Diario del Xcèntric 2018 (1): José Antonio Sistiaga + Leslie Thornton

Náufragos

 

A falta de otras palabras, por el momento diré que son las cinco y cuarenta y dos minutos del lunes quince de enero de dos mil dieciocho y me dispongo a reanudar este diario. Ahora ya son y cuarenta y tres. De esta guisa empiezan sus cuadernos de bitácora algunos náufragos galácticos, y la fórmula también se parece a la que podría emplear un científico que estuviera a punto de iniciar un experimento o comprobar cierta teoría. Quizá yo sea una mezcla de ambas situaciones: un pasante reconvertido en investigador que, algunos jueves y domingos, se apresta a introducirse en el Auditorio del CCCB para tratar de sacar algo en claro, o dar rienda suelta a su capacidad especulativa, a partir de las imágenes que allí se proyectan. Una cosa cierta es que el año pasado disfruté haciendo de cronista del Xcèntric, y no me ha sido difícil decidir que podía volver a intentarlo. La otra cosa cierta es que el jueves pasado, cuando veía Ere erera baleibu izik subua aruaren (1968-1970), la película de José Antonio Sistiaga que inauguró la temporada, flanqueada por la música de El Petit de Cal Eril, pensé que si tenía que escribir sobre ella podía recurrir a la terminología del viaje espacial. Porque, en efecto, el filme funcionó, al menos para mí, a modo de trayecto cósmico a través de o mediante formas y colores que, pintadas a mano en el fotograma, se movían con una fluidez que apenas permitía aprehenderlas. Cuando en la pantalla apareció un círculo con el fondo blanco, como un agujero o un túnel hacia el vacío, por ese túnel se infiltró en nuestros sentidos la música de la banda que comandaba Joan Pons, que ya se quedó con nosotros hasta unos momentos después de que finalizara la película. No creo que proceda el tratar de describir lo que vimos, puesto que la película apela más bien a ciertas sensaciones primarias, a la capacidad de dejarse llevar, y quizá ni siquiera es ver el verbo adecuado. Pero encuentro que, probablemente de una forma casual, tiene sentido que la siguiente película del programa fuera Peggy and Fred in hell: Folding (Leslie Thornton, 1984-2016), proyectada este domingo. Ambas, aun partiendo de dispositivos formales bien distintos, miran lejos, nos sitúan prácticamente en un tiempo extraterrestre o como mínimo nos inducen al extrañamiento.

Ere erera baleibu izik subua aruaren, de José Antonio Sistiaga

Los dos niños que protagonizan la película de Thornton habitan un mundo postapocalíptico en el que, parece ser, solo han sobrevivido algunas aves. Peggy y Fred están solos, y comparten esa soledad con los escombros audiovisuales del mundo desvanecido, que se manifiestan a modo de fantasmas, de ecos en sus canciones y juegos, que incluyen representaciones de escenas de películas o una inquietante interpretación de Billie Jean, el hit de Michael Jackson. Aclaremos a lo que nos estamos refiriendo como película. Leslie Thornton conoció a estos dos niños en 1981, tras mudarse a un nuevo vecindario, y empezó a filmarlos de forma intermitente desde ese año hasta 1988. La cineasta llevaba algunos años recopilando imágenes de archivo, una de sus principales líneas de trabajo, y pensó que podía integrar a sus dos nuevos vecinos en algún proyecto. Primero se interesó por la voz humana, a raíz de la propensión de los niños a cantar, y llegó un momento en el que pensó que podía dar por concluido un capítulo, un bloque. Sucesivas filmaciones irían dando lugar a otros episodios, constituyendo una serie que Thornton montaría y remontaría progresivamente, no dándola definitivamente por acabada hasta 2016.

Hacia el final de Peggy and Fred in hell, vemos durante algunos minutos una frase superpuesta en la imagen que dice, no cito exactamente, que un gesto equivale a la puesta en escena de una palabra antes de que esa palabra exista. Encima de la frase, un “have a nice day” que parece advertirnos que el filme está por terminar. Leyendo después el fragmento de una entrevista a Leslie Thornton reproducido en la hoja informativa de la sesión, percibí que esa cita puede aludir a la importancia del gesto, a la cualidad documental de la película en tanto que la cineasta filma y retiene los gestos de esos niños. Pero cuando leí por primera vez la frase, pensé que se refería a la misma película como gesto, como concatenación de imágenes y sonidos cuyo significado último todavía está por emerger. Porque la película nunca oculta su condición metamórfica, interrogativa, y esa es una de las razones que la hace muy estimulante a mis ojos. Por momentos se asemeja a un falso diario filmado que deja constancia de las desnaturalizadas rutinas domésticas de los niños, para recordarnos a cada rato que lo que estamos viendo es una película de ciencia-ficción en la que del llamado sueño americano solo quedan las ruinas. Me acordé de los cortometrajes juveniles de mi amigo Juan Carlos Olaria, especialmente de El planeta Plinio (1957), donde se recrea un mundo extraño echando mano únicamente de cuatro cartones y mucha imaginación. La misteriosa transmisión que propone Thornton se ve asaltada constantemente por grabaciones procedentes de otras latitudes, rescatadas del magma de las imágenes, y ese montaje inesperado, desconcertante, hace que por momentos nos preguntemos si el narrador, el ojo que filma y ordena estas grabaciones, no será un ser venido de otro planeta o una conciencia artificial en misión de prospección, como la que nos es presentada en el tramo final de la película.

Peggy and Fred in Hell, de Leslie Thornton

Hay un subgénero o un grupo de películas en el que me aventuro a incluir Peggy and Fred in hell, y sería aquel en el que se nos deja en compañía de muchachos que deambulan por escenarios aislados o enrarecidos. Me vienen fugazmente a la cabeza obras tan dispares como A boy and his dog (L. Q. Jones, 1975), Kid-thing (David Zellner, 2012) o los delirantes Estados Unidos que recorre un chico de diez años al volante de un coche en Motorama (Barry Shils, 1991). Otro filme que compondría una muy curiosa sesión doble con el de Thornton es Shelf life (1993), la última y prácticamente invisible película de Paul Bartel, adaptación de una singular pieza teatral sobre tres niños a los que su padre encierra en un búnker tras el asesinato de JFK, convencido de que lo siguiente que acontecerá será la aniquilación total a manos de los comunistas o de algo peor. Treinta años después, fallecidos ya sus progenitores, los ya no tan jóvenes hermanos siguen sin salir del sótano, y pasan el tiempo, como Peggy y Fred, recreando escenas de seriales y películas. Como Peggy y Fred, también, combaten la soledad y la angustia vital cantando y bailando, dramáticamente conscientes de sus cuerpos.

 
 

© Toni Junyent, enero de 2018