DOK Leipzig 2018
El cine que acerca mundos
Acudir a un festival de documental supone asomarse a decenas de mundos desde una sala de cine y abrirse a decenas de maneras de convertir la cámara, el dispositivo fílmico, en una herramienta para mirar, para estudiar el entorno y relacionarse con él. Tras más de cien años desde que se descubrió la fotografía, hemos hecho de esas imágenes robadas al tiempo un modo para acercarnos, para reconocernos y mirarnos, y un festival como este es quizás la celebración última de esta idea. En esta 61 edición del Festival Internacional de Documental y Animación de Leipzig, celebrado el pasado mes de octubre, me ha tocado formar parte del jurado de la crítica, encargado de premiar un filme de la sección oficial de largometrajes a competición. Como en todos los jurados, cada uno defiende su propia concepción del cine, cosa que aquí pronto deriva en redefinir o delimitar aún más el propio cine documental frente a las convenciones del reportaje o la libertad creativa del ensayo, según la visión de cada uno. Con la ontología hemos topado.
En la teoría también encuentra uno desacuerdos. Mientras el catedrático de la UPF Domènec Font veía la oposición entre ficción y documental como una estructura propia de la historia del séptimo arte, en cuya tensión se definen ambos polos, otros teóricos como François Niney entienden esta oposición como una escala de grados en la que cada filme se sitúa a su manera (o directamente, como Guy Gauthier, la califican de banal y poco rigurosa). Aunque ciertos conceptos como el de “representación de veracidad expresa” de Carl Plantinga, que hace referencia al contrato implícito entre realizador y espectadores sobre lo que contiene el filme, ayudan a entender mejor cómo la industria y el público identifica y recibe un documental, o cómo ciertos códigos formales se convierten en canon definitorio, en mi opinión resulta más enriquecedora la idea de Stella Bruzzi del documental como facilitador de un intercambio performativo entre cineastas, sujetos y espectadores a partir de las posibilidades del aparato fílmico. Más allá de dónde se sitúe cada uno, y de que todos estos conceptos pueden ser útiles para iluminar distintas perspectivas de análisis, quizás de esta disparidad teórica provengan estos lodos.
Resonancias en el tiempo
El filme que posiblemente planteó este dilema de manera más directa fue Letter to Theo (Lettre à Théo) de Elodie Lélu, una carta filmada al desaparecido Theo Angelopoulos hecha por una investigadora universitaria que acabó siendo colaboradora directa en sus últimos proyectos. La cineasta francesa construye un ensayo personal que, más allá de la carta a su mentor, despliega toda una investigación que parte de sus imágenes para cuestionar la inquietante actualidad de su mirada a la luz de la situación de los refugiados en la Europa de hoy en día. Es un filme complejo, que se expresa en segunda persona y se construye desde la figura de la cineasta que guía el filme, con su voz y con su presencia frente a cada entrevistado.
Letter to Theo constituye así no solamente un personal acercamiento a la figura de Angelopoulos a través de sus filmes —y especialmente del último que estaba filmando sobre la crisis en Grecia cuando falleció, titulado El otro mar—, sino un ensayo sobre las correspondencias entre aquellas imágenes y el drama humano que hoy emerge en Europa con los refugiados de la guerra en Oriente próximo. Apoyándose en la ficción de un diálogo imposible, Elodie Lélu vuelve a las imágenes que Theo había imaginado, a ese campo de refugiados construido en un puerto griego, a la intensa preparación de un filme que parece estar sucediendo hoy en la realidad. Así encuentra a sus personajes, migrantes y refugiados que buscan asilo, y descubre también otras imágenes que parecen surgidas del imaginario de su maestro, como el aeropuerto convertido en improvisado campo de refugiados que han hecho del no-lugar su única casa o el edificio abandonado del Hotel Plaza donde residen más de 400 personas. Quizás la superficialidad de algunas de estas entrevistas, filmadas de manera circunstancial, quitan peso a un filme que opta por el retrato coral y sus conexiones con un imaginario, el de Angelopoulos, que no solo puede ser más o menos premonitorio, sino que, ante todo, pugna —y las valiosas entrevistas del cineasta griego que se muestran son relevadoras en este sentido— por el reconocimiento del otro. En ese aspecto, Letter to Theo —ya lo avisa desde su título— no puede evitar interesarse más por el otro ausente que por todos esos otros que desfilan ante la cámara, en cuyas vidas no llegamos a profundizar. A pesar de lo poco que Lélu escarba en esos personajes, la cineasta acierta al plantear la estructura del filme desde el diálogo ininterrumpido con su mentor ausente, un diálogo imposible del que surge poesía, como surge poesía (y alguna que otra revelación) en este viaje cámara en mano buscando los trazos de aquellas historias en un presente que, sin duda, añora al gran cineasta tanto como esta película y quien la firma.
