El aficionado

El vampirismo en El aficionado

 

El pasado me atrae, el presente me asusta porque el futuro es muerte. Lamento todo lo que se ha hecho, lloro por todos los que han vivido; quisiera detener el tiempo, detener la hora. Pero ella pasa, se va y me quita segundo tras segundo un poco de mí para la nada de mañana. Y no volveré a vivir nunca más.
La cabellera, Guy de Maupassant

 

People take pictures of each other
Just to prove that they really existed.
People take pictures of each other
And the moment to last them forever
Of the time when they mattered to someone.
People Take Pictures of Each Other, The Kinks

 

En un capítulo de la primera temporada de La dimensión desconocida (The Twilight Zone, 1959-1964), “Un santuario de 16 mm” (The Sixteen-Millimeter Shrine, Mitchell Leisen, 1959), una vieja gloria de Hollywood se encerraba en su mansión aislada del mundo para revisionar una y otra vez sus antiguas películas hasta que, finalmente, la pantalla la devoraba, haciéndola desaparecer del mundo real y dejándola atrapada para siempre en esos filmes de su pasado. Décadas más tarde, en La rosa púrpura de El Cairo (The Purple Rose of Caire, Woody Allen, 1986), se proponía el proceso inverso: era un actor de la película quien salía de la pantalla para conocer a su más ferviente admiradora. Lo que ambas historias ponen en juego es el poder de fascinación del cine, capaz de hechizar a los espectadores hasta engullirlos. Partiendo de esta idea, cabría preguntarse: ¿no posee ya el acto de filmar cierto componente de fascinación que puede llegar incluso a vampirizar al que lo está realizando? ¿No podría ser que quienes corrieran ese riesgo no fueran solo los espectadores sino también los cineastas?

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Imprimir la vida

Una de las películas que mejor ha plasmado esa reflexión es El aficionado (Amator, 1979) de Krzysztof Kieslowski. Su protagonista es Filip Mosz, un mediocre obrero cuya vida cambia radicalmente cuando compra una cámara de cine para aficionados con la que espera grabar a su hija recién nacida. Sin embargo, una vez la pone en marcha su vida cambia por completo, ya que descubre el enorme poder del cine, su capacidad para capturar una realidad y conseguir que sea eterna. Todo aquello que filma pervive para siempre. Este rasgo es en realidad inherente al cine, como ya había remarcado un cronista que asistió a las primeras proyecciones de los hermanos Lumière: “Cuando todo el mundo pueda fotografiar a sus seres más queridos, no ya en su forma inmóvil, sino en su movimiento, en su acción, en sus gestos familiares, con la palabra a punto de salir de los labios, la muerte dejará de ser absoluta”.

En el caso del filme de Kieslowski, eso es lo que hace que Filip pierda el contacto con la realidad. Él entiende, al igual que el cronista anteriormente citado, que el cine vampiriza, ya que llega aún más lejos que la cámara fotográfica, que conseguía un retrato estático de la realidad. Las imágenes que toma Filip seguirán teniendo vida eternamente, aun cuando aquello filmado desaparezca. Es por ello que Filip tiene cierta tendencia a capturar hechos cotidianos e intrascendentes a los que inicialmente no prestaría atención, pero que cuando se convierten en objetos de filmación le son de sumo interés. Cámara en mano, las palomas le resultan dignas de grabar no por ellas en sí, sino por poder atesorar un trozo de realidad. Cuando su mujer le pide un retrato de su hija, se niega a dejar que la peine: quiere capturarla tal cual es, e incluso el hecho de que la sillita se rompa y la niña llore le parece positivo, porque eso le da más realismo al ser un fragmento de vida auténtico. De esta forma está demostrando una pérdida de contacto con la realidad, al valorar más la fuerza de ese instante desde el punto de vista fílmico que el hecho de que su hija esté llorando.

Esa búsqueda de la cotidianidad intrascendente por el placer de darle vida de nuevo posteriomente es la misma que motivaba a los propios hermanos Lumière a mostrar en sus obras detalles domésticos o estampas cotidianas. En sus primeros filmes la clave estaba no tanto en mostrar algo extraordinario como en hacer revivir esos instantes insignificantes, porque para los Lumière la importancia no radicaba en lo representado, sino en la cámara y su capacidad de “imprimir la vida”, como diría Marcel L’Herbier. Filip, a fuerza de grabar la realidad, acaba sintiéndose más atraído por su representación, ya que comparte ese enfoque en que tiene menos importancia lo que representa (por ejemplo, su hija o unos obreros trabajando en la calle) que la capacidad de capturarlo y revivirlo (el poder esencial del cine que tanto le fascina).

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Es aquí donde queda más vigente que nunca esa idea del cine como un medio para atrapar un pasado fugaz. Ante la incapacidad de retener ese momento ni saber cómo interactuar con él, Filip se obsesiona con la idea de capturarlo, pero sin llegar a disfrutarlo ni en vivo ni a posteriori visionando los filmes. Se trata de una reacción muy vinculada al acto de fotografiar/filmar en sí mismo, lo que Susan Sontag comentó en su ensayo Sobre la fotografía hablando acerca de los turistas: “La mayoría de los turistas se sienten obligados a poner la cámara entre ellos y toda cosa destacable que les sale al paso. Al no saber cómo reaccionar, hacen una foto. Así la experiencia cobra forma: alto, una fotografía, adelante”(1). Cuando Filip llega a casa y se lamenta por no haber grabado la primera entrada de su mujer con su hija está reflejando esa obsesión: a partir de entonces lo único que le interesa es si logra grabar todos los elementos destacables.

