D’A Film Festival 2018

Días de ocio en el país del cine

 

Los Ángeles

A un día para que empiece el D’A, y sin haberlo planeado demasiado, ando dando tumbos cinéfilos por la ciudad de Los Ángeles. En Lions love (…and lies) (1969) Agnès Varda ofrece tanto la mirada lateral, escéptica, alegremente frívola de una cineasta francesa fascinada y al mismo tiempo repelida por Hollywood, como el diario improvisado de alguien que solo sabe que no quiere o no puede hacer una película narrativa en ese momento. Al día siguiente, mientras Chesil Beach (On Chesil Beach, Dominic Cooke, 2017) inaugura el festival, yo sigo con Varda que, once años después y acompañada esta vez por Juliet Berto, filma los murales de la ciudad en Mur murs (1981), una radiografía tierna, cercana, de las periferias angelinas y de sus artistas y activistas. Me reencuentro con alguno de esos muros en LA plays itself (2003), en la que Thom Andersen construye su discurso sobre los retazos de películas a partir de los cuales hemos imaginado la ciudad y, cuando se detiene en Bunker Hill, ese barrio que una vez fue humilde y ahora es un páramo, recuerdo que todavía no he leído Sueños de Bunker Hill (1982), la novela que John Fante, ya ciego, le dictó a su esposa poco antes de abandonar este mundo.

 

Taxis

The day after

Un par de días después, la octava edición del D’A Film Festival ya funciona a pleno rendimiento y, tras hacer escala en Igualada y en La Roca del Vallés, vuelvo a estar en el centro de Barcelona: veo dos películas, The day after (Geu-hu, Hong Sang-soo, 2017) y El futuro que viene (Constanza Novick, 2017), en las que las ciudades, los espacios, se diluyen engullidas por sus protagonistas. La oficina y los restaurantes que filma nuestro querido coreano parecen desiertos, sensación a la que contribuye la paleta monocroma de la película y la pesadumbre que arrastra su personaje masculino, a quien su mujer ha descubierto en pecado pero se ha equivocado señalando a la amante equivocada. A medida que el drama avanza, emerge el eterno Hong de los requiebros y las correspondencias, graciosas e hirientes. Y hay un momento de la película en que la secretaria injustamente señalada toma un taxi y trata de leer un libro y conversa con el taxista y afuera está nevando y baja un poco la ventanilla para que entre el aire, necesario. Tan necesario como le resulta escapar, en El futuro que viene, a Flor (Pilar Gamboa), también en taxi, mientras Romina (Dolores Fonzi), su desconcertada amiga, se hace cruces de lo ocurrido. La película de Novick trata de la amistad, tan intratable como inquebrantable, entre estas dos chicas a las que conoceremos siendo niñas y despediremos décadas después, aunque este no es tanto un filme sobre el paso del tiempo como sobre ese ejercicio de mirar hacia adelante e imaginar cómo podrían ser nuestras vidas. Sabremos, viendo esta divertida comedia, que en ocasiones Romina y Flor han pasado años sin verse, pero apenas percibiremos esos hiatos, porque el hilarante magnetismo que las lleva a chocar una y otra vez, a quererse y a odiarse, parece más fuerte que la vida. La directora no concibió nunca a otra actriz que no fuera su amiga Dolores Fonzi para el papel de Romina, y si algo se hace palpable viendo la película es que tanto ella como Pilar Gamboa, que se incorporó tras un proceso de casting, debieron pasárselo en grande.

El futuro que viene

Transiciones

En la charla posterior al primer pase de Nadie nos mira (Julia Solomonoff, 2017), su directora contaba que supo que había logrado hacer la película que quería cuando vio montada la sucesión de planos en los que vemos a Nico (Guillermo Pfening), su protagonista, practicar sexo en dos lugares distintos —la segunda ocasión para contrarrestar el vacío posterior a la primera—, luego se sienta en unas rocas frente al mar y la luna, y acabamos volviendo a encontrar su rostro medio perdido o dormido, sentado en un banco de un parque, sosteniendo al bebé al que le hace de canguro. Nico es un actor argentino que busca, sin encontrarlo, su lugar en Nueva York. Al principio del filme, somos también nosotros los que fracasamos al tratar de ubicarle: le vemos cuidar a ese bebé para luego descubrir que es el hijo de una amiga; a continuación, está en una fiesta, en una azotea, pero trabajando de camarero. Aunque encontré que la película no siempre respiraba y a veces parecía demasiado constreñida a su guion, la predilección de su directora por ese momento concreto, esos cuatro planos, me hizo pensar en cómo a veces las películas pueden resumirse o concentrarse en un gesto o en un corte de montaje, y a medida que pasaban los días también se me ocurrió que, si las películas fueran ciudades, mis preferidas serían aquellas en las que proliferaran las puertas falsas, los pasadizos secretos, los edificios que cambian de ubicación o, como mínimo, la posibilidad de sorprenderse en cada esquina. Me pueden los desvíos inesperados y los recodos que obligan a replantearse el conjunto o el camino andado: comprenderéis, pues, que me sintiera gozosamente descolocado cuando, en Yuki & Nina (Nobuhiro Suwa, 2009), Yuki se pierde en el bosque y, cuando sale, está en un lugar que no sabemos si pertenece a los dominios del sueño o a los de la premonición, como el desenlace de la película sugiere.

