D’A 2013

 

Crónica I: Sobrevivir

DA-2013Pocos días después de que se anuncie en una exclusiva a El País el cierre de Alta Films (distribuidora especializada en cine de autor), el Festival de Cinema d’Autor de Barcelona (D’A) inaugura su tercera edición con una cara fresca y luminosa a la par que misteriosa y sugerente (véase la imagen corporativa de este año). Detrás de esa máscara optimista, no nos engañemos, hay un equipo que ha continuado su labor sin muchos aliados a su favor. La cultura (especialmente la cinematográfica) continúa siendo medida por su faceta comercial y las ayudas a todas sus estancias se han ido reduciendo con la excusa de la crisis económica que acucia al primer mundo. Menos presupuestos, más puertas a las que llamar, más auxilio solicitado…, ¿más ilusión para contrarrestar?

Ni siquiera la lluvia que invita a quedarse en casa a los barceloneses, ha impedido que los responsables del D’A hayan podido colgar el cartel de Completo en más de una sesión del fin de semana. El compromiso renovado con las salas del Cine Aribau, el CCCB (con más presencia este año) y la colaboración de la Filmoteca ratifican el camino de asentamiento de un festival que nació tras el cierre de puertas del BAFF. La base (la experiencia, el conocimiento y el amor por el cine) es lo que, año tras año, va afianzando el D’A como la cita obligada de finales de abril en las calles barcelonesas. Cuando los caracoles salen a disfrutar de la lluvia, los amantes del buen cine nos refugiamos a buen recaudo entre las (s)alas del D’A.

 

La estela: el nuevo cánon de autor

Tras el surgimiento de la politiques de auteurs parecía casi inevitable que aquellos directores que buscaban hacer un cine más comprometido (con el exterior, pero sobre todo con sus propias opiniones y percepciones) no llevaran como nota al margen alguna referencia a Godard, Truffaut y compañía. La libertad con que cada uno de los implicados en la Nouvelle Vague desarrolló su carrera parece haberse plegado sobre sí misma hasta convertir, en muchas ocasiones, la excepción en cánon. Ocurrió de manera sonrojante con el indie americano à la Sundance, ocurre también con el cine de autor. Además de las referencias directas e indirectas al cine y espíritu de la Nouvelle Vague (hablaremos más adelante de Frances Ha y Los ilusos), hallamos en tropel en las pantallas de los festivales la estela de Gus Van Sant (Elephant, Last Days) y los hermanos Dardenne (Rosetta, El niño de la bicicleta).

boy-eating-birds-food-rosetta

Boy eating bird’s food (2012, Ektoras Lygizos) y Rosetta (Jean-Pierre y Luc Dardenne, 1999)

El D’A ayuda a detectar sobremanera esos cánones sobre los que, una y otra vez, los jóvenes realizadores vuelven para marcar su personalidad autoral. Sister (L’enfant d’en haut, 2012, Ursula Meier), Leones (2012, Jazmín López) o Boy eating the bird’s food (To agori troei to fagito tou pouliou, 2012, Ektoras Lygizos) dan buena de fe de ello, sin que esto signifique que sus propuestas no deban ser tenidas en cuenta y, por ende, valoradas en sus resultados. Mientras que Sister se hermana de cerca con la propuesta social y física de los Dardenne (si bien Meier opta por escenarios menos opresores y por un gesto esperanzador hacia sus personajes), Boy eating the bird’s food toma la herencia de los Dardenne, la pasa por el filtro de Van Sant para finalmente casarse con el cine rumano al que en este D’A se está homenajeando. Se aleja, pues, del surrealismo teórico de compatriotas suyos como Giorgios Lanthimos (Canino, Alps) en una película que juega a la metáfora con la situación política y social de Grecia (y el sur de Europa, en general).

leones-jazmin-lopez

Leones, de Jazmín López

No obstante, Leones es quizás la más inclasificable, personal y sugerente de las películas incluídas en este grupo de seguidores de estelas. Con referencias directas e indirectas a Antonioni (Blow up), Bresson (El diablo, probablemente)… y con una aproximación que emparenta el deambular de Gus Van Sant con la cámara curiosa de Sam Raimi, López propone un juego de equilibrios fantástico entre lo que vemos y lo que permanece en off (especialmente interesante y de agradecer es el trabajo de sonido de la película), una suerte de pasillo entre la vida y la muerte en la que lo humano poco a poco se va confundiendo con la naturaleza en un inevitable proceso de descomposición hasta la muerte.

