Del vacío a partir de «Vacuum»

Hacer el amor

 

Ni saber, ni poder, ni ídolo, ni tabú. Tampoco religión, partido político o ejército. Ni siquiera un proyecto histórico que sea capaz de trascender la apatía de las masas: desde la década de los ochenta vivimos instalados en la era del vacío, del desierto, de la nada. Es obvio, lo sabemos, lo sentimos, lo vivimos día a día. Se han escrito tantos libros para darle una salida metafísica, que no merece la pena pensar en él. No nos engañemos; este vacío de lo social que hemos inventado nos viene bien. Es lo más cómodo para rellenar, como un producto más de consumo, todos los vacíos íntimos que nos acompañan. Vacíos tremendamente dolorosos, tan ligados a la vida como la carne de los cuerpos. Tan profundamente apegados a nuestra condición que su tragedia emerge, paradójicamente, de la total ausencia de tragedia o drama que los custodia. Vacíos que pese a su condición de vacíos pueden diferenciarse para tejer diferentes tipos de relaciones. Hubo un tiempo en que servía la idea de construir una intimidad férrea para colmarlos, para darlos forma. La amistad, la pareja, el sexo, el matrimonio o los hijos conseguían engarzar fuertemente una serie de redes por las que moverse sin caer en su abismo. El mundo ha cambiado, las circunstancias del presente son tan mutables como los contextos que atravesamos. El viento sopla donde quiere. El desierto es paradójico. Las palabras no valen nada. La sensación está por encima de todo. No tengáis en cuenta todo esto: por favor, sed felices.

Vacuum (Giorgio Cugno, 2012) arranca en un hospital de Turín. Arianna y Milo acaban de tener su primer hijo, Mathia. Pese a una juventud que ronda los treinta años, han decidido llevar el amor hasta su máxima expresión. La familia les acompaña. Inmortalizan el momento con sus cámaras de fotos. Ríen, se abrazan, se complacen dándose la enhorabuena. La pareja ha conseguido hacer felices a todos. Entonces vuelven a casa para comenzar una nueva vida en compañía de su hijo. Todo está bien, se quieren, se besan, no ocultan su cariño. Pero él se tiene que marchar fuera de la ciudad. Su trabajo es precario y debe desplazarse a diferentes lugares de la geografía italiana para mantenerlo. Ella le llama por la noche. Él no suele coger el teléfono. A la mañana siguiente le manda un mensaje de disculpa: “No vi tus llamadas”. ¿Qué es lo que podía estar haciendo? Nuestras conjeturas son las mismas que las de Arianna. No importa mucho que se fuera de putas, que estuviera de borrachera con sus compañeros de trabajo, o que simplemente se quedara dormido después de un día bastante duro. En el fondo, que su trabajo sea un punto de fuga para huir de sus responsabilidades como padre, o que lo haya convertido en un absoluto sobre el que construir el futuro de su familia. El propio devenir de la vida ha trazado una única circunstancia: una distancia física que ha cobrado volumen hasta convertirse en un vacío al que se le ha sustraído su propia condición.

A Giorgio Cugno, en su primera película rodada con apenas 10.000 euros, no le interesa otorgar un origen al problema. Básicamente, porque como se ha indicado un poco más arriba, el vacío es una parte más de la vida y, por lo tanto, ya no es un inconveniente en sí mismo. Ni presenta a la pareja instalada en un vacío afectivo, ni muestra indicios de que decidieran tener un hijo para renovar una relación estancada. ¿Cómo enfrentarse a ese vacío sin significación que duele por absoluta falta de intencionalidad?

