De la arquitectura a ‘The Comedy’

No creo en la risa pero la risa cree en mí

 

And after all these things
Is a question I must ask

Bonnie “Prince” Billy (aka Will Oldham)

No obstante, el mundo mismo,
lo que existe a nuestro alrededor y en nuestro propio interior,
nunca es unilateral.
Siddharta
, Hermann Hesse

 

La ampliación de El Corte Inglés en el Paseo de la Castellana. Cuando lo construyeron ocurrió algo sorprendente. Fue más o menos así: las ordenanzas de esa zona de Madrid especificaban que no podía haber una sola planta comercial acabada que no estuviera en funcionamiento, y el proyecto de obra se vio entonces en una encrucijada: no era posible construir de golpe el edificio entero porque, según se fuera edificando, las plantas bajas quedarían temporalmente inactivas. Así que tuvieron que ir levantando el edificio por forjados, haciendo productiva cada planta antes de levantar la siguiente. El edificio se seguía construyendo con las secciones de El Corte Inglés ya abiertas, y sobra decir que El Corte Inglés solo puede funcionar con muchas secciones trabajando a la vez. Resultado: una constante fluctuación de los servicios entre plantas y espacios, dependiendo de las necesidades de la obra a cada momento. Los diferentes sectores iban quedando activos e inactivos alternativamente. Cuentan que la sección de juguetes cambió varias veces en una misma semana, poco antes del día de Reyes, y no solo de ubicación sino también de cantidad de productos y relaciones con el consumidor.

Todo esto no es una broma. Aquí se expresa de forma ejemplar la gran particularidad de la arquitectura en los últimos cuarenta años, que sospecho extensible al cine. Se trata de una cuestión de relaciones, de fluctuaciones entre lo transitable y lo transitado, de configuraciones cambiantes en oposición a una forma tradicional cerrada. Es una preocupación reciente, no anterior a los 70. La modernidad, de nuevo arquitectónica o cinematográfica, solo operó sobre la desestructuración de la forma tradicional. Los hijos de los Cahiers, como los hijos del funcionalismo, empeñaron sus discursos en una relación forma-función descontextualizada que abría las puertas a otra forma de pensamiento, donde lo unificado con claridad compositiva se virtualizaba y desestructuraba. La forma estable clásica era puesta en duda desde la perversión de sus variables. Cito aquella famosa frase de Godard (o de otro, con él nunca se sabe) que dice que una película debe seguir el canon introducción-nudo-desenlace, pero no necesariamente por este orden.

Lo que se desprende de la construcción de esa ampliación de El Corte Inglés en la Castellana es algo mucho más poderoso: lo interesante no es el proyecto como definición de una escala o núcleo de relaciones, es decir, no es el edificio en sí, sino el momento en que la situación límite de su desarrollo requirió de soluciones imprecisas, mutantes, cuyos significados se reinterpretaban una y otra vez sobre la marcha. La sección de juguetes cambiando sin parar ante un bombardeo de necesidades es una imagen muy potente. La arquitectura ha pasado a ser, ya de forma explícita, una cuestión diagramática por encima de una cuestión orgánica. No se trata tanto de la dialéctica tan extendida de la forma siguiendo a la función. Esa es una lectura bastante estúpida de la modernidad que, irónicamente, ha llevado a la democratización de un ideal de espacios que quieren versátiles y al final no significan nada (la pérdida de la identidad particular, un tema ligado estrechamente con todo esto). Se trata más bien de una cuestión de configuración del espacio acorde con la evidencia de que el hombre es muy complicado y, sobre todo, de que el hombre ha asumido que es muy complicado. Y no creo que esto sea banal. Un complejísimo sistema de estratos ha sustituido al viejo sistema referencial.

“La gran obsesión que tuvo el siglo XIX fue, como se sabe, la Historia: temas del desarrollo y la interrupción, temas de la crisis y del ciclo, temas de la acumulación del pasado, gran sobrecarga de los muertos, enfriamiento amenazante del mundo. En el segundo principio de la termodinámica el siglo XIX encontró lo esencial de sus recursos mitológicos. La época actual quizá sea sobre todo la época del espacio. Estamos en la época de lo simultáneo, estamos en la época de la yuxtaposición, en la época de lo próximo y lo lejano, de lo uno al lado de lo otro, de lo disperso. Estamos en un momento en que el mundo se experimenta, creo, menos como una gran vida que se desarrolla a través del tiempo que como una red que une puntos y se entreteje” (1). Así definía, y por lo tanto cerraba, en 1967, su tiempo Foucault. Lo que queda es la inmersión de todo esto en cada aspecto de nuestra vida, su transformación en estrategia y subconsciente. La suplantación definitiva de la Historia (y, por tanto, de la narración) por una enorme red de elementos que se cruzan y se niegan sin parar.