Una de las escenas más conmovedoras del filme de López es aquella en que, dentro de un BMW destruido a causa de un accidente, Isabel llora desconsolada. Observa el interior, ve la sangre y la ausencia causada por la pérdida. A continuación, ya desde el exterior, la cámara repasa con detalle la carcasa del coche, los golpes fruto del impacto, mientras una pieza de piano acompaña el paseo que prosigue con un acercamiento a la inmensidad del bosque. Al piano se añade una jauría de violines que, finalmente, se silencia cuando el objetivo decide focalizar la imagen y centrar la atención en el camino que lleva al interior del bosque. En ese instante, el viento es la única banda sonora; azota las ramas de los árboles y con eso nos habla, nos acoge. López enmarca así la grandiosidad de la naturaleza; la naturaleza como final para el ser humano, como lugar de acogida y de pérdida. El hogar tras la muerte.

(Continuaremos con más estelas en la siguiente crónica…)

 

Crónica II: Estelas rumiantes

 

Si en la primera jornada del D’A pudimos fácilmente deducir que muchos de los directores presentes van a rebufo de la Historia del cine de autor, en la segunda topamos con algunos alumnos ¿aventajados? que han logrado rumiar más toda la herencia que les precede.

Frances Ha

Frances Ha es también una seguidora de estelas, pero quizás parte de la ventaja de ser de autoría compartida entre su director, Noah Baumbach, y su actriz, Greta Gerwig, ambos coguionistas de la película. El equilibrio y la riqueza está servida, algo que les honra y que sorprende en su resultado: una amalgama de referencias que se entremezclan a la perfección. Frances Ha nos acerca, en un principio, a Manhattan de Woody Allen, de la que bebe en varios aspectos, desde el blanco y negro hasta la propia ciudad (Nueva York, aunque en este caso la zona de Brooklyn), pasando por ese personaje narcisista que reflexiona en voz alta sobre su desalentadora situación vital. A continuación prosigue con guiños a la Nouvelle Vague (la música de Los 400 golpes de Truffaut en la divertida escena del cajero automático) y un poco más allá, a través de la subrayada fisicidad con la que juega Gerwig en su interpretación, encontramos la cita a Mala sangre de Léos Carax en la emulación de la carrera de Denis Lavant a ritmo del Modern Love de David Bowie. Para rematar la lista de referentes, Baumbach y Gerwig se sirven de la portentosa escena de Roma, ciudad abierta en la que Anna Magnani sale corriendo tras el coche en el que se llevan a Francesco para, con bastante menos dramatismo y más ligereza, filmar a su Frances persiguiendo el coche de su amiga a grito de “Sophie, Sophie”.

 

Baumbach y Gerwig han logrado traer al presente el regusto y espíritu de la Nouvelle Vague para hablar de la generación deambulante, esos treintañeros sobradamente preparados pero sin oportunidades reales a su alcance, que van de deriva en deriva sin hallar su lugar. Cabe decir que estos jóvenes artistas aburguesados de Frances Ha (Frances es la eterna bailarina suplente en una compañía de danza) son primos hermanos de Los ilusos de Jonás Trueba: eternos buscadores. La propia película de Trueba (de hecho, autofinanciada) reflexiona sobre el proceso de creación y es, como lo es Frances Ha, una carta de amor al pasado, presente y futuro del cine. Coincide con la americana en haber escogido el blanco y negro, lo cual universaliza el tiempo de la película y convierte a sus personajes en anacrónicos jóvenes que pertenecen, al mismo tiempo, a la generación actual y a la de hace cinco décadas.

Y es que gracias a que el espíritu de Los ilusos se hermana con la Nouvelle Vague, podemos concluir que nuestras emociones, sensaciones y formas de vida no siempre están acorde con el momento en que nos ha tocado subsistir. Mirar al pasado, sentirse identificado con quienes estuvieron antes y proyectar esos valores hacia el presente y el futuro, son actitudes que se desprenden de Los ilusos. Trueba cree en el cine en la más amplia acepción del concepto, desde la teoría hasta la práctica; cree en su pasado, en su presente y en su futuro. A este respecto, la escena final, en la que conviven dos generaciones de personas y varias de soportes cinematográficos (bobinas, televisión, VHS) resulta reveladora. Los niños juegan con el material, hacen una construcción con las cintas, deshacen las bobinas… Experimentan. El cine -parece estar diciéndonos Trueba- es todo aquello que nos permitamos que sea, desde una película como Todas las canciones hablan de mí hasta otra hecha con amigos, en los ratos libres y en la que se entremezclan el resultado final con su proceso de creación. El brainstorming audiovisual, todo vale hasta que toque montar.

