El canon que escribiremos en el 150º aniversario
Autoría, pese a todo
* Este artículo forma parte del dosier especial «¿Un canon cinematográfico para hoy?»
He buceado en la hemeroteca de La Vanguardia para recuperar una crítica, de imborrable recuerdo, publicada en la página 53 de la edición del 17 de diciembre de 2015. El día anterior, se había estrenado en España Star Wars: El despertar de la Fuerza (Star Wars: Episode VII – The Force Awakens, 2015), largometraje dirigido por J.J. Abrams y episodio séptimo de la saga iniciada por George Lucas en 1977, saga que el autor de la pieza, Pedro Vallín, describe como “un relato sagrado, (…) piedra fundacional y arquitrabe sobre el que se apoyaron cuarenta años de vivencias”. Tan sagrado que el crítico, entusiasmado por el film recién estrenado, condena los episodios I, II y III de la serie —estrenados, recordemos, entre 1999 y 2005— como una “insensata fantasía” de Lucas. Según él, la séptima entrega “los aparta del canon” y los convierte “en libérrimo y carísimo cine indie, un capricho de autor”. Por si no ha quedado bastante claro, desautoriza a Lucas como realizador aseverando que “siempre fue antes y mejor (sic) ensayista cultural que cineasta, un outsider, y Abrams, por el contrario, es hijo modélico del superdotado narrador Steven Spielberg”. Recordaba la crítica por los elogios ditirámbicos que prodiga al episodio séptimo como película en sí misma: “Es perfecta, tan sólida que hay que ser muy triste y muy viejo para no rendirse a su voluptuosidad visual y sentimental”. Pero lo ensalza también por su relación con los capítulos primitivos de la saga, porque su vínculo con ellos “está dibujado con el trazo hermoso de lo legendario” y “completa la reconciliación con tres generaciones de espectadores” con la complicidad, además, de la partitura de John Williams, que “informa puntualmente a nuestra piel cuándo toca erguirse (sic)”. Y yo, triste y viejo como era ya en 2015, pensé que ese texto ejemplificaba de manera elocuente algo que estaba pasando a nuestro alrededor. Me explico.
El cinematógrafo nació oficialmente en 1895 y recuerdo perfectamente la celebración de su primer centenario, en las postrimerías del siglo XX. Ahora, faltan un par de décadas para que se celebre su 150º aniversario y pienso que, desde el punto de vista historiográfico, entonces será fácil organizar la trayectoria del cine, grosso modo, en tres tiempos, tres fases de cincuenta años cada una: una primera que abarca la maduración y culminación del cine clásico, una segunda marcada por las nuevas olas y el discurso sobre la muerte del cine, y una tercera correspondiente a la primera mitad del siglo XXI, el nacimiento de la era digital. No me malinterpreten: no me he convencido a estas alturas de la película de que la historia del cine tiene un carácter evolutivo, ni mucho menos. Planteo esa estructura en tres tiempos solamente porque me sirve como punto de partida para cuestionar cómo el relato que vamos urdiendo entre todos sobre el cine de nuestra época afecta al relato de la historia y del fenómeno cinematográfico en toda su amplitud.
