Diario de Cannes (4)

Solo hay un cine

Los últimos días del certamen han transcurrido bajo un sol de justicia y al ritmo de Franco Battiato, invitado inesperado cuyas canciones han sonado en los largometrajes de Alice Rohrwacher y Nanni Moretti (y en alguna más, si el oído no me engaña). La primera ha vuelto a Cannes con La chimera, que abunda en un cierto extrañamiento del tiempo, ergo también de la estructura del relato, que ya estaba en Lazzaro feliz (Lazzaro felice, 2018). De hecho, La chimera se sitúa en un terreno manifiestamente ambiguo, onírico y realista a partes iguales, que comunica el presente con la antigüedad y que pertenece por igual al reino de los vivos y al de los muertos. Todo lo cual la encuadra en el sugerente campo de, digamos, lo otramente fantástico, ese cine en el que la fantasticidad no se concreta mediante los ingredientes propios del género sino más bien de manera oblicua, sutil, abstracta. Lo mismo que en Eureka, el regreso esplendoroso de Lisandro Alonso, que parece tomar como punto de partida el misterioso no lugar en el que transcurría Jauja (2014) para perderse a continuación en un laberinto temporal poblado por seres evanescentes y mutantes, como si se tratara de un film de Apichatpong Weerasethakul. Como es habitual chez Alonso, lo que va hilando el film no es un relato al uso sino algo más etéreo, un vínculo extraño que se materializa en un objeto que aparece aquí y allá como si nada.

«La Chimera»

La chimera, decíamos, tiene algo onírico e irreal que nos puede recordar remotamente a las barrocas y coloristas ensoñaciones del cine de Federico Fellini de los años sesenta y setenta. El film de Rohrwacher transcurre en un hades indefinido que podría ser también el de Toby Dammit (1968), o ese entrecruzamiento constante entre el mundo real y el espacio mental de Fellini ocho y medio (Otto e mezzo, 1963), film que es, a su vez, objeto de un bello homenaje en Il sol dell’avvenire, el largometraje presentado por Moretti en la sección oficial del festival. Aunque el tributo más explícito a Fellini que contiene la película es a La dolce vita (1960), de la que vemos las imágenes finales de Marcello Mastroianni comunicándose por gestos con la niña en la playa.

Cerca ya de cumplir setenta años, Moretti, el director de Caro diario (1993) y Abril (Aprile, 1998), el cineasta del yo por antonomasia, nos deja la que quizás sea su obra más íntima, personal y autorreflexiva, a pesar de que aquí encarne a un heterónimo llamado Giovanni (es decir, no es él mismo, como en los títulos antes citados, ni tampoco retoma a Michele Apicella, su alter ego en las películas de los ochenta). Il sol dell’avvenire es el autorretrato de un neurótico impenitente y quijotesco que no puede renunciar al sentido del compromiso tanto en el terreno del cine como en el de la política. Moretti se resiste a la devastación emocional que supone atravesar estos días de hegemonía de Netflix y de tergiversación de la tradición comunista. A la vez, echa un vistazo hacia atrás, al conjunto de su obra, para calibrar hasta qué punto ha dado una imagen de sí mismo pesimista, depresiva, casi suicida. Il sol dell’avvenire quiere enmendar la amargura —el título es elocuente— reivindicando la esperanza contra viento y marea, aunque sólo sea por dignidad o supervivencia, o como réplica sonriente al liquidacionismo que quiere barrer cien años de cine y de lucha por la revolución. Porque, al final, lo que cuenta en la vida es lo esencial, y por eso no hay nada más importante que una larga historia de amor que, como la izquierda y el cine, se desgasta y requiere de un compromiso inquebrantable para seguir adelante a pesar de los pesares.

«Il sol dell’avvenire»

Moretti homenajea también a Jacques Demy, John Cassavetes y Krzysztof Kieślowski, cineastas que, como Fellini, ocupan un lugar destacado en las oleadas de modernidad cinematográfica de las décadas centrales del siglo XX, un momento crucial para la configuración del cine de autor de hoy que compone la programación del festival de Cannes. No me refiero sólo a los nuevos cines de Francia, Italia o el Este, sino a todo un amplio instante de palpitación colectiva que abarca también objetos tan valiosos como Río Bravo (Rio Bravo, 1959), de Howard Hawks, o el arranque de la filmografía de Víctor Erice con sus cortometrajes de los años sesenta. El cineasta vizcaíno ha presentado en Cannes un largometraje por primera vez en treinta años: Cerrar los ojos no sólo ha sido uno de los títulos más esperados sino también la comidilla del festival debido al desplante de Erice y su explicación pública en un artículo de prensa.

La banalidad que sobreabunda en las redes sociales no debería despistarnos: Cerrar los ojos es un film complejo y rico en matices que merece una atención crítica seria. Sobre todo porque puede parecer un film deslavazado y contrahecho si aplicamos un severo tamiz —ese cartesianismo de estar por casa que pretende establecer lo que está bien y lo que está mal— que no permite escuchar la voz de un cineasta veterano cuyo estilo no necesita pagar tributos a ningún modelo. Pero abordarla, en el extremo opuesto, desde una perspectiva graníticamente autoral, valorándola con reverencia por ser una película de Erice y punto pelota, es hacerle un flaco favor. Cerrar los ojos es un objeto original, único, sin duda con flaquezas —algún diálogo explicativo, alguna sobreactuación— como todos los films, incluso los mejores, y bendecido por una belleza personal e intransferible. Pienso en el rechazo que provocaron títulos como Rifkin’s Festival (2020), de Woody Allen, o Cry Macho (2021), de Clint Eastwood, obras también de cineastas que afrontan el final de su recorrido y que resultan más problemáticos que el de Erice. Olvidamos a veces que el estilo no es una fórmula y que, por tanto, un cineasta puede discrepar ruidosamente de las formas más sancionadas de la puesta en escena y decirnos así algo especial, como demuestra el fantástico desahogo con el que filma Pablo Llorca, por poner otro ejemplo dentro del cine español más insobornable.

«Cerrar los ojos»

Cerrar los ojos, en fin, no es un mecanismo preciso como un film de Martin Scorsese —tampoco lo son las otras realizaciones de Erice, si nos fijamos bien— pero, a su manera, es una película finísima en la que las imágenes respiran de una manera muy especial, densa y envolvente. Erice, como Moretti, observa desde su último largometraje el conjunto de su filmografía, exigua en títulos pero rica en significación. Lamenta sus heridas, como la imposibilidad de acometer su adaptación de El embrujo de Shanghai, la novela de Juan Marsé. Y rinde homenaje explícito a Río Bravo, a Nicholas Ray, al celuloide, al cine clásico y al cine tout court. Lo cual quizás haya sido uno de los mensajes entre líneas que nos transmita la voz coral que conforman todos los títulos —al menos, todos los que ha visto este cronista— del certamen: Cannes 2023 ha sido una celebración de la herencia del cine clásico y moderno a la vez, de las formas canónicas y de la ruptura con ellas. Y nos deja la idea de que, aun siendo un fenómeno de formas infinitas, imposible de acotar, el cine es uno, un centro de gravedad permanente que nos convoca a todos para conocernos un poco mejor o, simplemente, para sentirnos más acompañados.

 

© Lucas Santos, mayo de 2023