DocLisboa 2013

 

A Blogs and Docs por lo que logró, lo que nos deja y lo que está por venir

 

(Sin) límites de tiempo y espacio

 

Nota inicial de trayecto: pessoa en portugués significa ‘persona’.

 

Pasé cuatro días en el 11º DocLisboa, mi primer DocLisboa. Picoteé entre secciones, no me ceñí a ninguna específica y el avión de regreso me ha pillado lamentándome por no haber elegido más de dos sesiones de la ejemplar y estimulante retrospectiva programada por Federico Rossin bajo el epígrafe Moving Stills – Photography, Photographers and Documentary Retrospective. Rossin estructuró dicho ciclo alrededor de diez ejes temáticos (con más de treinta piezas proyectadas) y donde se trataba de indagar en torno a las relaciones que se han ido estableciendo históricamente entre fotógrafos y cineastas, cómo el interés de los primeros por el cine les ha llevado a probar sobre todo en el ámbito del cine experimental y documental y cómo los segundos han recurrido puntualmente a la fotografía como, en palabras de Rossin, “una herramienta para investigar el medio y la realidad, retratar la Historia, realizar autobiografías, cuestionar la imagen, archivar su vida diaria”.

Tuvimos la fortuna de acudir a las sesiones «Autorretratos» y «Álbumes de familia». En la primera de ellas vimos, entre otras cosas, a un Man Ray juguetón filmándose en la intimidad de su hogar (Autoportrait, 1936), a Robert Frank dialogando con sus hijos (Conversations in Vermont, 1969), el asombroso balance profesional del reportero Ed van der Elsken tras sus viajes por el mundo (De Verliefde Camera, 1971) y la también estupenda y tierna Born to Film (1983) del neoyorkino Danny Lyon. Mientras, de «Álbumes de familia», pudimos ver por vez primera Karins Ansikte (1983), el conmovedor retrato que Ingmar Bergman compone de su madre buscándose a sí mismo en ella, la hermosa On the Pond (1978) de Philip Hoffman o el singular recurso utilizado por Maki Satake para volver al pasado familiar y biográfico. La japonesa combina en Kurashi Ato (2009) varias capas donde se entrelazan y coexisten imágenes de vídeos familiares con fotografías de esos espacios en diferentes tiempos y que dotan al conjunto de un halo verdaderamente fantasmagórico, como si se hubiera tratado de una sesión de espiritismo. El dispositivo de Maki Satake nos lleva a recordar aquellos momentos donde la también nipona Naomi Kawase situaba fotografías de su particular álbum familiar sobre los mismos lugares vacíos en el presente.

kurashi_ato_maki_satakeNo sé si el haber acudido con mayor frecuencia al ciclo nombrado hubiera asegurado menor dispersión en esta especie de crónica, ni si hubiera arrojado más luz sobre dos preguntas latentes (y no por básicas menos complejas) que se me han colado en la maleta de regreso a España. ¿Cuánto tiempo tiene que durar cada película? Esta primera cuestión empezó a asaltarme ante el visionado de los 250 minutos de Norte, the End of Story (Lav Diaz, 2013), los 227 minutos de Feng ai (Wang Bing, 2013) o los 164 minutos de E agora? Lembra-me (Joaquim Pinto, 2013). En el momento de escritura de este texto aún no había visionado At Berkeley (Frederick Wiseman, 2013), de 244 minutos, y se me pasó en Lisboa Jai Bhim Comrade (Anand Patwardhan, 2011), de 199 minutos. Aunque, para ser sinceros y más precisos, dicha pregunta me repiqueteó con mayor insistencia durante la proyección de la película premiada de Joaquim Pinto, durante Cut (Christoph Girardet, Matthias Müller, 2013) o durante el pase de Manakamana (Stephanie Spray, Pacho Velez, 2013), de 118 minutos.

