Curtocircuíto 2015 (2): Celuloide embrujado

Celuloide embrujado

“Hacer una película es lanzar un hechizo”.
Kenneth Anger

 

La sección Explora, dedicada al cine más experimental, ha sido pródiga en trabajos de apropiación/intervención de la película de celuloide —propia o ajena— y en unas inusuales relaciones con la banda de sonido que en ocasiones acercaban las piezas resultantes a lo sobrenatural, como auténticos actos de brujería fílmica. Son películas que consiguen superar la gelidez de sus premisas estructuralistas y guardan en su interior ramalazos de intensa emoción. Habla mucho del gran trabajo de los responsables del festival el que este tipo de sesiones fuesen también un éxito: había algo extrañamente reconfortante en ver un teatro lleno hasta la bandera de espectadores concentrados mientras la pantalla lanzaba abstractos destellos lumínicos, como sucedió en la proyección de Optical sound (Elke Goen, Christian Neubacher).

sound-of-a-million-insects

Sound of a million insects, light of a thousand stars, de Tomonari Nishikawa

La película ganadora en este apartado, Sound of a million insects, light of a thousand stars (Tomonari Nishikawa), aparte de lucir el mejor título de todo el festival, descansa en una extraordinaria idea-concepto: el director japonés entierra bajo las hojas de un árbol a veinticinco kilómetros de la central nuclear de Fukushima, rollos de negativo de película y deja que sea la propia radioactividad la que impresione el celuloide. El resultado trasciende su condición conceptual y es una sobrecogedora sucesión de luces venenosas, verdadero cine inhumano y extraterrestre. Lo alienígena también sobrevuela Second Sighted, el último trabajo de la cineasta y artista multimedia Deborah Stratman, responsable de piezas ya míticas del cine experimental como …These Blazeing Starrs! (2011). La americana incide en sus obsesiones sobre sistemas de control y circuitos cerrados para levantar a través de indescifrables imágenes ajenas — todas pertenecientes a un mismo archivo fílmico— más que una historia, una sensación: de peligro, de catástrofe inminente, una amenaza cósmica de origen desconocido y que no se puede desactivar porque desconocemos el idioma en que se transmite. No future.

El gallego Marcos Nine entrega un trabajo sencillo pero hipnótico con Rorscharch #1: puntos de autoridad, apabullante sucesión del tipo de imágenes—unas tres mil según confesión del autor— que se utilizan en los test de psiquiatría. Los dibujos en tinta forman una especie de trip psicoactivo apoyado por una banda sonora minimalista que imita las manecillas de un reloj y potencia la sensación de trance en la que cae el espectador, abandonado a lo que el propio flujo de su imaginación extrae del torrente de fotogramas. Y si Nine hace fortuna con muy pocos elementos, La impresión de una guerra, de Camilo Restrepo dispara en todas direcciones un arsenal de dispositivos formales para describir el infierno de sangre que supone el día a día en Colombia. El realizador sigue una serie de indicios casi invisibles —descartes de prensa, pequeñas cruces en señales de tráfico, grabaciones de móvil de muy baja calidad— que construyen una historia fantasmal de la violencia a la manera de la que trazó Greil Marcus con la música en su célebre ensayo Rastros de Carmín. Una historia secreta del siglo XX (1989). El resultado no por esperado es menos desolador.

Rorschach

Rorscharch #1: puntos de autoridad, de Marcos Nine

El tono de O descubrimento de Américo de Miguel Mariño es mucho más amable y se ajusta a un esquema clásico dentro del subgénero del metraje encontrado: la indagación detectivesca sobre unas películas de 16 mm de autor desconocido. Las imágenes son realmente interesantes y documentan una serie de viajes de un grupo de amigos en la década de los sesenta. El despiece de una ballena supone una epifanía para Mariño y, a partir de esa secuencia, empieza a jugar con el material, a fabular sobre las imágenes y experimentar con los fotogramas, pasando de secuencias narrativas a planos que son pura abstracción y que destensan la acción. Hacia el final de la película, los movimientos dentro del encuadre o los de la propia cámara tienen continuidad en el plano siguiente, aunque hayan cambiado los protagonistas y hasta el continente, juego que evidencia que lo importante son las imágenes en sí, no dónde fueron tomadas o la identidad de las personas que aparecen en ellas. La aventura le sirve a Mariño para cuestionar su propia relación con el cine por medio de una omnipresente voz en off —que recuerda a los trabajos de autobiografía íntima de Elías León Siminiani—, y termina por fundir las imágenes del ignoto cineasta con grabaciones propias y desaparecer con él en el relato de forma armónica.

