El atlas de las nubes

Cartografía del orden dentro del caos

 

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El libro-acordeón de David Mitchell

“Todo está conectado”. Tres palabras para una afirmación general y categórica que puede servir tanto de mantra sincromisticista como de constatación destemplada del aspecto que presenta la madeja de relaciones que has tejido al cabo de un puñado de años usando las redes sociales. Además de inspirar tantos libros de autoayuda como el mercado editorial es capaz de permutar, la idea de un orden secreto y místico que, de manera imperceptible, rige todos los fenómenos del universo también dio pie a la tercera novela del escritor británico David Mitchell: El atlas de las nubes (Cloud Atlas, 2004). En ella, el autor apostó por llevar un paso más lejos la intrincada red de voces, espacios y relatos que había dado forma a su primer libro —Escritos fantasma (Ghostwritten, 1999), donde nueve narradores distintos, repartidos por Japón, Hong Kong, Mongolia, Rusia, Estados Unidos, Reino Unido e Irlanda, protagonizan otras tantas historias con pequeñas interconexiones— y elaboró una estructura en forma de acordeón extendiendo seis narraciones autoconclusivas y de géneros literarios diferentes que se interrumpen y superponen entre sí. De un diario a bordo de un barco que surca el océano Pacífico en 1850 se pasa a un intercambio epistolar en la Bélgica de entreguerras, de ahí a una novela de misterio ambientada en California durante los años setenta, hasta que comienza una historia cómica contada en primera persona y desarrollada en la campiña británica, que es interrumpida por un diálogo situado en un incierto futuro distópico hipertecnológico hasta llegar a un relato oral sobre hechos acontecidos mucho tiempo después, en un mundo postapocalíptico y primitivo. Esa es la única historia que no es interrumpida y, cuando acaba, el libro recupera las anteriores en orden inverso y las va clausurando una a una.

Aparte de lo sugerente que resulta la lectura durante la primera parte de la novela, cuando las sucesivas narraciones —todas ellas escritas con distintos estilos literarios— interrumpen el flujo del relato generando en el lector una emoción genuina al hacerle expectante por saber cómo será el siguiente giro —el mismo mecanismo de suspense metatextual que movía Si una noche de invierno un viajero, de Italo Calvino—, Mitchell también combina su acordeón con una estructura de muñecas rusas, donde cada historia contiene de alguna manera a la anterior, en forma de libros o películas a los que acceden los personajes. En definitiva, por encima de la calidad desigual de los relatos, El atlas de las nubes es una filigrana literaria más sustentada en el efecto ondulado de la sedimentación de sus partes que en la singularidad de lo contada en cada una. Temas como la reencarnación, la identidad, el individualismo, la colaboración humana, la conspiración, la traición, la privación de libertad, el karma o la redención son los ecos que resuenan de una a otra, beneficiándose del ritmo reposado y secuencial de lectura para indicar levemente su presencia y después disolverse en la alternancia de rimas entre historias.

 

La lucha contra el determinismo de Tom Tykwer

Rechacemos la idea de que existan libros imposibles de adaptar al cine. La traducción entre lenguajes es una de las pocas fuentes de gozo y descubrimiento que parecen quedar en el cine comercial de gran presupuesto, por lo que no debemos empeñarnos en ponerle limitaciones. Si se halla (una de) la(s) manera(s) correcta(s) de abordar la operación, hasta El capital de Marx es filmable, tal y como lo proyectó Eisenstein y consumó Alexander Kluge. Precisamente dentro de la monumental Noticias de la antigüedad ideológica: Marx-Eisenstein-El capital (Nachrichten aus der ideologischen Antike – Marx/Eisenstein/Das Kapital, Alexander Kluge, 2008) hay un pequeño fragmento de apenas 10 minutos que es obra de Tom Tykwer, la pata europea del trío de directores que han hecho falta para levantar la película de El atlas de las nubes (Tom Tykwer, Andy & Lana Wachowski, 2012). En esa minúscula nota al pie dentro de las casi 10 horas de duración del filme de Kluge, Tykwer disponía un análisis en clave de materialismo histórico sobre un sencillo pedazo de una calle de ciudad alemana cualquiera, evidenciando que no existe nada trivial en la vida humana ni en todo lo que la rodea. Nada es indiferente a una compleja serie de procesos sociales, culturales e ideológicos que han contribuido históricamente para darle forma. Por otro lado, que el director alemán le echara el ojo al libro de Mitchell para una posible adaptación cinematográfica parece de lo más consecuente con las reflexiones sobre el determinismo enfrentado a la teoría del caos que pueden recolectarse en títulos clave de su filmografía como Corre, Lola, corre (Lola rennt, 1998) y La princesa y el guerrero (Der Krieger und die Kaiserin, 2000). Lo anterior a los actos es tan fundamental para Tykwer como todo el ramillete de posibles consecuencias que dichas acciones puedan tener. En El atlas de las nubes, los acontecimientos tienen réplicas y reacciones en lugares remotos en el tiempo y el espacio —o incluso en otro plano de realidad—; las personalidades de los personajes se transmiten de reencarnación en reencarnación, pero también acarrean el peso de un proceso histórico sobre sus hombros.