Aunque algunos compañeros señalaron ciertas carencias documentales en el filme, principalmente por su tono demasiado personal —como si la directora no pudiera ser objeto y parte de su propio documental—, yo no dejaba de ver en él el trabajo cinematográfico más logrado que encontré en todo el festival, interesado en mostrar cómo las imágenes y la mirada de un cineasta resuenan todavía en el presente. Quizás su principal problema sea, por contraste, el mayor logro del filme que se llevó el premio también merecidamente, I had a dream (Avevo un sogno) de la italiana Claudia Tosi. La cineasta pasa diez años siguiendo las vidas de dos políticas, Manuela y Daniela, que luchan por la igualdad y la defensa de las mujeres frente a un berlusconismo que creen en debacle en la política italiana. Con la victoria de la derecha en las elecciones de este mismo año, el filme se transforma inevitablemente en la crónica de un fracaso. Aunque el proyecto pudo ser abandonado, y en algún punto estuvo cerca de serlo, Tosi encuentra en la autorreflexividad la clave para plantear la historia: Manuela y Daniela son filmadas viendo el documental al mismo tiempo que el espectador, y en ocasiones las vemos opinar sobre lo que acaban (y acabamos) de ver. Así, lo que podría ser una road movie emocional filmando los entresijos del trabajo de las dos políticas deviene en una meditación sobre el alcance y el valor de la política hoy en día, así como del sacrificio que supone para el que se implica en ella y de la propia vida vista en perspectiva. La crónica del fracaso se hace también crónica de la perseverancia y la determinación de dos mujeres excepcionales en un entorno todavía dominado por el machismo más trasnochado. Así es como el filme plantea no solo una mirada al pasado reciente, sino al futuro.
La profundidad con la que Claudia Tosi aborda el retrato de sus personajes, dilatado durante toda una década y elaborado desde una cercanía extrema con ambas, convierte el filme en una experiencia performativa interesada en las resonancias entre ese relato fallido y un presente que habrá de reelaborarse a partir de ahí. Manuela y Daniela ofrecen a veces un contrapunto, otras una reflexión que ilumina con otra luz lo que acabamos de ver, pero más allá de eso su presencia inscribe el filme en el presente, le añade una capa más de sentido, desactiva todo suspense —como ellas, los espectadores sabemos que han perdido las elecciones, y que Italia continúa en manos de los mismos poderes contra los que luchan en todo el filme— y hace que el documental se transforme en una reflexión más honda no solo sobre la política, sino sobre la vida, el tiempo, el desengaño y el peso de las decisiones. A pesar de caer a veces en ciertos convencionalismos formales en el uso de la música o la edición, I had a dream es uno de los retratos políticos más interesantes de los últimos años, crucial para entender el momento tan sensible que vive actualmente Europa con el auge de un fascismo que cada vez parece menos avergonzado de existir.