Trascendida la sorpresa sensorial, incluso vertiginosa, que suponen los primeros compases de Manakanama (Mana: ‘corazón’; Kamana: ‘deseo’), once planos fijos de unos once minutos cada uno (la duración del rollo de super-16 mm) registrados en el interior de las cabinas teleféricas que conducen hasta el templo homónimo donde se venera a la diosa hindú Bhagwati en Nepal, la cabeza de cada espectador empieza a circular en una y otra dirección. Mientras los diferentes peregrinos se van sucediendo, desde un anciano y un niño a un grupo de tres ancianas u otro de tres jóvenes, vamos sobrevolando con ellos un magnífico paisaje montañoso enmarcado tras el cristal del compartimento. Por la posición frontal de los ocupantes del vehículo ante la cámara y el estatismo de esta, uno podría acordarse de las imágenes proyectadas como falsos exteriores tras algunos coches en el cine clásico. Aunque aquí el entorno, claro, es natural, real y entre un viaje y otro, hay un impasse donde la cabina penetra en la oscuridad de un intercambiador y nosotros giramos en su interior para volver progresivamente a la luz con unos ocupantes diferentes. Acto seguido el dispositivo seguirá siendo el mismo al igual que el trayecto, aunque cambie de sentido.

manakamanaEntre los once planos de Manakanama, una de las más recientes producciones del Sensory Ethnography Lab (SEL), los viajeros permanecerán más o menos inmóviles, interactuarán entre sí, sus cuerpos traquetearán sonoramente cuando la cabina pase junto a los postes del cableado… Iremos descubriendo algunos datos sueltos sobre la evolución paisajística del lugar o divirtiéndonos ante la dificultad que puede entrañar comer un helado (en la secuencia, indudablemente, más divertida del filme junto a las conversaciones surgidas entre los espectadores a la salida de la proyección). Uno irá tratando de completar el puzle, de hacerse una idea de conjunto sumando las piezas, otros le buscarán tres pies al gato o al sonido aquel que quizá fue incluido para que se los buscáramos y otros irán corriendo a casa para saber cómo se colocó la cámara, si los directores viajaban junto a ella, cuántos viajes se filmaron en total y en base a qué criterios se seleccionaron sus planos y se construyó la estructura global…

En DocLisboa, Manakanama se proyectó dentro de la sección «Investigaciones» que, según reza la web oficial del certamen, pretende albergar “visiones que nos permitan acceder profundamente y con singularidad en los temas que abordan, confirmando así el arte del cine como un espacio que integre las diferentes crónicas de los días presentes”. Nadie podrá cuestionarle al film de Stephanie Spray y Pacho Velez falta de singularidad; otra cosa es que como experiencia inmersiva acabe resultando excesivamente redundante, quizá porque no llega más allá del esbozo de dicotomías conocidas (naturaleza y tecnología, antigüedad y contemporaneidad, trascendencia y materialidad) y acabe sintiéndose demasiado anecdótica en relación a su metraje. Podría haber durado más, pero también podría haber durado menos y quién sabe si al final no hubiera sido un emocionante colofón un encuentro con/en el templo, el lugar de peregrinaje que permanece en fuera de campo. Queda cierta sensación de vacío tras la espectacularidad minimalista y sonora de su dispositivo. Habiendo visto con gusto hace años algunos de los films-dispositivo de James Benning u Oxhide II (Jiayin Liu, 2009) y con bastante curiosidad y excitación la sumergida Leviathan (Lucien Castaing-Taylor, Verena Paravel, 2012) —cuyo único pero cabría también achacárselo a la idoneidad de su duración—, la experiencia Manakanama a mí,  personalmente, se me ha quedado más en la cabeza que en el corazón. Aunque eso sí, es de esas películas que hay que ver en cine. ¿Serán los films del SEL la encarnación actual de aquellas antiguas películas de viajes o exóticas que filmaron los pioneros para asombrar a las plateas mientras el cine echaba a andar?

 

Límites en la mirada

Desde este encierro temporal (y voluntario) y este dispositivo estático escogido para Manakamana saltamos a la nueva apuesta de Wang Bing, conocido especialmente por sus largometrajes de duración poco estándar. El realizador chino documenta en Feng ai —con título internacional, ‘Til Madness Do us Part— la vida ordinaria en un psiquiátrico del sudoeste de China. La localización es una estructura arquitectónica bien acotada y enrejada, concebida para que el interno no pueda salir y cuya disposición se diría incluso ideada para agudizar o generar los trastornos mentales de los allí recluidos, ya sean enfermos reales o no. La cámara de Wang Bing sigue sin florituras ni cortapisas a varios internos y registra la dinámica enfermiza de una institución cuya política de funcionamiento prescinde de cualquier criterio de humanidad. Los médicos se limitan a repartir las dosis de medicamentos oportunas para mantener a los reclusos adocenados y en un estado casi constante de atontamiento. El director de Tiexi qu: West of the Tracks (2003) no muestra reparos a la hora de invadir su intimidad mientras evacúan contra paredes o palanganas, mientras comparten cama, mientras gritan y repiten palabras o actos hasta la saciedad con la mirada perdida, mientras tratan de expresar sus sentimientos hacia otros…