los-ilusos-jonas-trueba

Los ilusos es un ejercicio libre y fresco a la vez que melancólico y esperanzador, pero ante todo es una película que desborda en su honestidad y en la sensibilidad con que Jonás Trueba (se) expone. Es posible que se encierre demasiado en la endogamia cinéfila, por lo que resultará fría para gran parte de los espectadores, pero es precisamente en esa condición de intimidad compartida, de carta privada, donde encontrará a sus mayores defensores. Nadie dijo que las películas debieran llegar a todos, como nadie espera agradar a todo aquel con quien se cruza. Los ilusos es una conversación profunda y reveladora, personal y emocionante, con un extraño al que, tras los dos primeros segundos, sientes cercano porque compartís la mirada, alguien que pronuncia en su discurso Vive l’amour (1994, Tsai Ming-liang) y te conquista ipso facto. Eso, o todo lo contrario.

La película se puede ver estos días en la Cineteca madrileña, fue el filme de clausura del Atlántida Film Festival en Filmin y tiene mañana 1 de mayo su único e ineludible pase en el D’A. Creíamos oportuno, aunque no sea lo habitual, hacer una crónica previa al pase de esta película para tratar de animar a los lectores a verla. Aún creemos que ese es, ante todo, el objetivo de la crítica: contagiar las ganas de  ver y disfrutar del cine. Pasen y vean, pues.

 

Crónica III: Autorías licuadas y nombres propios

 

Durante las diferentes jornadas que llevamos de D’A, hemos podido disfrutar (en estado totalmente patidifuso) del ingenio con que João Pedro Rodrigues y João Rui Guerra da Mata reciclaban imágenes de una estancia en Macao, hasta convertirlas en una trama de thriller gracias a una sencilla (y cautivadora) doble voz en off narrativa; de los juegos de espejos y multipersonalidades de Viola (Matías Piñeiro, 2012), Otel·lo (Hammudi Al- Rahmoun Font, 2013) o Like Someone in Love (Abbas Kiarostami, 2012); y también de directores que convierten su vida en obra: Tiny Furniture (Lena Dunham, 2010) o Mapa (León Siminiani, 2012).

Sin embargo, lo que nos ha llamado especialmente la atención (especialmente después de las anteriores crónicas en que hablábamos de cómo la autoría quedaba en muchos casos diluida en un conjunto de estilos copiados) es el extraño grupo que nos sugerían, de entrada, los nombres de Michael Winterbottom, Michel Gondry y Sion Sono. El primero, por anodino en su impronta; el resto por desbordantes en su personalidad.

 

Winterbottom

Everyday abraza desde su título la constancia temporal, algo muy adecuado para un proyecto que le ha llevado a su director cinco años. El objetivo no era otro que captar la naturalidad de sus actores (especialmente de los niños, cuatro hermanos a los que ha mantenido sus nombres reales para ayudarles a adaptarse a la rutina del rodaje) y plasmar gracias a la confianza ganada con ellos la cotidianidad de una familia que lucha contra el tiempo, en este caso el que les separa del regreso de prisión del padre. Winterbottom ha hecho de la no-autoría su signo autoral; resulta difícil encontrar marcas (de estilo pero también temáticas) en sus películas, pues ha picoteado en diferentes géneros y formas, con resultados irregulares. Sin embargo, y aunque sea fácil criticarle esa falta de especialización, resulta motivante pensar que precisamente en ese deseo de innovar, probar y salir de lo que se espera de él, existe una personalidad que va a la contra: en un mundo pragmático que busca la especialización, Winterbottom se mantiene como un oasis de la inquietud renacentista.

