo sobre esa fotografía de la primera víctima de ETA, José Antonio Pardines Arcay. El estremecimiento de ese minuto es demoledor no por lo que se ve si no por cómo se ve. Una elección formal que demuestra su poder creativo incluso invirtiendo los roles políticos de unos, como el ex miembro de ETA Eduardo Uriarte diciendo cosas como que “los etarras son los hijos bastardos del franquismo. Son la herencia directa del franquismo”, abrazando la autocrítica en el primer capítulo, Oscuridad y silencio, frente al discurso infantil del coronel de la Guardia Civil Manuel Sánchez Corbí diciendo que “aquí la verdad es que ha habido unos malos que ha matado durante cincuenta años y unos buenos que hemos combatido a los malos. Los malos han sido muy malos y los buenos hemos cometido algún error pero no es equiparable la maldad de uno con los errores del otro” del séptimo capítulo, Jaque a ETA.

Durante toda la serie se han dado los casos de víctimas hablando de su dolor, confrontadas con la cámara y con el espectador, incluso rompiendo en muchos casos una equidistancia para mostrar primeros planos de sus rostros doloridos al recordar lo sucedido… Los creadores de la serie bien podrían haber optado por esa fórmula periodística hasta el final, pero deciden realizar una especie de quiebro, se produce una alteración en el seno de  las propias imágenes haciéndolas retroceder y con ese gesto irreal conseguir, ya no solo rebobinar hacia atrás el recuerdo de lo contemplado, sino lanzar una agarradera formal para aquellos que deseen creer en lo imposible, aunque después se esfume por completo. “Que todavía estamos aquí y a pesar de la pérdida de nuestros seres queridos, hemos querido ser felices y hemos avanzado.” Clonar las palabras de Nérin hacen a uno avanzar también y analizar ese rebobinar hacia atrás dialogando con esas imágenes en retroceso, como diciéndonos que es posible devolver a la deflagración de la Terminal Cuatro de Barajas su estado inactivo, que es posible hacer retroceder a esa camilla donde iba Miguel Ángel Blanco, hacer desandar a esos padres que perdieron a su dos hijas en una casa cuartel borrando su sufrimiento, hacer retornar los féretros de tantos y tanto inocentes, separar a esa pareja de guardias civiles ensangrentados, evitar que una mujer de mediana edad no se tire de sus pelos al comprobar que su marido yace muerto en la calle, o conseguir que José Antonio Ortega Lara regrese a su casa como si nada y, sobre todo, lo que hace ese mecanismo de retroceso, esas imágenes fantasmas, es confrontarnos con la memoria y con una realidad que nos hace preguntarnos qué podemos hacer al respecto.

“Serán heridas que se irán cicatrizando en la medida en que los ciudadanos de este país reconozcan que muchos de ellos vivieron mirando hacia el otro lado.” Lurdes Auzmendi

 

© José Amador Pérez Andújar, diciembre de 2020