Este director italiano nacido en 1979, y que algún día firmará una obra maestra, hace virtud de su falta de medios e intenta recoger el sentimiento de lo inevitable sobre el rostro de Arianne. A diferencia de lo que hubiera sido previsible, y aunque Cassavetes pulula por sus imágenes, no pretende registrar cómo se revela lo invisible de un sentimiento sobre la superficie de un rostro. Filma, por el contrario, la inalterabilidad de ese rostro en los diferentes contextos que atraviesa. Como una imagen superviviente que se mantiene invariable a lo largo de buena parte del metraje, sin mostrar ni un ápice de alegría o tristeza, de emoción o de pena. Da igual que su hijo le sonría o la acaricie, que su trabajo como limpiadora resulte sacrificado, o que sus vecinas la miren con desprecio cuando baja a tirar la basura. Su rostro, en su opacidad, se revela como imposibilidad relacional con un exterior; tanto con las personas a las que quiere como con el espacio sustraído por los límites de la casa donde habita y el encuadre que la atrapa. Cugno recoge el clima de necesidad desde la ternura, mimando con su cámara los momentos que madre e hijo pasan juntos, tratando de buscar una especie de comunicación interrumpida. La sensualidad de sus imágenes precarias huye de la emotividad de los gestos del niño, de un rostro alegre y siempre sonriente aunque no encuentre correspondencia en el de su madre. Rostro a rostro reparte lo sensible que encierra el vacío y el silencio, como si tratara de encontrar ese cordón umbilical imaginario que, según se dice, mantienen las madres con sus hijos para toda la vida.

Hacia la mitad del film, una brecha: Mathia muere. Probablemente a causa de algún virus generado por la enfermedad que impide a Arianne darle de mamar. Pasa horas extrayendo la leche de sus pechos con un aparato de succión que, con su sonido, parece marcar el ritmo rutinario de su vida. Tampoco importa mucho. Ya no estará más con ella y su vacío requiere una nueva forma de relación. El rostro de Arianne transforma su registro expresivo por primera vez; unas caudalosas lágrimas lo recorren para indicar un cambio de sentido vital: ya no se trata de una cuestión de emoción y percepción, sino de un baile entre recuerdo y olvido.

Milo regresa a casa y tristemente intercambia el papel con su hijo: está cuando el otro se ha ido. La pareja pasa más tiempo junta. Deciden cambiar de casa para superar la situación. Y el amor que nunca perdieron se revitaliza lenta, pero sólidamente. Por supuesto, vuelven a hacer el amor. Pero el (re)nacimiento del amor les enfrenta a la paradójica dualidad constitutiva de los hombres: no somos autosuficientes, necesitamos hipotecarnos con otro individuo dada nuestra imposibilidad para estar llenos en acto. Somos seres incompletos colocados ante un vacío insuperable individualmente. Hacer el amor es dar cuerpo a ese vacío sobre un recorrido hacia el otro para abrir, además, la posibilidad de reproducirse más allá de la muerte.

Entonces…

La proyección llegó a su fin y salí corriendo del teatro donde se pasaba la película durante la 57ª Seminci. Había anunciado un coloquio posterior con el director. Quería quedarme, pero también irme de allí, tomar distancia con las imágenes y el punto de vista que iba a ofrecer aquella persona que las había imaginado previamente. Quería pensar en algunas cuestiones no planteadas por la película: ¿Cómo hacer el amor más allá de la pareja? ¿Cómo hacer el amor con el resto de nuestros vacíos? ¿Cómo hacer el amor sin caer en las trampas de ese inútil estado amoroso predicado por diferentes corrientes políticas en la década de los sesenta? ¿Cómo hacer…?

Entonces…

Un par de golpecitos en mi hombro derecho. Me di la vuelta y apareció la cara sonriente de una amiga que había olvidado: “Hola, ¿qué tal?, cuánto tiempo”. No tenía ganas de hablar con ella. Era jueves, habían pasado las doce de la noche, hacía frío y quería llegar a mi casa lo antes posible. Caminamos hacia ninguna parte. Ella salía de trabajar de una cafetería cercana. Había regresado a la ciudad después de una estancia de seis años en Oslo. Se fue de Erasmus y se quedó allí por amor. La relación se fue a la mierda.

De repente…

La puerta de un bar de ambiente se abre, el estribillo de una canción se cuela en nuestra conversación:

“Sé lo que vas a preguntar ahora.

Sé lo que vas a preguntar ahora.

Y no lo sé.

Y no lo sé.

Y no lo sé.

Y no lo sé.”