Nadie nos mira

Cuerpos en el bosque

Sotabosc (2017), el segundo largometraje de David Gutiérrez Camps tras la juguetona The Juan Bushwick Diaries (2013), parece mudar de piel en el preciso instante en el que Musa, su protagonista, se sube a un árbol y descubre, tras una ventana, a una mujer desnuda, que a su vez parece estar observando o siendo observada por alguien a través de la pantalla de un ordenador. Gutiérrez Camps parte de la que podría ser la rutina diaria de Musa Camara, un joven africano que trata de ganarse la vida recogiendo piñas de los árboles, para llevar su relato desde el registro documental, observacional, hacia un territorio cada vez más enrarecido: cuando nos despedimos de él, de nuevo en el bosque, mediante un plano general que filma su frágil silueta mientras busca la bicicleta que ha perdido, se nos plantean serias dudas de si volverá alguna vez a casa. Con parecidas sensaciones me dejó el abrupto cierre de Braguino (Clément Cogitore, 2017), un perturbador mediometraje al que quizá se le hizo la ola un poco más de la cuenta, cuya mayor baza es la tensa incertidumbre que genera no solo en torno a qué se nos está contando sino también al cómo y al quién. Nos introduce en la vida agreste de una familia en la taiga siberiana, inquieta por la llegada al lugar de unos militares, y ya desde las primeras tomas que se realizan desde un helicóptero nos preguntamos quién está detrás de la cámara, cuya presencia es evidenciada en un par de ocasiones por los seres humanos a los que filma.

Braguino

Otra vez Nueva York

Nadie nos mira no fue la única película ubicada en la Gran Manzana que vi en el D’A; hasta allí se también desplazó hace una década otro foráneo, el español Gustavo Sánchez, para buscar en la noche neoyorquina el hilo de un documental, para el que entrevistó a decenas de personas vinculadas al underground, al arte y a la música. De entre todas las realidades que descubrió, se quedó con la de cuatro transexuales a las que hizo protagonistas de esta honesta y entusiasta reivindicación de lo queer, titulada I hate New York (2018).

I hate New York

El documental, de cuya posproducción se encargaron los hermanos Bayona, recoge los testimonios de estas personas que tuvieron que luchar para que la ciudad fuera un poco más suya: me impactó que una de las tareas a las que se dedicara la activista Chloe Dzubilo, fallecida durante el montaje de la película, fuera ir a las comisarias a instruir a los agentes en cómo tratar a personas transexuales. Dzubilo, cuya muerte tiñe de melancolía el tramo final de la película, luchó desde distintos frentes en la década de los noventa para visualizar y poner en cuestión el estigma del SIDA, y se casó a finales de la primera década del nuevo siglo con T de Long, otro de los protagonistas de la película, en una boda que tuvo que burlar la legislación del estado de Nueva York para llevarse a cabo. Sánchez también filmó el enlace, y es uno de los momentos más emotivos de una película cuya transparente narrativa debería ayudar a que se distribuya y se vea, porque desempeña un trabajo de visualización y normalización relevante.

La brecha

En una escena de Ava (Sadaf Foroughi, 2017), varias adolescentes hablan sobre qué hacer si se quedan embarazadas estando solteras. Abortar es un marrón, pero parece que, para ellas, hablarlo con los padres lo es todavía más. La conversación me remite a Disappearance (2017), del también iraní Ali Asgari, que narra el periplo nocturno de una joven pareja que se halla en la situación que tanto temen las muchachas de la película de Foroughi: ella necesita un aborto, pero no se lo puede decir a sus padres. En el film de Asgari, que vi el año pasado en la Seminci, los padres son como torres de vigilancia fuera de campo, haces de luz a evitar, mientras que, en Ava, no solo los veremos sino que también podremos palpar esa brecha que imposibilita la comunicación intergeneracional, no solo con los padres sino también con los profesores, y que hacen que ser una estudiante de instituto con pasión por la música en Irán pueda llegar a ser un infierno. El guion de Foroughi, que no se arredra ante las conversaciones largas, se materializa en una puesta en escena funcional pero a menudo astuta en el uso del encuadre para mostrar el enclaustramiento en el que vive su protagonista.