Ante la cámara / Tras la cámara
Se podría hacer una crónica de la disolución de Europa solo a partir de filmes. El otro gran documental de la competición de este DOK Leipzig que podría ser parte de esa crónica es On the water (Na bodi) del croata Goran Dević, un retrato coral de gente que sobrevive alrededor de los tres ríos que confluyen en la ciudad industrial de Sisak. La cámara les filma primero en sus interacciones con el río: nadando, pescando, buscando madera, bautizándose y realizando todo tipo de actividades; más tarde en sus encuentros con otros personajes o sus conversaciones. Así el filme primero se plantea como un retrato de la vida humana en torno a los tres ríos de Sisak para pronto desvelar su verdadero sentido, el de retratar cómo el pasado resurge en ese lugar, cómo esas vidas arrastran el trauma o la experiencia extrema de la guerra civil yugoslava y la miseria que le sucedió. La cámara de Dević muestra esos rostros en primer plano, los magnifica y los explora con una cercanía avasalladora. Aunque la puesta en escena parece reducida al acompañamiento, a estar ahí y escuchar con atención lo que dicen y lo que no, el dispositivo se basa en la observación y la elección del punto de vista: el cineasta se mantiene en la perspectiva de sus personajes, incluso cuando las historias que cuentan rozan lo intolerable o cuando su comportamiento es disruptivo con la situación filmada. Es precisamente a través de esos discursos y esos gestos como emerge y toma forma el pasado traumático que el filme no cesa de documentar en el presente, en los vínculos entre ese lugar y la gente que lo habita, entre el agua que no cesa de discurrir y las historias que aún arrastra, como si lo no dicho permaneciera intacto en el fondo del río, enfangándolo todo.
Si prefiero pensar en el documental como una experiencia de intercambio performativo más que como un modo de representación de veracidad expresa, como propone Plantinga, es porque me parece infinitamente más interesante entender el cine documental no solo como un dispositivo representativo, en el que reconocemos ciertas formas de lo veraz, sino como uno performativo, que realiza una acción transformadora en la realidad. Es decir, que el cine ejerce un efecto determinado sobre la realidad que filma, sobre las personas a las que documenta y sobre las que ven el filme, y el propio documental se construye en la interacción entre esas tres instancias. Mientras el primer concepto propone ciertas formas del cine que reconocemos como veraces, es decir, ciertos códigos compartidos o convencionalismos que hacen reconocible un documental al público, lo performativo propone desnudar al documental de estas convenciones, o hacerlas explícitas, y plantearlo como un dispositivo: el cine como herramienta para dar forma a lo real.
Quizás por eso filmes como No obvious signs (Yavnykh proyaviv nemaye), de la joven cineasta ucraniana Alina Gorlova, o The days and the year (Die tage wie das jahr) del alemán Othmar Schmiderer me parezcan más o menos interesantes mientras otro como A sister’s song, de la israelí Danae Elon, me genera ciertos problemas como espectador. El primero documenta la vida de Oksana, soldado ucraniana que lucha por superar el trauma de sus experiencias en la guerra. Como ocurría en On the water, aquí Gorlova también plantea el filme desde un dispositivo observacional, manteniéndose cerca de su personaje y filmándola en cada situación de su vida cotidiana, en su vuelta al ejército para culminar su partida y en su reencuentro con compañeros y amigos tras una lenta recuperación mental que la mantuvo durante largo tiempo encerrada en casa. La relación entre la cineasta y su protagonista queda clara tras unas pocas secuencias, cuando Oksana cuenta cómo la conoció, y cómo se implicó en el proyecto. Como su título anuncia, el filme pugna por filmar las marcas invisibles de la guerra en su protagonista, los síntomas del estrés postraumático que otros muchos soldados también sufren en silencio. En lugar de profundizar en la situación política que posibilita la guerra o en los problemas del ejército, algo que podría hacer crecer mucho al filme, la cineasta rusa mantiene su interés en su protagonista, a la que trata de mantener siempre en el centro de sus planos. Aun con sus carencias, el filme constituye un retrato fiel a su protagonista y su objetivo, desvelar o filmar lo que ocurre en el interior de Oksana —también su palabra y su evolución durante el filme— desde la observación rigurosa. The days and the year, por su lado, documenta la vida de una pareja que trabaja en su propia explotación agroganadera ecológica. El rigor del filme reside en su filmación extendida en el tiempo y en la precisa distancia que el cineasta mantiene con sus sujetos, aunque es quizás eso mismo lo que termina agotándolo: sin implicación con los personajes, todo el peso del filme recae en los hallazgos de su dispositivo observacional, que para el que escribe se acercan más a un retrato pintoresco sobre la vida en el campo de esos dos personajes, cuyas propias vidas parecen encarnar una alternativa al capitalismo y la industria alimentaria, que a un verdadero estudio sobre el trabajo, la vida en la naturaleza o el tiempo, como uno podría esperar en un principio.
