Vértigo en el cine contemporáneo

De la cita al deseo femenino

 

1. Sampleando a Herrmann

En The Artist (Michel Hazanavicius, 2011) se lleva a cabo un uso omnipresente de la música incidental que acompaña prácticamente todas las escenas del filme. Si bien hay algunas excepciones -una pieza de Duke Ellington-, la banda sonora está compuesta en su mayor parte por un músico actual: Ludovic Bource, quien opta por “imitar” melodías de los años veinte y treinta. Su mimetismo se ajusta a la recreación estética planteada por la película, pero pierde rigor cuando, en uno de los puntos álgidos de la trama, toma prestada una pieza ajena, anacrónica y emblemática: la Scene d’amour de Bernard Herrmann. Dicha melodía, que todo cinéfilo asocia a la transformación de Judy en Madeleine en Vértigo (Vertigo, Alfred Hitchcock, 1958), irrumpe de forma tan chirriante en el relato que evidencia la precariedad de los elementos puestos en liza por Hazanavicius en su filme-réplica. No se trata de denunciar aquí una violación, como hace la propia Kim Novak, sino de advertir de los riesgos de la cita, del sampleo, que requieren de un cineasta capaz de manejar los materiales prestados para no caer en la impostura (1). Y es que, por mucho que Hazanavicius evoque a Hitchcock con una historia de amor necrófila -la que surge entre un vivo (el sonoro) y un muerto (el mudo)-, queda lejos del acertado reciclaje de un Brian de Palma o un Arnaud Desplechin.

Precisamente, el responsable de Un cuento de Navidad (Un conte de Noël, 2008) desacraliza también la banda sonora de Herrmann en L’aimée (2007), un documental íntimo que gira alrededor de su abuela, fallecida cuando él era un niño. El vínculo surge primero en los paseos en coche de Desplechin, que se asemejan a los de Scottie por San Francisco, y se acentúa después cuando el cineasta indaga en el pasado de su familia. El testimonio del padre del cineasta francés y una serie de fotografías familiares descubren un relato oculto en el que, como en el filme de Hitchcock, emergen la muerte, el deseo y la figura del doble. No en vano, descubrimos que el abuelo de Desplechin acabó casándose en segundas nupcias con una mujer idéntica a su primera esposa. ¿Se acuerdan de Judy y Madeleine? Desplechin las evoca con acierto y logra la complicidad del cinéfilo, quien, al igual que él, invoca al cine para comprender su propia historia. Entonces, recurrir a las melodías de Vértigo no es tanto un guiño o un subrayado como un gesto de coherencia.

Descubro, con cierta sorpresa, que el blog de Indiewire “Press Play” inició un concurso a partir de la queja de Kim Novak sobre el empleo de la música de Herrmann en The Artist y, a lo largo de varios meses, ha logrado reunir una serie de montajes en los que se usa la pieza Scene d’amour en secuencias de películas tan dispares como Jeanne Dielman, La amenaza fantasma o Speed Racer. Los editores de “Press Play”consideran que “la melodía de Vértigo es tan apasionada y poderosa que puede elevar una buena escena […] a un nivel expresivo más alto” y, en algunos casos, dicha premisa es innegable. Su audaz juego -al que ellos, en homenaje a los vídeos “asuecados” de Michel Gondry, llaman “Vertigoed”- relativiza la “violación” de Hazanavicius, pero no impide que sigamos buscando ecos más sutiles del filme de Hitchcock en el cine contemporáneo. Los encontramos en Yo soy el amor (Io sono l’amore, Luca Guadagnino, 2009), donde su director evoca al cineasta estadounidense en una serie de detalles de puesta en escena y vestuario.

 

2. La construcción de la femme fatale

El mayor interés del filme de Guadagnino no se encuentra tanto en los guiños a Vértigo como en el modo en que los emplea para reflexionar sobre el rol seductor de la mujer en el cine. Tilda Swinton, la protagonista de Yo soy el amor, se siente atraída por un joven llamado Antonio y decide poner en riesgo su matrimonio para seducirle. El encuentro amoroso entre ambos no se concretará en San Francisco, pero la persecución previa por las calles de San Remo guardará muchas similitudes con la que llevaba a cabo Scottie cuando iba tras Madeleine. Existe, sin embargo, una diferencia relevante: el perseguidor en Yo soy el amor no es el hombre sino la mujer. Pese a ello, un detalle nos inquieta: Swinton renuncia a su peinado habitual y, para llevar a cabo su seducción, opta por recuperar el de Novak en Vértigo, con su célebre forma en espiral. ¿Acaso la liberación femenina no es total? ¿Acaso es necesario “todavía” adaptar el look para satisfacer a “los Scotties” de turno? ¿Acaso ciertas cabelleras tiene efectos inesperados en los hombres que las contemplan?

