El cine de autor después del cine de autor

Una voz más plural

* Este artículo forma parte del Especial 10 años de Transit (2009-2019) 

El año 2009, estaban vivos Éric Rohmer, Claude Chabrol, Chris Marker, Alain Resnais, Jacques Rivette y Agnès Varda. En el transcurso de los diez años posteriores, todos ellos han fallecido, trabajando prácticamente hasta el final de sus días. Rohmer y Chabrol, que nos dejaron el 2010, se despidieron con El romance de Astrea y Celadón (Les Amours d’Astrée et de Céladon, 2007) y Bellamy (2009), respectivamente. Marker murió el día en que cumplió 91 años, en 2012, y sus últimos cortometrajes están fechados en 2011. Resnais se fue en 2014, justo cuando estaba presentando su último largometraje, Amar, beber y cantar (Aimer, boire et chanter, 2014). Rivette, en cambio, ya llevaba un tiempo retirado cuando murió en 2016: su último largometraje, El último verano (36 vues du Pic Saint Loup), es de 2009. Y la incombustible Varda, fallecida este mismo año, nos ha dejado Varda por Agnès (Varda par Agnès – Causerie, 2019) como epílogo a su filmografía.

Amar, beber y cantar, de Alain Resnais

No se ha extinguido por completo la generación de la Nouvelle Vague y adláteres: quedan todavía Jean-Luc Godard, Barbet Schroeder y Jean-Marie Straub, en activo los tres; queda Alain Tanner, ya apartado del cine; y queda el guionista Jean-Claude Carrière. Pero uno no se quita de encima la sensación de disolución. Dejan, eso sí, una rica herencia. Si de influencias se trata, hay ejemplos como el del surcoreano Hong Sang-soo, cuyas criaturas parecen deudoras de los vaivenes amorosos del cine de Rohmer, a la vez que parece compartir con Resnais un sentido irónico y juguetón de la estructura de la narración. Los largometrajes más recientes de Paul Verhoeven —solo dos en este siglo: El libro negro (Zwartboek, 2006) y Elle (2016)— podrían situarlo como un continuador del espíritu de Chabrol, inclementes ambos con el nulo encanto de la burguesía. Por su parte, La flor (2018), de Mariano Llinás, se me antoja un film muy rivettiano, incluso por el detalle de su larguísimo metraje. Y, en la obra de muchos cineastas se adivina una educación sentimental de la mano de François Truffaut, fallecido prematuramente en 1984.

Pero el legado de los cineastas francófonos de (la generación de) la Nouvelle Vague va más allá de esas influencias. Por una parte, sus películas han contribuido a esbozar las formas características del cine de autor desde entonces. Formas que han evolucionado y han llegado a ser rutinarias: hace tiempo que un tipo de cine explota ciertos rasgos y asuntos —la cámara en mano, las localizaciones feístas y los temas sociales, las tribulaciones de individuos urbanos de clase media alta, etc.—  con vocación arty y una actitud más acomodaticia que rompedora. Y se critica el surgimiento de estilos idiosincráticos de festivales como Sundance o Cannes que tipifican el cine de autor. Por eso, la verdadera herencia de toda esa generación reside más bien en el rechazo a amoldarse a las formas dadas para volver a romper el marco y liberar la expresión cinematográfica. Gracias a ese espíritu inconformista, el cine de autor de los últimos años es un fenómeno vasto y diverso que nos obliga a desconfiar de toda clasificación simplificadora y que, de hecho, pone en cuestión la noción que hemos tenido hasta ahora de cine de autor, expresión a la que algunos no renunciamos pero que está sin duda viciada hasta el punto de definir a veces una especie de nicho de mercado. Además, lo autoral nunca fue exactamente un nicho o un segmento del mundo del cine, ni aún menos una tendencia o un estilo; no olvidemos que los propios escritores-cineastas de la Nouvelle Vague maduraron su forma de entender el cine reivindicando el arte de los mejores autores del Hollywood clásico, sus maestros en el seno del cine más rigurosamente industrial.

No hace falta salir del cine francés para constatar lo que venimos diciendo. Por hacer una semblanza, digamos primero que cineastas tan desiguales como Philippe Garrel, Olivier Assayas, Arnaud Desplechin, Jacques Doillon, André Téchiné, Xavier Beauvois o Benoît Jacquot parecen continuadores, cada uno a su manera, de un cine de autor que arranca con la Nouvelle Vague, mientras que otros ilustres veteranos como el outsider Jean-Claude Rousseau, Eugène Green o Alain Cavalier parecen querer ir más allá. Lo mismo que Adolfo Arrieta, francés de adopción, que esta década firmó un film tan original como su Bella durmiente (Belle Dormant, 2016). Y Bertrand Bonello parece a la vez deudor y hereje respecto a la herencia nouvellevaguiana.