Permítaseme evocar otro recuerdo. Una vez, entré en el despacho de un alto directivo de cierta institución y me sorprendió ver que el tipo había decorado el espacio con multitud de motivos alusivos a la figura de Darth Vader. El villano de Star Wars estaba en un póster en la pared, en una figurita expuesta sobre un estante, en la ilustración de la alfombrilla del ratón… Semejante sentido del interiorismo me invita a pensar que el crítico de La Vanguardia tenía razón al hablar de “un relato sagrado” que ha guiado “cuarenta años de vivencias” para un determinado público. Vayamos al origen de esas cuatro décadas que, de hecho, ya son cerca de cinco. La guerra de las galaxias (Star Wars, 1977) se estrenó solo dos años después que Tiburón (Jaws, 1975) y el mismo año que Encuentros en la tercera fase (Close Encounters of the Third Kind), ambas dirigidas por el “superdotado narrador” Steven Spielberg. El lector conocerá sin duda el impacto que tuvo el éxito enorme de todos esos títulos. El tono y la estética que, desde finales de los años sesenta, habían caracterizado a las películas del llamado Nuevo Hollywood —las realizaciones de Arthur Penn, Sam Peckinpah, William Friedkin, Peter Bogdanovich, etc.— empezaron a quedar en segundo plano en la segunda mitad de los setenta, a la vez que la primavera de la fantaciencia redirigía la renovación del cine americano hacia un nuevo modelo mucho más ingenuo y basado en la profusión de efectos visuales. Lo paradójico es que esos grandes espectáculos visuales triunfaban al mismo tiempo que se popularizaban los sistemas de vídeo doméstico, favoreciendo progresivamente el visionado de películas en casa. Más adelante, ya a partir de los años noventa, empezó la revolución digital, que sofisticó aún más el acabado de los efectos visuales y que nos ha llevado finalmente a nuestra era, marcada por la plena hegemonía de las pantallas pequeñas y del streaming.
Precisamente algunas de las plataformas de streaming más populares se caracterizan por algo que me llama poderosamente la atención. Asumo que los famosos robots estudian y dirigen nuestras voluntades con una eficacia exquisita que aumentará aún más a medida que mejoren los algoritmos y progrese la inteligencia artificial (mucho mejor que la inservible inteligencia humana, por supuesto; hace ya unos cuantos años que vi, en un restaurante, a una persona usando la calculadora del móvil para dividir una cuenta de cien euros entre cuatro comensales). Pero, hoy por hoy, los algoritmos no lo determinan todo y estoy seguro de que es una decisión de tipo humano el hecho de que el nombre del director o directora no figure en la información sobre las películas. A veces, cuando se trata de un autor de cierto prestigio, la plataforma luce su nombre en la breve descripción con la que presentan el film, como en los casos de El irlandés (The Irishman, 2019), de Martin Scorsese, o Ruido de fondo (White Noise, 2022), de Noah Baumbach, ambas disponibles en Netflix, según he comprobado. Y, obviamente, no podemos pasar por alto que la popularización del streaming se ha producido en paralelo a la consolidación de las series como afición predominante del gran público. No hay ningún motivo para dejar de lado la noción de autoría cuando consumimos o analizamos series, por mucho que a veces se trate de un difuso “creador” que desempeña tareas diversas de lo que estrictamente consideramos la realización. Pero el hecho es que, desde que se pusieron de moda las series de qualité, la idea de autor se ha ido difuminando cada vez más entre su público objetivo.
No, el público mayoritario nunca ha sido cinéfilo, ya lo sé, y siempre ha visto las películas —en el cine, en la tele, donde sea— prescindiendo cordialmente de la noción de autoría. La cuestión es cómo describimos el cine, las series y el audiovisual en sentido amplio desde las diferentes instancias que están participando en la configuración colectiva, polifónica, dispersa y felizmente plural de algo parecido a un canon extendido hasta la primera mitad del siglo XXI. Y, en ese sentido, la crítica de Vallín toma partido claramente a favor de lo mainstream, donde la idea de autoría y la atención al estilo quedan más diluidas, por más que nuestro hombre se esmere en ensalzar a J.J. Abrams. Fijémonos en los contenidos de las plataformas de streaming o en los grandes blockbusters que triunfan hoy en las salas de cine: habría mucho que decir pero no creo ir errado si afirmo que, entre superhéroes y space operas, la primavera de la fantaciencia se ha prolongado hasta nuestros días. Los efectos visuales han ganado tanta preeminencia que muchos de los grandes éxitos comerciales son de facto films de animación en los que se insertan las figuras de los actores, es decir, a la inversa de lo que era antiguamente el uso de efectos especiales sobre imágenes reales. Además, los códigos morales, la complejidad psicológica, los referentes culturales y cualesquiera otros aspectos que puedan dotar de hondura o contenido a las películas muestran el esquematismo reconfortante de un cuento para todas las edades, algo que reproduce invariablemente el modelo establecido por las películas de Lucas y Spielberg. Permítaseme subrayar, en ese sentido, la importancia de E.T. El extraterrestre (E.T. The Extra-Terrestrial, 1982), otro éxito arrollador spielbergiano que, visto desde hoy, parece haber dado el tono a todo el cine comercial posterior.