Ava

Escribir

Empiezo a ver películas, en los festivales, tomando notas después de verlas, en una libreta. Esperando que, cuando el intensivo de visionados termine, de esos apuntes emerja un camino. A mitad de festival, acabo renunciando a la libreta. No siempre me complace, luego, convertir las notas en una crónica. Veo que se me estanca, aquí o allá, probablemente me lo pienso demasiado o demasiado poco. Tampoco descubriré nada que nadie no haya advertido antes sobre estas películas. Arábia (Joao Dumans, Affonso Uchoa, 2017), que empieza siguiendo a un muchacho que va en bici por un camino, mientras oímos una canción de folk suave y advertimos la ligereza con la que el chico parece saber que tiene una vida por delante, es una película cuyo verdadero inicio tiene lugar cuando ese joven, André (Murilo Caliari) descubre el diario de Cristiano (Aristides de Sousa), un trabajador, algo mayor que él, que antes de llegar al pueblo donde ambos vivían viajó por Brasil y conoció el desamparo y, sí, también un poco de felicidad. Sumergiéndose en las páginas de Cristiano, André viajará hacia un pasado que podría parecerse en algo a su futuro; Arabia es una película sobre nuestro apego a las historias, a oírlas (o leerlas) y a contarlas, y aunque a veces su tono parece adoptar cierto distanciamiento, como si se contentase con navegar plácidamente, su contundente y flamígero cierre, que hace implosionar la narración, nos confirma que esta es también una película sobre el presente inmediato y la necesidad de ponerlo patas arriba.

Arábia

También First Reformed (2017), el último largometraje de Paul Schrader, tiene en la escritura una especie de guía: su protagonista, el reverendo Toller (Ethan Hawke), es un hombre que parece estar alcanzando el final de su recorrido. Las herramientas que escogió para darle sentido a su vida se han revelado inútiles, limitadas. Las paredes de la iglesia en la que ejerce parecen cerrarse sobre él. Si el diario de Cristiano en Arábia tenía algo de invitación a la vida, a la aventura, los severos escritos que Toller concibe en la fría soledad de su habitación dan cuenta del callejón sin salida en el que se halla. La gélida puesta en escena de Schrader acompaña el recorrido narcótico de ese hombre para el que nada parece tener ya sentido, y será su encuentro con otra persona tan desamparada como él, Mary (Amanda Seyfried), el que termine por dinamitar la misma rigidez de la puesta en escena sorprendiéndonos con un vuelo lisérgico por el cosmos. Una escena previa al desenlace del filme invita a pensar en First Reformed como en una reescritura de Taxi Driver (Martin Scorsese, 1976) en la que Schrader termina rompiendo una lanza por la fuerza redentora del amor.

First Reformed

 

Greatest Hits

Es cierto que inauguré mi andadura por el D’A con Hong Sang-soo y la terminé con Paul Schrader, si bien esta crónica, que solo fue cronológica hasta Nadie nos mira, ha obviado un puñado de películas, de las que sin embargo retengo instantes, como la gloriosa irrupción de Chuck Norris en el trip cinéfilo a costa de Vértigo (De entre los muertos) (Vertigo, Alfred Hitchcock, 1958) y de San Francisco que se marca Guy Maddin en The Green fog (2017) o los paseos nocturnos de una Isabelle Huppert bañada en luz en la disruptiva e inclasificable Madame Hyde (2017) de Serge Bozon. De esta singular relectura del cuento de Stevenson disfruté también, aunque parece que a la mayoría de gente no le hizo  mucha gracia la película, con las largas escenas en las que la profesora a la que interpreta Huppert trata de enseñar, de construir un argumento y transmitirlo; me trajeron a colación, de alguna manera, la primera parte de la increíble “Nippon”: Furuyashiki Village (Nippon-koku: Furuyashiki-mura, Shinsuke Ogawa, 1982), en la que se nos ilustra con detalle en aspectos relativos al cultivo del arroz mediante cálculos y diagramas cuya correspondencia con la realidad comprobamos a continuación, maravillados, con nuestros propios ojos. Me conmovió también la innegociable integridad del protagonista de Western (Valeska Grisebach, 2017), que parece surgido de alguna de aquellas películas de Howard Hawks, o de John Ford, sobre gente condenada a entenderse. Solo que aquí estamos en la Europa sin identidad del presente. Hubo otra película curiosa: la coproducción entre Japón y EEUU Oh Lucy! (Atsuko Hirayanagi, 2017), que bascula con gran habilidad entre lo inane y lo cafre, gracias en buena parte a la convicción aportada por Shinobu Terajima, su actriz protagonista, que se planta ante el menosprecio de una sociedad que la considera una mujer sin marido y tiene un puñado de escenas fabulosas que justifican sobradamente este extraño viaje. Uno de los últimos planos del filme, que tiene lugar en una estación de tren, me remitió inmediatamente al final de Un couple parfait (Nobuhiro Suwa, 2005), que había visto días atrás, en la retrospectiva que el D’A le dedicó al más francés de los cineastas nipones. Retrospectiva que fue uno de los puntos álgidos de una ecléctica programación en la que se me escaparon películas que tenía ganas de ver, como los documentales de Ingrid Guardiola y Carolina Astudillo —Casa de ningú (2017) y Ainhoa: yo no soy esa (2018)— o Sollers point (Matt Porterfield, 2017). Y excepto Ava, que obtuvo una mención del jurado de la crítica, no vi ninguna de las películas premiadas, así que, por ahora, lo dejo aquí.

Madame Hyde

 
 
© Toni Junyent, mayo de 2018