Con todo, frente a la claridad de filmes como estos, A sister’s song plantea sin duda un relato más complejo y desarrollado, aunque la opacidad de su puesta en escena me genera inquietud como espectador. El filme retrata la vida de Marina, cuya hermana Tatiana abandonó a la familia dos décadas atrás para marcharse a un monasterio y ser monja. Ante un mal presentimiento, Marina decide ir en busca de su hermana. Finalmente logra volver con ella, que conozca a su hijo y se vuelva a encontrar con su madre, pero tras unos días Tatiana decide volver a su vida entregada a la religión y Marina no puede hacer más que despedirse y verla marchar de nuevo. Entre tanto giro de guion y tanta situación forzada uno no deja de preguntarse cuánto de esa historia estaba escrito y cuánto ocurrió de verdad sin la intervención de la cineasta. Pareciera que todo —el viaje de Marina, la visita de la madre a Israel, la vuelta con Tatiana, su partida final— forma parte de un guion pactado que ha sido parcialmente ficcionalizado para la cámara. Sea como sea, en lugar de explicitar el dispositivo o integrarse en el filme, Elon desaparece tras la cámara, no interviene directamente y diseña una puesta en escena y estructura dramática muy cercanas a la ficción. La presencia de la cámara permanece casi siempre inadvertida por el resto de personajes y ciertas escenas, como las despedidas o algunas conversaciones extremadamente personales o emocionales, no dejan de resultar en cierto modo preparadas, concatenándose en giros consecutivos que difícilmente pueden no estar calculados. Reconozco en ellas los convencionalismos de cierta manera de filmar, incluso una cuidada escritura dramática en busca de efectos muy concretos, pero jamás veo la relación entre quien está detrás de la cámara y quienes están frente a ella.
No ocurre así con Lyubov – Love in Russian (Lyubov – Kärlek på ryska), documental programado fuera de competición que se sostiene precisamente en la presencia y la palabra de la premio Nobel bielorrusa de literatura Svetlana Alexievich. Son sus reflexiones y sus diálogos con cada entrevistado los que guían el filme, dirigido por el sueco Staffan Julén. A partir de esas entrevistas en profundidad, Julén y Alexievich construyen un retrato polifónico y variado sobre las relaciones afectivas en Rusia, quizás más interesante por su contenido que por su forma. Basado en la concatenación de entrevistas, manteniendo a Alexievich como figura que dialoga con cada entrevistado, el filme recurre a la mujer que transcribe las entrevistas, sola con sus auriculares y su máquina de escribir, como metáfora del propio espectador y como recurso para distanciarse o puntuar ciertos momentos.
Sin duda, Lyubov encuentra sus mejores momentos en la ironía de algunos entrevistados y en las sutiles (o no tan sutiles) paradojas que conlleva quererse durante años. “El amor consiste en dominar el odio” dice una de esas formidables señoras rusas justo después de contar la historia de su primer amor con 18 años, de cómo el sudor de sus manos le escocía en las suyas, arañadas por su gato, y cómo a pesar de todo solo deseaba que nunca se las soltara. Así define la señora el soviet love: duele, escuece, y sin embargo no quieres que se acabe. No deja de haber algo de ironía ahí.