feng-aiA raíz de Feng ai empezó a surgir el otro gran interrogante que me traje de regreso a Barcelona, una de las cuestiones más antiguas del cine y un asunto objeto de las conversaciones más acaloradas y extensas: ¿Dónde han de situarse los límites cuando miramos a otro? Wang Bing presenta con un escueto y conciso epígrafe (nombre más tiempo de reclusión) a aquellos personajes en los que decide centrarse especialmente. Su apuesta es atrevida y su resultado, contundente. Leía hace unos días una entrevista a Fernando Franco a propósito de los orígenes de su primer largo, La herida (2013). En un primer momento se trataba de un proyecto documental, pero en la interacción con personas con trastorno límite de la personalidad, tema que recoge su film, contemplaron cómo la propia interacción con los enfermos les perjudicaba, pues se autolesionaban con mayor frecuencia para recibir más atención del director.

Desconozco cómo ha sido el trato directo entre Wang Bing y los internos de ese hospital psiquiátrico, pero la cámara parece encontrarse frente a ellos desde una confianza preestablecida y no dañina. También es cierto que estamos hablando, en varios casos, de personas que sufren algún tipo de patología mental y, también, de una película que cruza quizás algunos de nuestros propios límites con la finalidad de denunciar varias cuestiones: el trato poco humanitario dispensado dentro de la institución, el abandono de los recluidos por parte de especialistas, familiares y autoridades y el hecho de que en el mismo saco puedan ir a parar enfermos, disidentes políticos, descarriados, mendigos… En definitiva, todos aquellos que pueden suponer un lastre para la sociedad. En el caso concreto de Feng ai, sentimos necesarias sus cuatro horas. Es un tiempo que asume la película para poder mostrar el día a día en ese lugar, para el acercamiento progresivo a las dinámicas, los espacios, las relaciones… y para que, en última instancia, la acumulación de lo que se nos ha ido dando a conocer cristalice en los gestos singulares y en las emociones expresadas que devuelven la dignidad a esas personas a las que no se trata como tales. Wang Bing rastrea esa humanidad entre paredes y suelos hediondos, entre los barrotes de un cuadrilátero donde podría enloquecer hasta el más cuerdo (si es que tal categoría existe). En declaraciones del propio director recogidas en la web de la Biennale pasada, “cuando el tiempo se para, la vida surge”. Y es eso lo que sucede en Feng ai, con mayor explicitud en su tramo final, tras otra osada decisión tomada por su realizador que rompe con la tónica general del filme para regresar a él (nos abstenemos de detallar el spoiler) y concluirlo con una sucesión de secuencias luminosas, esperanzadoras. De la oscuridad fantasmagórica del inicio acaba brotando con contundencia el milagro de lo humano y nos emocionamos hasta el nivel del final de Pickpocket (Robert Bresson, 1959) a raíz de otro abrazo liberador entre barrotes.

Son otros los límites expuestos por Joaquim Pinto en E agora? Lembra-me a la hora de adentrarse en las entrañas de su propio dolor y enfermedad, aunque podría llegar a entenderse, creemos, con Wang Bing, pese a las diferencias evidentes entre ambas propuestas o entre estas y la de Alan Berliner en First Cousin Once Removed (2012), retrato de su primo, amigo y mentor Edwin Honig, aquejado del mal de Alzheimer, y de su progresiva degeneración mental. Al final de estos tres trayectos hay algo en común: parten de la adversidad, pero al final resiste la vida, sobrevive la humanidad. En el abrazo referido de Feng ai o cuando Wang Bing, cámara en mano y al galope, corre por los pasillos del psiquiátrico siguiendo/acompañando a un joven que hace unos pocos meses fue internado; en la mirada de Honig, que pudo perder sus capacidades intelectuales, pero nunca la de expresarse con belleza y agudeza; o en la resistencia que Joaquim opone a un tratamiento que castiga su cuerpo con insistencia y brutalidad.

