Diario de Cannes 2023 (3)
Dispositivos y puesta en escena
Obertura en negro, música ominosa. Minutos después, un grupo de gente en la orilla del río, disfrutando de lo que suponemos un día de fiesta en algún lugar de Europa a mediados del siglo XX. Unos pocos instantes de rígida pero más o menos apacible cotidianeidad doméstica en una casa con jardín. Llega el contraplano: el muro exterior de la residencia es colindante con el campo de concentración de Auschwitz, y no tardamos en ver su abyecta chimenea escupiendo humo. “Ah, de modo que era esto”, es el pensamiento que le viene a uno cuando Jonathan Glazer desvela el escenario de The Zone of Interest. Pasado el golpe de efecto, la película podría haber seguido por muchos derroteros, pero el cineasta prefiere no levantar el dedo de esa tecla y dejar que el metraje discurra observando las rutinas diarias de Rudolf Höss, comandante a cargo del campo, y su familia, con especial atención a su esposa Hedwig (Sandra Hüller, también en la competición de Cannes con Anatomie d’une chute de Justine Triet), encantada con la vida que le ha ofrecido la carrera ascendente de su marido en las SS. Poner el foco en quienes alcanzaron el bienestar (la felicidad, incluso) gracias al Holocausto resulta provocador, pues nos instala en unas coordenadas de pensamiento inasumibles, pero la concienzuda distancia que la cámara impone con los personajes actúa como un mecanismo de seguridad moral, una pantalla de cristal que asegura una proyección segura y sin salpicaduras. Los Höss no son tanto personajes como contenedores de ideas (de una sola idea, en realidad) para debatir a la salida del cine a propósito de la banalidad del mal (ya sea de oídas o con conocimiento de causa de Hannah Arendt) y de cómo la estructura del nazismo guarda paralelismos con la de cualquier gran empresa turbocapitalista, cimentada en proyectos, traslados, estajanovismo e indiferencia.
Nadie podrá poner en duda que The Zone of Interest (adaptación lateral de la novela homónima de Martin Amis, muerto el día después de la presentación del film) es un espléndido artefacto de discusión, pero uno no puede evitar cierta decepción al comprobar que Jonathan Glazer, que hace una década entregó con Under the Skin (2013) una colección de motivos formales que marcaron la imagen y el sonido de la ciencia ficción contemporánea y de todas aquellas ficciones que quisieran otear la ruptura del cuerpo, se ha aplicado un curso acelerado de primero de Haneke para olvidar la puesta en escena en favor del dispositivo. Esto es, un envoltorio que dicta el sentido de la obra y bloquea toda posibilidad de relacionarse con la misma fuera del camino marcado. Una técnica sin verdadero sentido dramático: ¿para qué sirve, por ejemplo, el esfuerzo coreográfico de situar diversas cámaras fijas en el hogar de los Höss, siguiendo los movimientos de los actores a través de las estancias con una continuidad que se asemeja más a la realización de un reality show que al corte del montaje cinematográfico? ¿Y la aberración de esos planos cenitales que deforman los ángulos para atrapar toda una habitación? Dejemos por ahora abierto esos interrogantes, que en estos momentos es la única razón que invita a volver a The Zone of Interest con más calma y despejar las dudas. Miento; existe otro motivo de atracción, este sin “peros”: la banda sonora de Mica Levi, que alcanza su cumbre de pesadilla en el tema que acompaña los créditos finales.
La antítesis del agotamiento del dispositivo (o del dispositivo agotador) la hallamos apenas unas sesiones en la sala Debussy después, cuando la histeria colectiva por el estreno de Killers of the Flower Moon de Martin Scorsese (no conseguí entrada, pero la envidia es relativa, pues eso propició que acabase viendo la estimulante Eureka de Lisandro Alonso en una sala IMAX, algo verdaderamente excepcional) dejó la première mundial de May December de Todd Haynes convertida en sesión golfa de lujo. Lo destemplado del pase pudo jugar en favor de una película que se deleita cogiendo al espectador a contrapié. En ella, la actriz Elizabeth Berry pasa unas semanas junto a Gracie Atherton-Yoo, la mujer a la que interpretará en su próximo proyecto, escandalosamente célebre por haberse acostado con un niño de trece años cuando ella contaba treinta y tantos y haberse casado con él. La premisa, inspirada sin disimulo en el caso de Mary Kay Letourneau, sirve a Haynes para pasearse por el poco noble imaginario del sensacionalismo, buscando las grietas, la vulnerabilidad y el enigma en la carne masticada por los tabloides.
Poniéndose en la piel de Gracie, patética y psicótica, Julianne Moore renueva la complicidad con uno de los cineastas que más la han hecho brillar, mientras que Natalie Portman ofrece aquí la que probablemente sea su mejor interpretación: su Elizabeth es puro artificio, con un objetivo mimético entre ceja y ceja que convierte cada una de las escenas que comparte con su objeto de estudio en una sesión de vampirismo, en un juego de espejos que Haynes literaliza desde una dirección proclive a los reflejos. Al fin y al cabo, después de dedicar algunas de las páginas más célebres de su filmografía a capturar el aura de los iconos —David Bowie en Velvet Goldmine (1998), Bob Dylan en I’m Not There (2007)— es perfectamente lógico que el director haya consagrado una película enteramente al proceso de “transformarse en otro”.
Pero Haynes también dinamita el melodrama aguzando el sentido del absurdo y un humor con sordina. Lo detectamos cuando Portman llama por teléfono al productor de su inminente película para quejarse de que los niños que están valorando para ser su partenaire no son lo suficientemente “sexys”. O en ese instante, casi al principio del film, en que la cámara se aproxima al rostro desencajado de Moore que, tras una pausa dramática, pronuncia una frase llamada a ser de culto: “creo que no tenemos sucientes perritos calientes”. Como un John Waters que hubiera aprendido el arte de aguantarse la risa, el director de Lejos del cielo (Far From Heaven, 2002) y Carol (2015) chapotea en el mal gusto y emplea registros y modos de telefilm con una intencionalidad e ironía que bien podrían valerle la etiqueta de “elevated Hallmark”, y que hace de cada imagen y de cada idea —como la de apropiarse de la banda sonora de Michel Legrand para El mensajero (The Go-Between, 1971, Joseph Losey)— en una declaración de intenciones que suma capas y complica (además de ampliar) nuestra manera de abordar May December. O, lo que es lo mismo, permite que la puesta en escena respire y crezca por encima de cualquier dispositivo.
© Gerard Casau, mayo de 2023