Esta relación que establece Filip con la cámara guarda muchos puntos en común con otras dos películas que han sabido reflejar a la perfección el elemento vampírico del acto de filmar: El fotógrafo del pánico (Peeping Tom, Michael Powell, 1960) y Arrebato (1980) de Iván Zulueta. Los personajes de las tres películas tienen en común no solo una obsesión por el acto de grabar, sino su incapacidad por poder establecer relaciones con los demás: Mark Lewis es un psicópata que canaliza su frustración al no poder tener relaciones normales con las mujeres matándolas, mientras que Pedro es un bicho raro encerrado en su mundo. Filip, retraído e inocente, genera simpatías entre sus amigos y compañeros de trabajo, pero parece incapaz de relacionarse con su hija una vez que la cámara pasa a ser el centro de su vida. A partir de entonces no le veremos interactuando más con la niña; únicamente la filma, ya que lo único que le preocupa es capturar a su hija para siempre en película.

 

La vampirización del cineasta

Una vez Filip ha pasado a dar más importancia al hecho de filmar en sí que a la trascendencia de lo filmado (su propia hija), el elemento vampírico se empieza a revelar apoderándose del personaje. De entrada, esas imágenes que captura Filip mantienen ese poder vampírico capaz de engullir a sus personajes, como queda patente en la escena en que su vecino se niega a acudir al funeral de su madre y prefiere quedarse en casa viendo una y otra vez esa grabación de la difunta saludando desde la ventana. En vez de afrontar la realidad, opta por dejarse atrapar por la ilusión de vida fantasmagórica que ofrece el cine, y por ello Kieslowski no volverá a mostrarlo en todo el metraje, como si esa película lo hubiera consumido.

Pero ese peligro también acecha a Filip, cuya mujer es la primera en intuirlo y siente recelos de la cámara (el filme, de hecho, se inicia con un sueño premonitorio de ella en que un cernícalo atrapa a una gallina). Mientras él filma el gran evento de la empresa, observa desde una ventana cómo su mujer se va alejando; solo entonces es vagamente consciente de que la está perdiendo, pero el poder de atracción de la cámara es demasiado grande.

Al volver a casa, Filip se encuentra el espejo del recibidor roto. El reflejo de su propio rostro es el primer indicio de que está perdiendo la noción de la realidad y de que su vida familiar está entrando en crisis. Cuando acude a un festival de cine a presentar su corto, se nos ofrece una escena en la estación de tren con reminiscencias a las típicas despedidas amorosas (así como al corto de los Lumière de la llegada del tren, en un guiño a los orígenes del cine), pero con la diferencia de que ella le desea que no gane. Finalmente, en el momento en que su esposa le abandona, él, impulsivamente, la encuadra con los dedos, un gesto instintivo y revelador: ahora percibe toda la realidad desde el punto de vista de la cámara, tal y como la filmaría. Ni siquiera en un momento tan crítico es capaz de abstraerse de su potencial cinematográfico: ¿cómo podría filmar adecuadamente su ruptura?

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El paso final de este proceso de vampirización será, lógicamente, su propia desaparición hasta convertirse él mismo en el objeto de filmación. Solo en su apartamento, empuña la cámara y se encuadra a sí mismo por primera vez, para seguidamente explicar con detalle todo lo que le ha sucedido. Como únicamente entiende la realidad cuando es filmada, su vida ya solo tiene sentido si pasa a ser registrada, es decir, la cámara le ha conquistado por completo y solo asimila su propia existencia a través de ella. Este es un momento que se puede entender como un suicidio en que la propia cámara es una especie de pistola con la que se dispara y que tiene sus equivalentes exactos en las películas mencionadas anteriormente.

En El fotógrafo del pánico, el protagonista, Mark Lewis, es un personaje claramente vampírico, ya que asesina a jóvenes mientras las filma. Es decir, les quita la vida para luego poder tener para siempre las imágenes de ellas en el momento de morir. Al matarlas mientras las graba, se lleva de sus víctimas sus últimos instantes de vida, que luego visiona en secreto en su habitación. Las mujeres han muerto, pero Mark consigue revivirlas en secreto. Cuando al final es descubierto por la policía, decide suicidarse de una forma sumamente compleja, pero que encierra un simbolismo muy claro: se sitúa ante la cámara y se convierte en la última víctima de su invención.

Del mismo modo, en Arrebato, Pedro, tras haber grabado todas las imágenes posibles del mundo con su cámara, se frustra al no conseguir repetir esa misma sensación de éxtasis o arrebato que le proporcionaba la filmación de la realidad. Como último recurso, opta por grabarse a sí mismo con un temporizador mientras duerme. Y aunque consigue volver a reproducir esa experiencia de esta forma, a cambio se va consumiendo de forma progresiva. En paralelo, descubre que siempre que revela esas imágenes aparecen unos fotogramas rojos que, cada vez que repite la experiencia, van aumentando en número hasta superar a los fotogramas de sí mismo durmiendo. La cámara literalmente lo está extinguiendo hasta que, finalmente, desaparece.

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En estos dos ejemplos subyace la misma idea que en el filme de Kieslowski: la cámara acaba vampirizando a sus protagonistas, alejándolos de la realidad y, en última instancia, consumiéndolos por completo. El acto de filmarse a sí mismo no es un acto de egocentrismo, al contrario, es el reconocimiento final de su incapacidad o desinterés para relacionarse con el mundo y un suicidio, ya sea literal o metafórico. Una vez han perdido toda conexión con la realidad, la única escapatoria que les queda es filmarse para convertirse, ellos también, en objetos fílmicos que pervivirán para siempre, como vampiros.

 

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(1) SONTAG, Susan: Sobre la fotografía, Alfaguara, México, 2006, pág. 24.

 

 

© Guillermo Triguero, julio de 2014