¿Partimos de ahí, pues, y pontificamos sobre los “relatos sagrados” y el “trazo hermoso de lo legendario” que nos han conducido de las andanzas de Luke Skywalker a la enésima resurrección de Batman, pasando por las legiones de monstruos tolkienianos de Peter Jackson y los humanoides azules de James Cameron? ¿Abrazamos la hegemonía de las series en la forma como nos las presentan los robots, es decir, con autorías anónimas y como meros contenidos semánticos, sin rastro de estilo? Es una opción. Es más: es una opción absolutamente legítima. Defiendo sin ambages la pluralidad de voces y de relatos; por lo tanto, no seré yo quien le niegue a nadie el derecho a proclamar que —como he oído decir alguna vez— “las series ya son mejores que las películas”, que Indiana Jones es un icono cultural de la máxima importancia o que, simple y llanamente, se caga en Godard, con perdón. Pero, si puedo aportar también mi propia opinión, pienso en las palabras de Vicente Monroy en Contra la cinefilia. Historia de un romance exagerado (Clave Intelectual, 2020) cuando carga contra todo intento de acotar el cinematógrafo. Esa manera de entender el cine tan chapada a la moderna que se desprende de opiniones como la vertida por Vallín en su crítica me resulta problemática porque se me antoja un intento más, como tantos otros, de ponerle puertas al campo. Si nos quedamos con Star Wars y con The Wire (Bajo escucha) (The Wire, 2002–2008), de David Simon, lo mismo que con una cierta nostalgia babosa de títulos como Casablanca (1943), de Michael Curtiz, o Grease (1978), de Randal Kleiser, establecemos un canon muy limitado e, implícitamente, estamos proclamando la muerte del cine, un cine pequeñito y finiquitado que ya podemos embalsamar para depositarlo en un telarañoso mausoleo.
Yo no puedo profesar la fe en la muerte del cine porque los hechos me indican a diario que la realidad es mucho más compleja. Debo ser un tipo viejo, triste y definitivamente conservador, pero lo cierto es que los festivales de cine, los estrenos en salas de todo tipo, las propias plataformas de streaming de diferente pelaje y las mil maneras que existen hoy en día de ver películas me llevan a pensar que hay una inagotable diversidad de formas en movimiento que dan continuidad, aunque sea a veces de la manera más extravagante y en las direcciones más insospechadas, a lo que empezó con el artilugio de los hermanos Lumière. Y toda esa complejidad nos invita a salvaguardar el concepto de autoría, aunque sea de una manera diferente a como lo hemos entendido hasta ahora, y a tender hacia la configuración de algún tipo de canon que tendrá que ser, como comenté una vez a propósito de la serie de Mark Cousins La historia del cine: una odisea (The Story of Film: An Odyssey, 2011), necesariamente provisional, abierto, inestable. De hecho, la gracia de un canon es poder enmendarlo con carácter inmediato, que sea un objeto dinámico, intrínsecamente autocrítico. Pero no por ello hay que renunciar a intentar dibujarlo; muy al contrario, vale la pena entrar en el juego.