e-agora-lembra-mePinto se expone ante la cámara de un modo totalmente impúdico y con entereza con la finalidad de radiografiar el año en que se somete a un tratamiento experimental contra el virus del VIH y la hepatitis C, viéndose obligado a viajar con frecuencia a una España en crisis, donde está siendo tratado. La cámara se convierte en una especie de cordón umbilical con lo vivo, con su pareja Nuno Leonel (que, pese a cierta resistencia inicial, acaba siendo copartícipe en la realización) y sus perros, con su casa en el campo, con los amigos ya desaparecidos y los aún presentes. Hay otro factor que contribuye también a exhumar vida en el filme, por mucho que en ocasiones puedan parecer recursos algo ingenuos o ideas fáciles (p. ej. la de que todo forma parte del ciclo de la naturaleza). Nos referimos al despliegue de recursos visuales e incluso animados que dotan a la cinta de una vitalidad contagiosa, en contrapunto con el insomnio, los dolores, la desesperación…

Sí es cierto que mientras en algunos momentos la reiteración de motivos e ideas contribuye a hacernos cómplices de esta personal cruzada, en algunos instantes la cinta pierde un poco de pie al recrearse con tanta insistencia en ellos. E agora? Lembra-me nos descubre, por otro lado, que su firmante no es ni mucho menos un nombre desconocido en este ámbito profesional, pues Pinto es un sonidista de amplísima trayectoria (en films de Raúl Ruiz, Manoel de Oliveira, André Téchiné…), ha ejercido como productor de algunos realizadores amigos (como en el caso de A Comédia de Deus de João César Monteiro) y ni siquiera es debutante en la dirección, pues realizó su primer filme en 1988.

 

Otras formas de mirar la Historia

Jorge Tur Moltó, único participante español en esta edición del certamen lisboeta (dentro de la sección «Investigaciones» donde también compitió Manakamana), parte del rastreo de la leyenda entre algunos habitantes de las Bardenas Reales para recomponer la figura de Sanchicorrota, un célebre bandolero y trasunto de Robin Hood que debió de habitar esa región semidesértica de Navarra en torno al siglo XV, y acaba topándose inesperada y materialmente con un pedazo bien vivo de la historia reciente de España, tan vivo que hasta pueden encontrarse todavía, aunque sea azarosamente, restos de muertos de la Guerra Civil Española aún no enterrados. El tono jocoso, algo caricaturesco, con el que arranca Dime quién era Sanchicorrota (2013)—que surge del Proyecto X Films, iniciativa del Festival Punto de Vista—, donde el realizador se incluye de modo manifiesto como entrevistador y visitante, va alterando su gesto a medida que avanza por ese espectacular secarral. Las conversaciones que surgen entre Tur y varios vecinos del lugar permiten tomarle el pulso a determinadas cuestiones políticas y sociales (“La gente tiende a creerse lo que es mentira. La verdad/la realidad no tiene gracia”, espeta un lugareño) y, al mismo tiempo, el film va registrando la idiosincrasia de la zona entre un mercado de cascabeles para ganado, un monasterio cisterciense y una base de entrenamiento militar. Durante este proceso de documentación activo, nos encontramos con un testimonio inesperado, con una herida aún sin cerrar bajo la que laten cuentas pendientes. El increíble hallazgo en el que desemboca el film no hará otra cosa que atestiguarlo y, además, impelernos. “Y esto, ¿qué hacemos con ello?”, escuchamos al final mientras la benemérita se aproxima a la caseta donde el propio director ha encontrado momentos antes unos esqueletos a la intemperie.