La traducción es clara: Internet. Ya nunca podrá haber vuelta atrás hacia un estado del pensamiento universal coherente, hacia una composición reconciliada con los grandes conceptos. Ya nada es, ni podrá, ni deberá nunca ser compacto, mucho menos cohesivo de una identidad y ni siquiera desestructural: nuestro pensamiento es diagramático y programático, es conexión y no elemento, es bombardeo de conceptos, es Malick, Weerasethakul, Assayas.

En realidad somos muy conservadores ante este cambio, y es normal, lo que se está produciendo no es tanto una distorsión de la realidad como de la forma de expresarla. De nuevo, lo referencial compacto cede importancia a la forma en que se conecta, a un cruce de referentes en forma de red inabarcable. Como me decía hace poco mi amiga Violeta: un pie de página no es más que un link mal puesto, inútil en su intento de llevar la obra más allá de sí misma. Si algo hermosísimo debemos destilar de la red es que nuestras historias, nuestras películas, nuestras críticas o nuestros edificios, no volverán a ser catalogados, archivados y puestos en estanterías. Ahora forman parte de lo virtual, de una enorme malla de cruces de opiniones, de links y canciones y videos siempre yendo y viniendo, capaces de activar en cualquier momento conexiones que antes eran imposibles. De nuevo, tratar de expresar sus variables es una cuestión diagramática, nunca fundamental.

El mumblecore, el mumblecore; aquí tendríamos que hablar mucho del mumblecore. De cómo los personajes de Andrew Bujalski avanzan entre escenarios inconexos, resuelven puzles como psicogramas hasta que un golpe de imagen los destruye; de cómo Cold weather (Aaron Katz, 2010) trata de resolver el vacío de una generación insertando una trama-virus en forma de thriller en medio de una narración vacía. Destellos de emoción insinúan vínculos entre elementos en realidad dispersos, que se suplantan y mutan sin parar. La plena acción del usuario, del espectador es necesaria para generar el pulso de las imágenes, nada parecido a un orden pero que lo desea. Porque si solo miramos sus películas, tenemos que reconocer que no hay nada. Porque deseamos el orden (hay cosas que nunca cambian), pero en este caso solo podemos inventarlo. Y no solo nosotros: tiene que hacer falta un acto de fe inmenso para terminar una película así. Muy características del mumblecore son esas largas conversaciones que versan sobre nada, personajes diciendo estupideces y cosas brillantes alternativamente, mientras los directores tratan exasperadamente de encontrar en el flujo de esa nada, en sus articulaciones, una historia. Ya no hay nada parecido a una forma cerrada, referencial y coherente. Sus películas funcionan, en este aspecto, como Internet. Como la ampliación de El Corte Inglés construyéndose: los elementos cambiando de orden de importancia constantemente, las jerarquías disparadas sin control. Y esto no significa arbitrariedad, sino una nueva estructura para una nueva carne.

Por último: el año pasado, a propósito de los personajes de New Jerusalem (Rick Alverson, 2010), Carles Matamoros y Covadonga G. Lahera se preguntaban quiénes eran, por qué se buscaban, qué nos fascinaba de su encuentro. Cuestiones inmensas para una película. Quizás debamos pensar -en estos tiempos en que la interrogación de una madre que ha perdido a su hijo (“¿por qué, Dios, por qué?”) se contesta con una puesta en escena del origen del Universo-, que lo importante es la pregunta, no una respuesta condenada a la duda. Es en ese punto donde el mumblecore, del que consciente o inconscientemente Alverson participa, se hace fuerte. En la definición de un tiempo atrapado en la pregunta. O, mejor dicho, un tiempo con tantas respuestas que solo queda preguntarse lo imposible.

Lo imposible vuelve a presentarse en el afán por llegar a una forma de representación diferente, capaz de hacerse explícita solo a base de preguntas. Y claro, una vez presentado lo imposible, las cosas vuelven a ser como siempre han sido en el cine: una búsqueda y una imposición. Quizás nuestra forma de mirar el mundo haya cambiado, pero sigue siendo mundo, espacio, supermercado, sección de juguetes, risa. Negar los invariantes también es negar el cambio. Es lo único que me atrevo a afirmar sobre The Comedy (2011), la nueva película de Rick Alverson, una estructura de gags sin contexto, de brotes de melancolía inasibles, de personajes incomprensibles y carentes de empatía: en medio de toda esa locura de conexiones y yuxtaposiciones, de idas y venidas sobre una idea que nunca se concreta, nos reímos. La forma cerrada de una comedia, de cualquier comedia que se nos venga a la cabeza, no existe. Nada que ver. Pero es que probablemente The Comedy sea un diagrama, un intento de poner en escena esa pregunta: ¿Por qué?¿Por qué nos reímos en un tiempo que ya no cree en la risa? Ni conozco la respuesta ni me importa. Solo sé que, por suerte, aunque ya no creamos en la risa, la risa sigue creyendo en nosotros.

 

(1)  Michel Foucault, Des espaces autres, conferencia en el Cercle des études architecturals, en el 14 de marzo de 1967.