También funciona sorprendentemente bien el brutal décalage de imagen y sonido de Tehran-Geles (Arash Nassiri): los testimonios de iraníes que desgranan relatos sobre la ciudad de Teherán y la historia reciente de su país son ilustrados por unas espectaculares tomas aéreas nocturnas de Los Ángeles —a caballo entre los vuelos de los pájaros de la infravalorada Bird people (Pascale Ferran, 2014) y la sinfonía de neones y sintetizadores de Drive (Nicolas Winding Refn, 2011) — y crean una espectral ciudad imaginaria mezcla de las dos urbes.

Lois Patiño

Noite sem distancia, de Lois Patiño

Por su parte, Lois Patiño vira la imagen de Noite sem distancia a negativo y convierte su historia mínima de contrabandistas en la frontera entre Galicia y Portugal en un espacio fantasmagórico donde se dan cita una serie de espíritus a lo largo de una noche sobrenatural —o “rastros de almas en el paisaje”, como dice la cita del poeta portugués Teixeira de Pascoaes con la que abre la película—. El habitual estatismo paisajístico del autor de Costa da morte (2013) deviene aquí en una opción estética pero también narrativa y pertinente para rodar una forma de vida ya extinguida o en proceso de desaparición, figuras humanas sin capacidad de reacción ante el peso del tiempo y la historia.

He dejado para el final la película/descubrimiento —al menos en lo que a mí respecta— del festival: Sin Dios ni Santa María, de Helena Girón y Samuel M. Delgado, ganadora del premio del público y de la sección Planeta GZ, que premia a la mejor producción gallega a concurso. Los directores comentaban a este crítico que, fascinados por la lectura de La bruja: un estudio de las supersticiones en la Edad Media (1862) del historiador Jules Michelet, buscaban sacar adelante un proyecto audiovisual sobre la pervivencia en la actualidad de los mitos asociados a las brujas y la políticas heredadas por el discurso antropocéntrico. Al mismo tiempo, llegaba a sus manos unas cintas de audio con las grabaciones de las encuestas que un etnógrafo realizó a habitantes de Lanzarote en la década de los sesenta. Y esas rotundas y misteriosas voces del pasado hablan entre muchas otras cosas sobre… brujas. Para dar un contenido visual adecuado a las grabaciones —casi podemos hablar de psicofonías—, los directores optaron por rodar con película caducada de 16 mm, confiando de algún modo a la suerte el resultado visual final. Así, la pareja sigue a ancianas campesinas en sus tareas cotidianas o graba los poderosos paisajes naturales de la isla, y el resultado son unas imágenes arcaicas, ora desvaídas, ora saturadas que poseen una fuerza primitiva y telúrica muy acorde con esas voces que desgranan cuentos de viejas, de noches de brujas y de gritos en el cielo. La combinación de sonido e imagen dispara la fuerza de Sin Dios ni Santa María hasta el infinito y carga las imágenes de la película de electricidad: una anciana peinándose frente a un espejo se convierte en un ritual ocultista y blasfemo que recuerda al cine de Kenneth Anger en su intento de capturar lo inefable —aunque los directores citan como influencia más directa los documentales de Vittorio de Setta sobre campesinos italianos en la década de los cincuenta—. Samuel y Helena consiguen materializar el mito y mantener el misterio intacto. El cine experimental en Curtocircuíto como reducto de magia negra.

sin dios ni santa maria

Sin Dios ni Santa María, de Helena Girón y Samuel M. Delgado

 

© Javier Trigales, octubre de 2015