Según la teórica Mary Ann Doane (2), en el Hollywood clásico hay dos géneros en los que las mujeres logran, pese al entramado patriarcal, mostrar mejor su personalidad: el noir y el melodrama. No es que sean del todo libres, pero sí resultan “peligrosas”, ya que cuestionan la hegemonía masculina y llevan al límite la representación clásica. Nos referimos, en términos generales, a las femmes fatales. Ellas saben explotar como pocas su sexualidad y consiguen mover los hilos de la trama deseando y, sobre todo, siendo deseadas. Pese a ello, no son sujetos femeninos “reales”. Y es que, para Ann Doane, el nacimiento de un arquetipo como el de la femme fatale no deja de ser “un síntoma de los miedos del hombre ante el feminismo”. Ocurre entonces aquello que tan bien muestra Hitchcock en Vértigo: que la femme fatale (Madeleine) es, en realidad, una construcción masculina que impide que veamos a la verdadera mujer (Judy). No en vano, en el filme es un hombre -el viejo amigo del personaje de James Stewart- el que se encarga de convertir a Novak en una mujer atractiva para Scottie, cuidando hasta el último detalle de su vestuario y de su comportamiento. Dicha construcción resulta ser, siguiendo con la terminología de Ann Doane, una “mascarada” en la que la mujer no es un sujeto que desea sino un objeto deseado.

¿Qué ocurre entonces con Tilda Swinton? Que, de algún modo, su personaje arrastra el peso de toda una tradición y es, en un primer momento, incapaz de renunciar a ella. Su mascarada será el peinado que, como es bien sabido, siempre jugó un papel esencial en el sex appeal de las femmes fatales. Evidentemente, el joven al que seduce caerá rendido y se enamorará de ella.

 

3. La disolución de la mascarada: ¡adiós, cabellera!

Sostiene la catedrática Núria Bou (3) que el cine clásico está atravesado por la presencia irracional del Amor (en mayúsculas) y que ello forma parte del pacto tácito entre el director y el espectador. Por mucho que la trama se complique -¿se acuerdan de El sueño eterno (The Big Sleep, Howard Hawks, 1946)?-, el Hilo de Ariadna es para la audiencia una atracción amorosa que corre el riesgo de desbordar la narración, pero que, a su vez, permite resolver sus cabos sueltos. Se da el caso de que, para Bou, el mayor síntoma de fragilidad y de ambigüedad de las femmes fatales se produce cuando se rinden a ese Amor y se lanzan a los brazos del hombre del que se han aprovechado. Ocurre en Vértigo y en varios filmes citados por esta autora -de Perdición (Double Indemnity, Billy Wilder, 1944) a El extraño amor de Martha Ivers (The Strange Love of Martha Ivers, Lewis Milestone, 1946)- donde, además, el enamoramiento tiene consecuencias trágicas para la mujer. Y es que, ya se sabe, en el corsé del clasicismo a ellas no se les está permitido desear.

Por fortuna, los tiempos han cambiado en Yo soy el amor y el personaje de Swinton sí va a ser capaz de enamorarse sin recibir ningún castigo por ello. Su renuncia progresiva a la convención será, eso sí, extrema, ya que, para seguir al joven Antonio, no solo abandonará a su marido sino también a sus hijos y su estatus social. Hoy es, pues, posible despedirse de todo aquello que parecía irrenunciable en la era clásica y hacerlo hasta las últimas consecuencias. “Yo soy el Amor”, nos viene a decir Swinton, quien, en un detalle de gran belleza, aceptará que su amante le corte su cabellera. Ese será su último gesto para manifestarnos que ha roto con un peaje, con una mascarada, que a lo largo de la historia del cine ató a tantas mujeres que fueron incapaces de mostrarse tal y como son. Ella recurrió al hechizo del peinado de Vértigo, pero ahora ha renunciado a él. Y es, al fin, libre.

 

(1) La réplica que The Artist hace de la célebre secuencia del desayuno de Ciudadano Kane (Citizen Kane, Orson Welles, 1941) sí está, por ejemplo, bien integrada en la trama. Uno percibe el homenaje, pero ello no enturbia la narración. Más bien lo contrario: Hazanavicius demuestra que el recurso formal de Welles sigue siendo hoy igual de eficaz para plasmar la monotonía matrimonial.

(2) ANN DOANE, Mary: Femmes Fatales: Feminism, Film Theory, Psychoanalysis, Routledge, 1991.

(3) BOU, Núria: La mirada en el temps: mite i passió en el cinema de Hollywood, Edicions 62, 1996.