 

El feliz cambio de cuerpo de Lana Wachowski

La entrada de los hermanos Andy y Lana Wachowski en la ecuación de El atlas de las nubes resulta todavía más significativa debido a que la segunda precisamente completó su transición de un cuerpo masculino a uno femenino durante la preparación del filme. La primera aparición pública de Lana como mujer fue en un vídeo donde ambos hermanos explicaban el proceso creativo detrás de la película codirigida a seis manos con Tykwer, donde la mayoría de los miembros del reparto (Tom Hanks, Halle Berry, Jim Broadbent, Hugo Weaving, Jim Sturgess, Doona Bae, Ben Whishaw, Hugh Grant, Susan Sarandon) interpreta a una media docena de personajes de diferente edad, sexo y raza en un juego de reencarnaciones secuenciales. Y es que ante la cuestión de dónde reside la esencia de una persona, la respuesta de Lana, experimentada en su vida personal e imbricada en el núcleo de la película, está clara: no en su cuerpo biológico, que, sea cual sea su manifestación, podrá ser modificada de muchas maneras. Aunque el mensaje es pertinente, la temeraria decisión de convertir a todos los protagonistas del filme en una especie de sosias del Denis Lavant de Holy Motors (Leos Carax, 2012), puestos a cambiar de apariencia y registro mediante un llamativo carnaval protésico, en muchas ocasiones juega en contra de la película. Las proteicas apariciones de estrellas como Tom Hanks o Halle Berry con sus tan reconocibles físicos alterados al borde de la caricatura hacen que la atención vaya a parar hacia las impactantes caracterizaciones, relegando el relato a un segundo plano. Esto pone en ejercicio uno de los mayores puntos de tensión del filme: los cuerpos y las carcasas exteriores vuelven a tomar el protagonismo absoluto en una historia que pretende cuestionarlos.

 

La película desovillada de los Wachowski y Tykwer

Frente a la estructura-acordeón del libro de Mitchell, la versión fílmica pone todas las cartas boca arriba desde el comienzo. Las seis historias no aparecen en sucesión lineal, sino que están fragmentadas y van alternando sus pedazos mientras yuxtaponen las diversas rimas e interrelaciones que guardan entre sí (oprimidos rebelándose contra opresores, ascensiones iluminadoras y caídas mortales…). El efecto perseguido es el de un óleo puntillista, donde el conjunto de pequeños fragmentos componen una imagen mayor; pero mucho más interesante que la previsible formación de un sentido unitario es ver cómo la mezcla entre la media docena de minipelículas distintas se realiza a través de audaces juegos de montaje, gracias a que las narrativas se alternan de un plano a otro sin interrupción ni cambios perceptibles en la imagen —piensa en Je t’aime, je t’aime (1968), de Alain Resnais—. Esa igualación provoca un efecto de cierto caos y desorientación para el espectador que también parece haber condicionado la decisión más controvertida de las tomadas por los Wachowski y Tykwer al adaptar la novela: filmar todas las historias de la misma manera neutra y despersonalizada. Mientras cada capítulo de Mitchell mimetizaba el estilo literario del género elegido, la homogenización formal de las imágenes de la película es absoluta, incluso teniendo en cuenta que tres historias están dirigidas por Tykwer —las de los años treinta, los setenta y la actualidad— y las otras tres por los hermanos Wachowski —la del siglo XIX y las dos futuristas—. Elogio de la neutralidad y puesta en cuestión de la autoría. Que no hayan decidido enfatizar las formas cinematográficas más asociadas a cada género —algo que podría haber beneficiado especialmente al thriller setentero protagonizado por Luisa Rey, por ejemplo—, pese al innegable atractivo e interés que podría haber tenido para el conjunto final, también debe ser entendido como una declaración de intenciones que persigue el mismo objetivo de primar las interrelaciones entre las historias por encima de sus diferencias. Solo así el diálogo a múltiples bandas que mantienen mediante planos-contraplanos no chirría, sino que utiliza para su beneficio uno de los rudimentos más básicos del lenguaje cinematográfico, en ocasiones con hallazgos afortunados en los que los personajes de una historia parecen mirar hacia la otra.

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Es una lástima que una apuesta narrativa tan atrevida no disponga de ingredientes a la misma altura para lucirse. Tomadas individualmente, solo un par de las historias de la película son capaces de mantenerse en pie: la trágica odisea romántica de Robert Frobisher, compositor del Sexteto del atlas de las nubes, y el relato de ciencia-ficción distópica protagonizado por la clon Sonmi-451 en una Corea del Norte futurista que los Wachowski utilizan para recuperar de la trilogía The Matrix cuestiones sobre la rebelión contra un sistema deshumanizado y opresivo sin, en realidad, nada nuevo que añadir. Las otras cuatro resultan mucho más simplistas, especialmente la que tiene a Tom Hanks y Halle Berry correteando por una Hawai postecnológica. Es curioso cómo la simpleza de los argumentos de cada relato jugaba a su favor en la versión literaria, contribuyendo a la demarcación de cada uno con historias estereotípicas del género abordado, pero quedan desnudas al ser puestas en imágenes. El atlas de las nubes termina siendo una película ante la que es fácil maravillarse, pero que carece de asideros legítimos más allá de la curiosidad de su estructura. Finalmente, le perjudica la grandeza de su escala: demasiado fría y anómala para el mainstream, pero no tan atrevida o visualmente impactante como su esqueleto o la personalidad de sus responsables podrían haber permitido.