Bella durmiente, de Adolfo Arrieta

Por su parte, Christophe Honoré o Valérie Donzelli, nacidos ya en los setenta, parecen partir del legado de Jacques Demy (también desaparecido prematuramente, en 1990) y de Truffaut, de la faceta más luminosa y musical de la nueva ola, para darle otra vuelta de tuerca. Donzelli y Honoré, además, entroncan con la importancia que ha tenido, en los últimos años, la proliferación de voces femeninas y de una perspectiva queer que no solo han incidido en la temática sino también en la forma de las películas: entre las más sorprendentes e innovadoras de la década, están las de Pascale Ferran, Mia Hansen-Løve, Maïwenn Le Besco, Justine Triet, Julia Ducournau o la ineludible Claire Denis, que ya era una cineasta de referencia en los noventa. Y autores que han abierto la mirada del cine a representaciones más libres de la sexualidad, como François Ozon, Céline Sciamma y Alain Guiraudie, han resultado ser también algunos de los más interesantes de los últimos años.

El aire lunático y un deje surrealista del cine de Guiraudie lo emparenta con un característico cine francés de hoy (Bertrand Mandico, Yann Gonzalez, Damien Manivel, Alexia Walther y Maxime Matray) que prefiere coquetear con el fantástico y ha inoculado en las imágenes una renovadora atracción por lo raro. Pero también con el cine gañán y desconcertante de Bruno Dumont, las comedias extravagantes de Serge Bozon o los inclasificables filmes de los hermanos Larrieu. Más grave, en cambio, es el tono de los cautivadores filmes de Virgil Vernier o de Holy Motors (2012), de Leos Carax, y Malgré la nuit (2015), de Philippe Grandrieux, dos películas que parecen abrir por sí mismas una brecha en el cine francés. Y hay que citar también un nuevo cine pegado a la realidad que conjugan realizadores como Thierry de Peretti, Stéphane Demoustier, Guillaume Brac o Matthieu Bareyre, deudores a su manera del cinéma vérité.

Malgré la nuit, de Philippe Grandrieux

Pero no es Francia el centro del mundo y no es el francés el núcleo del cine de nuestro tiempo. Muy al contrario, en los últimos diez años se ha consolidado un mapa más complejo del cine mundial que ha levantado pequeñas nuevas olas por doquier. Un inventario completo sería tan difícil como pesado pero ha habido focos específicos que querría mencionar, empezando por la región que, en el tránsito del siglo XX al XXI, ya tomó un nuevo impulso: en Asia oriental, el paisaje humano y emocional de la Nouvelle Vague puede intuirse en el ya citado Hong Sang-soo o, por supuesto, en las películas del japonés Nobuhiro Suwa. No obstante, en cuanto al enrarecimiento de las formas cinematográficas, nadie ha ido tan lejos como el tailandés Apichatpong Weerasethakul, el chino-malayo Tsai Ming-liang o los filipinos Raya Martin y Lav Diaz: si algo merece hoy ser descrito como una vanguardia, deben ser los cineastas del sudeste asiático que han violentado la estructura y el significado del relato, y han expandido las imágenes hasta transformar el doble acto de filmar y mirar. El tiempo es la materia experimental del mejor cine asiático actual, y por eso hay que aludir además a las últimas realizaciones de los maestros Hou Hsiao-Hsien y Jia Zhang-ke, amén de otros cineastas chinos como Bi Gan o el malogrado Hu Bo. En paralelo, ha sido también en esa parte del mundo donde cineastas como Rithy Panh o Joshua Oppenheimer han explorado el arte del documental cimentado sobre imágenes ausentes de Claude Lanzmann, otro autor capital que nos dejó en 2018.

El cine ha emprendido también caminos insospechados en América latina durante la última década, pero permítaseme destacar en particular la vitalidad del cine de autor argentino: las películas pobladas de individuos atribulados y familias extravagantes de cineastas nuevos o veteranos como Lucrecia Martel, Matías Piñeiro, Lisandro Alonso, Milagros Mumenthaler, Andrea Testa y Francisco Márquez, Juan Schnitzman, Martín Shanly, Gastón Solnicki, María Alché o el antes citado Mariano Llinás componen, en conjunto, una de las experiencias más estimulantes del cine reciente. Lo mismo que la pequeña gran familia del cine portugués: en la década en la que Manoel de Oliveira ha filmado sus últimas películas y fallecido finalmente, Portugal ha alumbrado realizaciones asombrosas de Pedro Costa, Rita Azevedo Gomes, Teresa Villaverde, João Nicolau, João Pedro Rodrigues, Miguel Gomes, João Canijo, Pedro Pinho o Joaquim Pinto que descansan sobre un rico poso de cultura cinematográfica y humanística, a la vez que conducen las imágenes hacia confines poco o nada explorados, de la noche sin tiempo de Caballo dinero (Cavalo Dinheiro, Pedro Costa, 2014) al musical proletario de La fábrica de nada (A Fábrica de Nada, Joaquim Pinto, 2017).