En O corpo de Afonso (2012), un encargo producido dentro del marco de Capital Europeia da Cultura, João Pedro Rodrigues también se lanza a la búsqueda de la huella histórica, aunque de un modo bien distinto que Tur, escudriñando un modelo físico que pueda encarnar hoy al primer rey de Portugal, Afonso Henriques (Alfonso I de Portugal), reinante en el siglo XII. Para ello, y adoptando un registro que acaba resultando en exceso fetichista, tosco y altivo se lanza a la realización de un casting entre jóvenes cuyos requisitos son hablar gallego y no ir vestidos de verde (en el estudio se trabajará delante de un croma). La cámara de Rodrigues captura fragmentos de cuerpos generosamente musculados mientras el autor de O fantasma interroga a los participantes sobre cuestiones personales, físicas, culturales, laborales… La pieza, de media hora de duración, resulta demasiado frívola y anecdótica por mucho que se mencione la crisis, el paro, la persistencia de la monarquía en España a diferencia de en el país vecino (depuesta en 1910)… y acaba recordándose más por el compendio de cicatrices, tatuajes, piercings y músculos que se suceden en pantalla (un poco a la manera de la anecdótica Cut del tándem Christoph Girardet y Matthias Müller a partir de fragmentos de otros filmes) que por el alcance de su discurso, por mucho que se busque una trascendencia a través del choque entre esos cuerpos sobreimpresionados en espacios naturales donde descansa, o se casi olvida, un legado histórico en forma de esculturas y construcciones. La Historia reducida a telón de fondo, a un poco significativo decorado o a la espada alfonsina empuñada en pose irrisoria son las algo perezosas revelaciones contenidas en esta pieza de Rodrigues, rara avis dentro del resto de su estimulante obra conocida.

Por su parte, el israelí Avi Mograbi sigue aproximándose con agudeza y brío a las cuestiones históricas que le tocan de lleno, vinculadas al conflicto árabe-israelí aún vigente no solo en las esferas políticas, sino a pie de calle, en las cuestiones más cotidianas y afectivas. Su fórmula en Once I Entered a Garden (Nichnasti pa’am lagan, 2012) parte de la crónica de la amistad que le une al palestino Ali, también su profesor de árabe, con el que pacta la realización del filme en el arranque del mismo, y con el que va conversando en su transcurso a la vez que Mograbi incluye imágenes registradas en 8 mm que ilustran otro eje del relato, la correspondencia romántica de una libanesa a su amante emigrado. No solo el formato y naturaleza de estas imágenes suman un nuevo sustrato evocador en el viaje iniciado por Avi y Ali, también resulta esencial la voz en off femenina que lee esas cartas melancólicas.

Once-I-Entered-a-GardenEl trayecto por carretera les lleva al lugar donde nació Ali, actualmente una urbanización privada que prohíbe el paso a extraños, especialmente árabes. A la cinta se suman la narración oral de sueños, la presencia del operador de Mograbi en el asiento trasero y la hija de Ali, que ofrece su perspectiva infantil con espontaneidad y viveza sobre, por ejemplo, el racismo imperante en su colegio. Once I Entered a Garden logra articular un espacio imaginario donde sí es posible la vuelta de los refugiados, la convivencia pacífica más allá del conflicto histórico, una tierra cinematográfica sobre la que proyectar la utopía de dos amigos.

En su reconstrucción del presente social y político filipino, Lav Diaz se encarama para Norte, the End of the Story sobre un guión ficcional articulado a partir de las trayectorias épicas de tres personajes principales cuyos destinos se cruzan a raíz de un crimen. Diaz demuestra un enorme talento a la hora de sostener el ritmo a lo largo de cuatro horas y diez minutos y dosificar la tensión del relato dramático. Su habilidad para plantear bellos e hipnóticos planos secuencia es también formidable, así como para construir héroes y antihéroes. El film, sin embargo, queda algo lastrado hacia el final por un excesivo ensañamiento con los personajes y por su énfasis fatalista. La moraleja también podría resultar algo ramplona, pero su base y alcance son poderosos, dentro de la pantalla y más allá de ella, interrogándonos sobre nuestro presente, sobre cómo intervenir más allá de la palabrería, sobre cómo renovar el concepto de familia una vez esta se convierte en una institución rota y/o disfuncional, sobre cómo recibir las herencias de las que a veces renegamos o ignoramos o mancillamos… La productora del film, que estuvo presente en Lisboa —Lav Diaz se encontraba esos días en Sao Paulo, donde le dedicaban una retrospectiva—, confirmó la huella de Crimen y castigo. Tanto ella como Lav Diaz y el coguionista de Norte, the End of Story son fans de Dostoievski.

Nota final de trayecto: cais en portugués significa ‘muelle’, ‘embarcadero’, ‘andén’.

© Covadonga G. Lahera, noviembre, 2013