Diario de Cannes 2023 (2)
Trabajar cansa
¿Cuándo fue la última vez que viste a alguien trabajar en una película? Al menos a quien esto escribe cada vez le resulta más difícil encontrar obras en el cine reciente que dediquen al menos unos minutos —unas imágenes— al ejercicio laboral de sus protagonistas; como si fuera un terreno tabú o, mejor dicho, inútil dramáticamente. Curiosamente, en las últimas horas Cannes ha proyectado tres películas en las que el trabajo ocupa el centro (o casi) de las propuestas. Y, sí, a la salida de las mismas se ha podido escuchar el inevitable comentario que acompaña todo pase cannoise con contenido, llamésmole, social: “¡ah, qué hipocresía! proyectar un film así y luego organizar mil fiestas de lujo cada noche…”. No le falta razón a la crítica pero, por ahora, tratemos de convivir con la incoherencia, como hacemos en tantas fases de nuestra vida.
El ejemplo más claro y puro de retrato laboral lo hallamos en Youth (Spring) (Shanghai Qingnian) de Wang Bing, que, en las coordinadas de la sección competitiva de Cannes, resulta una apuesta de programación arriesgada. O una manera de que Thierry Frémaux y su equipo nos recuerden (o se recuerden a sí mismos) de que en este festival sigue habiendo lugar para lo exigente. Consciente de ello, el calendario ha desplazado las proyecciones de prensa del film a salas de menor aforo, invitando a los espectadores más casuales a escoger otro plan. A pesar de todo esto, lo único verdaderamente desafiante de la película es su duración: tres horas y media, el mismo metraje, minuto arriba minuto abajo, que la esperadísima Killers of the Flower Moon de Martin Scorsese, y que en absoluto marca un récord en la filmografía de Wang. Por lo demás, Youth (Spring) captura, de manera directa y sin retórica, la rutina de trabajo de diversos jóvenes en Zhili, el centro neurálgico de los talleres textiles en China. Estos espacios resultan indistinguibles unos de otros: todos poseen las mismas paredes desnudas, roñosas y sin ventanas, y todos están bañados en una luz fluorescente privada de toda calidez, lo que añade una capa más de aura pesadillesca a la mecánica rutina laboral, puntuada por el incesante traqueteo de las máquinas de coser y por un hilo musical de pop meloso con el que los trabajadores intentan (sin mucho éxito) tapar el latir mecánico (el diseño sonoro, por momentos ensordecedor, actúa como metrónomo atosigante de la acción) contribuye a crear un mantra. Wang captura la asombrosa destreza y velocidad gestual con la que sus protagonistas manipulan y arreglan las telas, pero sabe que no puede regodearse ni elogiar lo que ve, que no hay orgullo artesano sino necesidad pura y dura. Y mientras que la primera hora de este documental rodado entre 2014 y 2019 contiene los incidentes más llamativos (la negociación para que una joven coja un permiso para abortar, una pelea a mano abierta entre compañeros…), la columna vertebral de la propuesta se halla en el tira y afloja entre trabajadores y patrón para mejorar su sueldo y condiciones. Un proceso de discusión agotador y tan repetitivo como el actor de coser pantalones, pero que permite observar el espíritu combativo y sin amilanamiento de una generación que seguramente debería estar pasando su juventud de otro modo, pero que se ve hilada a una máquina. Esta no será, ni mucho menos, la última palabra (la última imagen) de Wang Bing sobre el tema, ya que lo presentado en Cannes es la primera parte de un tríptico que alcanzará las nueve horas de duración.
Con una voluntad igualmente asfixiante, si bien más artificiosa, se presenta Black Flies, de Jean-Stéphane Sauvaire (también en Competición), ficción que sigue a dos paramédicos a lo largo de diversas jornadas en zonas empobrecidas de Nueva York, atendiendo a los olvidados por el sistema sanitario estadounidense. El ojo para lo físico del director, probado ya en A Prayer Before Dawn (2017), sigue resultando cruento, pero la dinámica veterano-aprendiz que se establece entre los personajes de Sean Penn (más contenido de lo que se podía esperar) y Tye Sheridan sigue con demasiado apego el arco evolutivo de una buddy movie sombría. ¡Si incluso marca la casilla de “hecho” del manual de instrucciones del subgénero con una escena en la que el supervisor de los paramédicos que encarna Mike Tyson abronca a Penn por el exceso de celo con que sobrepasa los límites de su trabajo! Black Flies es, en cualquier caso, efectiva cuando se concentra en acciones que señalan, sin necesidad de verbalizarla, la profundidad de las grietas del bienestar, pero también incurre en un vicio común de ciertas ficciones: prestar atención a un oficio solo como descarga de adrenalina constante, como materia de thriller angustiante, con montaje picado y barullo audiovisual que tanto sirve para quienes tratan de reanimar a un hombre con tres agujeros de bala en el cuerpo como para quienes preparan los mejores bocadillos de carne de Chicago, como en la serie The Bear (Christopher Storer, 2022 –).
Nada de eso ocurre en Los delincuentes, de Rodrigo Moreno, que para hablar de lo que significa el trabajo lo primero que hace es renunciar a él, del mismo modo que la película, programada en Un Certain Regard, elige no ser la heist movie que parece prometer su título y premisa, en la que un hombre roba una cantidad considerable de dinero del banco en el que trabaja, para dejar que la narración crezca libre por derroteros que ni siquiera parecen obedecer a un deseo expreso del cineasta, sino a la misma pulsión de los personajes e imágenes. A ello contribuye el hecho de que el robo suceda en los primeros minutos, sin ser anunciado y de manera casi casual, y de que el ladrón, Morán, se entregue a la policía poco después, sin persecuciones ni nerviosismo de ninguna clase. Esto deja el grueso de las tres horas siguientes para meditar sobre las consecuencias morales de una acción que no busca el enriquecimiento exagerado, sino trastocar el empleo del tiempo: la cantidad sustraída por Morán equivale a lo que amasaría trabajando hasta el día de su jubilación, permitiéndole vivir modestamente y sin fichar en la oficina, previo pago del peaje de pasar tres años y medio en la cárcel por el robo. Seguramente, Morán se definiría como “apenas un delincuente”, como aquel que protagonizaba la película de Hugo Fregonese, verdadero hermano espiritual. Pero la decisión, tomada en soledad y unilateralmente, necesita de un cómplice, Román, compañero del banco que guardará parte del botín hasta el cumplimiento de la condena. Nada puede salir mal y, de hecho, nada sale mal, pero las circunstancias y los trayectos de los protagonistas entre Buenos Aires y Córdoba los llevan a encuentros inesperados, digresiones y pausas. ¿Para qué correr, si uno puede pasar la tarde bañándose en un lago y bebiendo vino junto a unos nuevos amigos? La historia de Los delincuentes, su minuciosidad y su rechazo a lo bienpensante podrían pertenecer a las páginas de una novela de Santiago Lorenzo, pero el deambular del relato encaja con el gusto arborescente que hemos empezado a identificar con el cine argentino reciente a través, sobre todo, de Mariano Llinás y las producciones de El Pampero (algo acentuado por la presencia de Laura Paredes). No cabe hablar aquí de emulación, sino de una sensibilidad compartida que nos está dejando algunos de los mejores frutos del cine (supra)narrativo de los últimos años.
© Gerard Casau, mayo de 2023