Por lo que hemos visto desde que entramos en los años dos mil, y por dejar solo unos apuntes a vuelapluma sin ningún ánimo de exhaustividad, creo que el canon del cine de la primera mitad del siglo XXI incorporará como voces fundamentales a cineastas como Kelly Reichardt, Claire Denis, Rita Azevedo Gomes, Joanna Hogg, Mia Hansen-Løve o Jessica Haussner, lo cual supone una evidente mejora. Y espero que, al echar la vista atrás hacia el cine de los cien años anteriores, nombres como Dorothy Arzner o Kinuyo Tanaka, a los que yo mismo empecé a prestarles atención demasiado tarde, cobren también la dimensión que merecen tener, como creo que ya va pasando con Chantal Akerman, Agnès Varda o Maya Deren. También es muy probable que destaque el nombre de Laura Citarella y, de hecho, todo el cine de la troupe de El Pampero, Mariano Llinás entre ellos; si sumamos las películas de Lucrecia Martel, Matías Piñeiro o Lisandro Alonso, todo apunta a que el actual cine argentino de autor ocupará un lugar señero. Igualmente, tiendo a pensar que merecerá un capítulo aparte cierto cine germanófono de estos últimos años, un movimiento silencioso y no declarado, vista la frescura, la inteligencia y el arrojo que desprenden multitud de títulos de Valeska Grisebach, Angela Schanelec, Sandra Wollner, Sebastian Meise, Cyril Schäublin, Julian Radlmaier, Peter Brunner o Christian Petzold, quien parece el más consolidado de todos ellos en el circuito de festivales internacionales junto a la antedicha Jessica Haussner.
Pero, dado que nos hemos centrado específicamente en el cine americano desde el principio del texto y sin menospreciar el lugar que deba ocupar la nutrida nómina de discípulos del dúo Lucas-Spielberg (verbigracia, y para que conste en acta: quien firma estas líneas sigue con el máximo interés la filmografía de M. Night Shyamalan), es necesario asentar la importancia de otros cineastas, de estilo eminentemente autoral, que parecen ser, a su manera, los continuadores de todo ese Nuevo Hollywood que palideció en el intervalo entre el éxito de Tiburón y el fracaso de La puerta del cielo (Heaven’s Gate, 1980), de Michael Cimino. Cuento a Reichardt entre ese grupo, por supuesto, como también a su amigo Todd Haynes o a Ira Sachs, realizadores dotados como ella de una sensibilidad y un buen gusto inusitados. Lo mismo que otros cineastas algo más populares pero que también desprenden un tono entre literario y cinéfilo: Richard Linklater, Wes Anderson, Paul Thomas Anderson, Noah Baumbach, James Gray… U otros que, por el contrario, se me antojan outsiders más apartados del mainstream: Miranda July, Dan Sallitt, Ted Fendt, Ricky D’Ambrose, Rick Alverson… No es esta una relación completa ni ordenada pero sirva para reivindicar un cine que, en lugar de tomar la senda de la reconfortante moral familiar y los campanilleos de John Williams, ha preferido transitar las maneras del Nuevo Hollywood. Lo cual, además, nos ayudará a ponderar la tradición en conjunto del cine americano partiendo de quienes fueron inspiradores o precursores de esa estimulante corriente, de King Vidor a Nicholas Ray pasando por Jacques Tourneur o Douglas Sirk. ¿O no creen que abordar el cine de Judd Apatow puede ser una manera de realzar la importancia de Frank Tashlin o Howard Hawks? ¿No hay acaso un hilo invisible que conecta las películas de Martin McDonagh con los westerns de Sam Peckinpah y con el cine de John Ford? ¿Y la energía que desprenden los thrillers de los hermanos Safdie no establece un cierto linaje con Martin Scorsese y Raoul Walsh?
Quizás la cinefilia será cada vez más minoritaria y el acervo histórico del cine acabe siendo algún día, quizás cuando se acerque ya su segundo centenario, un conocimiento selecto y especializadísimo como lo es hoy en día la poesía clásica grecolatina. Pero es previsible también que sigamos viviendo por mucho tiempo en un mundo de imágenes en el que la herencia ética y estética del cinematógrafo continúe siendo un patrimonio valioso y cercano. Por eso es importante dejar un relato riguroso de esa herencia desde la crítica y la historiografía, desde las publicaciones especializadas y los podcasts, desde todas las voces que puedan contribuir al planteamiento y replanteamiento de un posible canon. Y, para este cronista, ese relato riguroso debe intentar no desviarse en esa bifurcación que empezó a dibujarse en el seno del cine americano en los años setenta, una década que precisamente estará en el centro exacto de la historia cuando se cumpla el 150º aniversario del cinematógrafo.
© Lucas Santos, julio de 2024