Entre el mito y la historia
Entre todas estas películas documentales basadas en personajes, hay dos que hacen del fuera de campo su principal recurso formal, aunque de un modo diferente: Ojo guareña y The principal wife. La primera, de la española Edurne Rubio, constituye todo un retrato sensorial de Ojo Guareña, el impresionante complejo de cuevas situado en Cantabria que da nombre al filme, basado en la experiencia de quienes lo han recorrido años atrás y de quienes todavía descienden para estudiarlo. Vinculada al lugar desde pequeña (en otra época, su familia descendía a menudo a las cuevas), Rubio propone un particular viaje cinematográfico a esos espacios: filmar su oscuridad y los sonidos que la llenan. En ese particular ambiente la burgalense sitúa las entrevistas con espeleólogos, familiares y amigos, siempre dentro de las cuevas, filmadas en planos de un denso negro y el eco propio del espacio desde el que hablan. No vemos su rostro, solo escuchamos sus palabras que resuenan en el espacio, y a través de su palabra la cineasta conecta ambos tiempos, aquel pasado feliz de aventuras que recuerdan sus familiares y el presente de un lugar que sigue ejerciendo su fascinación sobre lugareños e investigadores. La propia sala de cine deviene en una gruta en sí misma, solo traicionada por unos subtítulos blancos sobredimensionados y situados en el centro de los planos a modo de intertítulos que cubren casi toda la pantalla destrozando a golpes de luz toda esa atmósfera lúgubre y densa de la oscuridad del lugar. Resulta difícil comprender esta decisión, que la propia cineasta defendía en el coloquio posterior a la proyección.
En todo caso, la española parece más interesada en la exploración de cierta atmósfera sonora y espacial que en la capacidad de registro visual de ese espacio o en explorar la materialidad de esa oscuridad y de cómo la luz se comporta en ella (excepto quizás en la secuencia en la que detonan un artefacto y la cámara filma cómo la cueva se inunda de una luz repentina y cegadora). Aun así, Ojo guareña propone toda una singular experiencia que va desde la exploración del espacio en la propia sala de cine hasta, en la que quizás es su mejor secuencia, la correspondencia entre ese mito moderno en el que ha devenido la llegada del hombre a la luna y las huellas de aquellos que caminaron años y años atrás por esas mismas cuevas que todavía hoy no se conocen en su totalidad.
Por su parte, The principal wife del holandés Hester Overmars ofrecía una variación a priori interesante. Su filme aborda la historia familiar de Marijke, cuya madre la abandonó para entrar en una secta cristiana donde se convirtió en esposa de su líder, más tarde acusado de abusos infantiles. Partiendo de los recuerdos inciertos de la propia Marijke, y de la investigación documental, el filme se completa con testimonios de amigos y familiares que, no obstante, nunca aparecen en la imagen. La cámara se limita a filmar a Marijke, que pregunta y escucha atentamente las explicaciones de sus entrevistados. Estos solo aparecen como cuerpos desenfocados en algunos planos, voces sin rostro que hablan desde un conveniente fuera de campo. El dispositivo se agota pronto, más aún cuando los testimonios alcanzan temas sensibles y no parece haber ningún rostro que se haga cargo de lo dicho salvo el de Marijke, que escucha afectada. Varias veces la veremos dibujar y emborronar, como si ya hubiera olvidado su forma, el recuerdo que conserva del rostro de su madre, a la que al final del filme también escucharemos sin ver.
El trabajo con archivos o historias del pasado lejano resultó otra de las vertientes más interesantes de esta edición del festival. Situada fuera de competición, Chris, the Swiss de Anja Kofmel fue, para mi sorpresa y decepción, el único filme (parcialmente) animado que vi en todo el DOK Leipzig. En él Kofmel propone un viaje que parte de un recuerdo íntimo: el de su tío Chris, joven corresponsal bélico fallecido en inciertas circunstancias mientras trabajaba en 1991 en la Guerra de Croacia. Partiendo de su propio cuaderno de notas, donde su tío revela cómo pasó de ser periodista a mercenario, la cineasta emprende un viaje cinematográfico hacia los lugares que pisó, trazando de nuevo sus pasos y conversando con familiares, amigos y algunos colegas que le acompañaron entonces. Kofmel completa esta road movie llena de testimonios con sus propios dibujos, con bocetos animados que ilustran lo que su tío pudo haber vivido. La imagen animada propone una representación imaginaria del contenido de esas notas fragmentarias e incompletas —las últimas páginas del cuaderno fueron arrancadas—, pero sobre todo sirve para confrontar un momento traumático, el de la muerte de su tío, asesinado fríamente por sus propios compañeros. No es casual que también la cineasta forme parte, como niña, de esta reconstrucción: la niña que corre tras la imagen o la voz de su tío, tras su recuerdo al fin y al cabo, es quizás el motivo visual clave del filme, su impulso principal. Con todo, y a pesar de ofrecer las imágenes más potentes e interesantes del filme —la figuración del asesinato como una pesadilla infantil—, la animación queda relegada a un lugar secundario, a un recurso que permite caricaturizar a los personajes (algunos hasta un límite grotesco) e ilustrar lo que no tiene imagen siempre desde la visión personal de Anja. La manera de filmar las entrevistas, el uso de la música y sobre todo la omnipresencia de la voz en off de la cineasta que guía el relato hacen de Chris, the Swiss un documental mucho más convencional y rígido de lo que podría ser.