Caballo dinero, de Pedro Costa

Y el cine estadounidense ha vivido una década de fructífero desarrollo tanto por la continuidad de determinadas filmografías como por la incorporación de multitud de voces renovadoras. Entre los que se han apoyado en la cultura cinéfila y en rasgos de estilo o temas cercanos al espíritu de la Nouvelle Vague, podemos situar a Paul Schrader, Richard Linklater, Woody Allen, Kent Jones o Wes Anderson. Pero se hace notar también el peso de otras tradiciones del propio cine americano, del Hollywood clásico al New American Cinema (Jonas Mekas, por cierto, murió también hace unos meses), en gente como Martin Scorsese, Terrence Malick, Ben Rivers, Jim Jarmusch, James Gray, David Fincher, Todd Haynes o Clint Eastwood. En realidad, no son conjuntos excluyentes entre sí, y es la combinación de ambas culturas, la del cine de autor a la europea y la del cine americano en sentido amplio, lo que da lugar a los filmes más interesantes surgidos hoy en Estados Unidos.

Aunque no son en absoluto compartimentos estancos, digamos que hay, por una parte, un cine intimista centrado en los individuos (Noah Baumbach, Ira Sachs, Kenneth Lonergan, Kelly Reichardt, Dan Sallitt) y relatos generacionales cómicos a la vez que melancólicos (Greg Mottola, Judd Appatow, Jonah Hill, Whit Stillman). En paralelo, otros nos han ofrecido retratos sombríos del sueño americano y su mitología (Jeff Nichols, Rick Alverson, Paul Thomas Anderson, Chloé Zao, Damien Chazelle). Por otra parte, hay un fructífero acercamiento oblicuo al thriller (Andrew Dominik, Anton Corbijn, Harmony Korine, los hermanos Safdie), al western (John McLean, Tommy Lee Jones, los Coen) y a una extraña mezcla de ambos (Martin McDonagh, Jeremy Saulnier, Jim Mickle, Yann Demange), como también al fantástico (M. Night Shyamalan, Mike Cahill, Zal Batmanglij). Y las formas más abstractas residen en experiencias postmodernas o simplemente indefinibles (Charlie Kaufman, David Robert Mitchell, Shane Carruth, Roman Coppola). Abel Ferrara ha tocado un palo diferente en cada película, insignes representantes del Hollywood de los setenta han firmado películas de inusitada originalidad en esta última década (me refiero a George Miller, Francis F. Coppola y William Friedkin) y David Lynch ha reaparecido para revolucionarlo todo con la tercera parte de Twin Peaks.

Twin Peaks: The Return (David Lynch y Mark Frost, 2017)

Es esta una relación muy parcial y caprichosa, para nada exhaustiva, en la que faltan multitud de autores capitales del cine actual. Sirva, no obstante, para constatar que el cine de hoy no es reducible a un puñado de maestros sino a un sistema complejo e inagotable en el que, junto a nombres que llevan décadas captando nuestra atención, surgen sin cesar otros con propuestas excitantes. La inabarcable diversidad del cine de nuestro tiempo se expande cada vez más y desafía la idea de los grandes referentes. Hemos mencionado la desaparición de los autores francófonos que revolucionaron el cine en los años cincuenta y sesenta, y la de Oliveira, Mekas y Lanzmann, pero habría que añadir que, en el transcurso de los últimos diez años, han fallecido Theo Angelopoulos, Chantal Akerman, Raúl Ruiz, Harun Farocki o Abbas Kiarostami (además de realizadores hollywoodienses tan autorales como Arthur Penn, Stanley Donen o Michael Cimino, apartados ya de la realización desde hacía tiempo). El vacío que dejan en el campo global del cine de autor tal vez no será ocupado por otros nombres con tanto peso en nuestro imaginario colectivo; abracemos, más bien, esa frondosa pluralidad de voces con la que nos habla el cine contemporáneo, quizás contagiado por la vastedad laberíntica de la red digital que todo lo domina. Pero esa es ya otra historia.

 

© Lucas Santos, agosto de 2019