everyday-winterbottom

En Everyday encontramos más del Kore-eda de Nadie sabe (Dare mo shiranai, 2004) que del propio Winterbottom, si bien la temática familiar y el peso de la ausencia ya estaban presentes en Génova (2008). En esta ocasión, dejamos los fantasmas y el dramatismo de la muerte para afrontar la ausencia con optimismo, especialmente subrayada con la (permítanme decirlo) atroz banda sonora de Michael Nyman y un conjunto de planos de recurso que ensalzan la vida bucólica frente al drama social que se desprende de esa misma vida. Aun así, y pese a que posiblemente las molestias y esfuerzos invertidos no han dado grandes frutos, en Everyday encontramos instantes impagables gracias a la constancia con que ha trabajado con sus actores: los enternecedores llantos a cada visita en la prisión, las complicidades entre los hermanos, los intentos por disimular los bostezos en el coro infantil… Al final, esos pedazos de realidad (que apelan al espíritu del Ten minutes older (Par desmit minutem vecaks, Herz Frank, 1978)) quedan constreñidos por una trama de ficción que no hace sino ahogar la naturalidad lograda con los niños.

 

Gondry

La plasticidad de la imaginación de Michel Gondry permite que con apenas unos fotogramas seamos capaces de reconocer su autoría incluso en The Green Hornet (2011), la que hasta la fecha es, quizás, su película menos personal. The We and the I (2012) surge, curiosamente, de una idea propia que ha acabado de tomar forma gracias al trabajo de un extraño colectivo: desde su hijo, a los diferentes actores, pasando por dos guionistas y él mismo.

the-we-and-the-i

La película (a excepción de esos títulos de crédito con radiocassette-autobús incluido) nos acerca al universo de Spike Lee pero desde la mirada de un observador externo, bien el propio director o bien cualquiera de los adultos que viajan en ese autobús repleto de adolescentes revolucionados por estar en su último día de curso. De las molestias causadas por el ruido, las irreverencias y la algarabía, pasamos a ser partícipes de las interrelaciones de esos chavales para, finalmente, llegar al corazón de sus situaciones. Lo que ocurre en ese autobús queda aclarado al mismo ritmo que en el exterior oscurece; con la paciencia y el tiempo como aliados, Gondry acepta mostrar a sus personajes con la cara que ellos desean, porque sabe que con tiempo y paciencia logrará que sus personalidades asomen en cada uno de ellos. Así, del ruido al silencio, del debate público a la confesión íntima, de lo superficial a lo profundo, se desarrolla The We and the I, con un Gondry decidido a asumir su rol y desaparecer para, como hace en su título, colocar el We (el nosotros) antes que el I (el yo). Le honra.

 

Sono

Sion Sono sigue preocupado por escarbar las consecuencias del terremoto y del tsunami que asolaron Japón en 2011, después de haber filmado la urgente Himizu dos meses después de los sucesos. En The Land of Hope (2012), en cambio, opta por centrarse en el accidente de la central nuclear de Fukushima (con nombre inventado en la ficción), para quejarse de la irresponsabilidad y ligereza con que se toman las decisiones políticas (la mofa hacia el sistema queda evidenciado al inicio de la película, con el empecimiento de demarcar el límite de zona de radiación justo en el jardín de los protagonistas), a la par que para preguntarse qué queda de una cultura ancestral cuando ha sufrido las consecuencias de esas malas (y pragmáticas) decisiones.

land-of-hope-sion-sono

Esta temática no es baldía en un director que parece haber tomado (más) conciencia (aún) de la relevancia de mantener las raíces de una identidad cultural. En The Land of Hope, y dejando de lado las pesquisas políticas y ese dramatismo exacerbado que roza el surrealismo (tan típico, por otra parte, de su filmografía), Sono se muestra realmente preocupado por la conservación de los legados. Acusa las razones (el pragmatismo salvaje de las políticas gubernamentales), señala las malas praxis (el aplanamiento de la opinión pública al mantener desinformado al pueblo y aconsejarle un optimismo sin base realista), y anota las consecuencias (el nomadismo dentro del país con vistas a la emigración y, por ende, la desaparición de prácticas culturales ancestrales –el carnaval de las almas de la película).

En su estilo exagerado y operístico, en sus historias de personajes múltiples, en el uso de la música clásica y en una serie de actores ya en nómina fija, encontramos la apuesta autoral de Sono. Su huella no reside tanto en trabajar dentro o fuera del fantástico, en incorporar una ducha de sangre final o dejarla en off, sino en llevar ese estilo inconfundible a todo lo que hace. Y por ahora, Sono ha marcado mucho, y bastante bien, su identidad.