Por su parte, Sergei Loznitsa propone en The trial la recuperación de un metraje histórico que hasta ahora ha pasado más o menos inadvertido: un juicio de 1930 en el que la URSS condenó por traición a académicos, ingenieros e intelectuales. Utilizando acusaciones falsas, el régimen soviético presentó el juicio al público como un proceso implacable de justicia social, de lucha contra el enemigo. A sabiendas de que habían sido detenidos sin motivo, los acusados tuvieron que relatar un testimonio simulado aceptando su traición. Eso convierte el juicio en una situación inaudita: por un lado, es una simulación, una pantomima que todos —excepto el público— conocen, una puesta en escena vacía de la fuerza del régimen; por otro, no deja de ser una situación límite entre la vida y la muerte para todos los acusados. Loznitsa profundiza en esta paradoja estructurando las imágenes según las propias partes del proceso, desvelando el ritmo del acto, atendiendo a los gestos, a esos rostros que tratan de hacer un papel obligado que podría llevarles a su propia muerte. Un documento imprescindible sobre la maquinaria represora del Estado, sobre la performatividad de los procesos judiciales y sobre cómo la representación deviene realidad, que realizado y estrenado en 2018, y viniendo de quien viene, no puede más que remitir al presente de la guerra con Ucrania y los presos políticos en la Rusia de Putin.
Es imposible no ver aquí el contraste con el filme que inauguraba el festival, Meeting Gorbachev de Werner Herzog y André Singer, donde, a través de emotivas entrevistas con el cineasta alemán, se nos presenta al antiguo líder de la Unión Soviética como la última gran figura trágica del siglo XX, en consonancia con el propio fin de la URSS como último gran proyecto social opuesto al capitalismo. A pesar de la cadencia hipnótica de la voz de Herzog, de la profundidad de su comentario histórico y sus reflexiones, y, cómo no, de esa idea luminosa de mirar al viejo político ruso como una metáfora trágica del propio siglo XX, el filme no puede evitar en ocasiones quedarse en la superficie de un inmenso respeto por su personaje, de una amabilidad que impide desarrollar esa ironía incisiva tan propia del cineasta alemán. Quizás por eso, o quizás por la presencia de Singer en la dirección, varias críticas lo señalan como su filme más convencional.
Es posible que la admiración confesa de Herzog por el líder soviético —en cierto momento llega a proclamarle su amor entre risas— lastre la profundidad de las entrevistas o que el filme roce lo hagiográfico en ciertos momentos, pero es justamente desde esa admiración como la película consigue constituirse no solo como un afinado testimonio histórico de una época clave para la Europa que conocemos hoy, sino como un retrato nostálgico de lo que pudo haber ocurrido, y no ocurrió. “We didn’t finish the job of democracy in Russia”, llega a afirmar Gorbachov en uno de los encuentros. Como si quisiera hacer las paces con toda una época, con el fracaso del proyecto comunista y su definitiva disolución, Herzog nos ofrece el retrato agradecido y sin demasiadas sombras del que podría ser uno de los últimos héroes caídos del pasado siglo.
© Bruno Hachero, diciembre de 2018