Curtocircuíto 2015 (1): La tierra de las adolescentes

De jóvenes y (des)apariciones

 

“Creo que tener dieciséis años, llamarse Martina
y no haber tenido música es un asqueroso desastre.
Porque si la hubiera tenido sentiría que pertenezco
a algún sitio, supongo. Tener música es como tener
un código. Y es extraño, porque yo creo que sí tengo
un código”.

Belén Gopegui (Deseo de ser Punk, Anagrama, 2009)

 

La nostalgia es el activo más utilizado en el cine —el arte melancólico por excelencia— a la hora de recrear los ritos de la adolescencia, presentada por lo general como una arcadia donde hasta los recuerdos dolorosos resplandecen con una luz ocre y embellecedora. En la mayoría de los casos no son más que proyecciones de traumas no superados o elegías a la juventud perdida de sus directores, hombres viejos. Varias son las películas de la sección oficial que centraron su atención en esa etapa vital, pero desde una poderosa óptica feminista —que no feminazi, ese estúpido término—: son piezas en presente que recrean un universo exuberante en pleno big bang y ofrecen una serie de retratos adolescentes que tratan de descodificar el lenguaje secreto de las chicas. Por encima de todo muestran los “combates cotidianos” —que diría Manu Larcenet — sobre suelo quebradizo que tienen que afrontar y se detienen en el misterio que rodea esos años donde los asideros desaparecen. La maravilla y lo aterrador.

blood below the skin

Blood below the skin, de Jennifer Reeder

La ganadora de la sección Radar, Blood below the skin, es una nueva pieza en el mecano adolescente que la directora canadiense Jennifer Reeder lleva construyendo hace años a través de una serie de cortometrajes con un imaginario reconocible a cada plano. Sus constantes: el choque generacional entre unas madres perdidas en la edad adulta, ajadas teenagers con camisetas desteñidas de Madonna, y unas hijas dinámicas que fabrican sus propias t-shirts de Joan Didion y se pintan y rompen las uñas como quien grita de rabia. Las preadolescentes reinan en sus habitaciones/mundos punk-chic de colores chillones y primarios —banderas de su condición sexual y de su actitud combativa hacia la vida—, ensimismadas en sus propias zozobras sentimentales. Riot grrrls que se inventan idiomas secretos hechos de susurros, whatsapps e incluso telepatía,  y hacen covers a capella de los Smiths o Guns n’ Roses como una extensión sin límites de las posibilidades expresivas del lenguaje. Las imágenes de Jennifer Reeder son como ropa nueva a estrenar.

En Teenland (Marie Grahtø Sørensen), una institución mental de color rosa acoge a adolescentes perturbadas que han desarrollado poderes sobrenaturales como consecuencia de una salvaje inestabilidad emocional: una especie de Arkham Asylum pero con chicas tristes en lugar de supervillanos. El giro final del relato sitúa al cortometraje entre el pesimismo de Brazil (Terry Gilliam, 1985) y la dramaturgia telefílmica de Inocencia interrumpida (James Mangold, 1999), insólita protagonista de otra pieza, The blazing world (Jessica Bardsley), que combina de manera algo reaccionaria la película de Mangold con la crisis real que sufrió una de sus protagonistas, Winona Ryder, todo ello ilustrado con imágenes de archivo de vídeos educacionales sobre la cleptomanía. Mucho más interesante es Becoming Anita Ekberg,  otro videoensayo del especialista en el subgénero Mark Rappaport —que paseó su enorme amabilidad por las calles de Santiago— sobre ese mito de la femineidad en estado puro que fue Anita Ekberg. Interesa sobre todo el sugerente juego de identificación entre personaje real y ficticio que se estableció en una serie de películas protagonizadas por la actriz y que sirve al realizador para elaborar un mini-tratado sobre la misoginia en el cine.

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Becoming Anita Ekberg, de Mark Rappaport

La existencia endogámica y armónica de dos hermanas gemelas es dinamitada por la irrupción de un extraño en Superior (Erin Vassilopoulos), que propone una atmósfera análoga a abanderados del feísmo —tanto visual como existencial—  como Ulrich Seidl. Sin embargo, el discurso sobre la necesidad de emancipación e individualidad juvenil está articulado de un modo demasiado mecánico y evidente como para aportar algo nuevo. Más suerte tiene el alemán Willy Hans con Das satanische Dickicht-Eins: un ejercicio sobre la cotidianeidad del mal y la asunción de lo siniestro, el umheinlich, como parte del día a día de un grupo familiar a caballo entre las taras emocionales de los personajes de Michael Haneke y el comportamiento hipercodificado del cine de Yorgos Lanthimos. La película se presenta a través de acciones fragmentarias —el diablo está en los detalles— creando una evidente tensión tanto en el espectador como en los propios personajes, a los que se les intuye una compleja vida anterior, logro nada desdeñable en un trabajo de corta duración. Los dos hijos adolescentes representan dos formas de enfrentarse a la violencia cotidiana: desde la asimilación inexpresiva por parte del chico hasta la rebeldía callada de su hermana, que en un momento dado parece desaparecer de la narración.

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Beach Week, de David Raboy

Y precisamente de desapariciones varias nos habla David Raboy en Beach week, una de las películas más potentes de todo el festival. En ella, una adolescente pasa varios días con unos amigos en una casa en la playa, pero la cámara de Raboy nos cuenta otra historia hecha de parques de atracciones nocturnos, soledades, discusiones, incomunicaciones varias y la sensación casi física de que todo ha terminado. La protagonista desaparece como si estuviéramos en una película de Antonioni y el punto de vista recae en su amiga, que mira a sus compañeros y afirma: “aún quiero a esta gente, pero ya no la conozco”. La adolescencia como la edad de la extrañeza y las transformaciones, como en los cómics de jóvenes mutantes de Charles Burns, de nuestra conversión en perfectos desconocidos: “je est un autre”. El fantástico trabajo con unos espacios llenos de zonas de sombra e iluminación impresionista y de gran fisicidad y sensualidad à la Lynch, amplifica la sensación de abandono de estas adolescentes que se resisten a aceptar el fin del eterno verano de paz y amor y la emparenta con otro film de género que también encapsula el angst adolescente dentro de una elaborada puesta en escena: It follows (David Robert Mitchell, 2014). La narración, como en aquel título, deriva rápidamente en el terror existencial que reside en el alma de todo adolescente: el que produce la permanencia en un espacio temporal que deben desalojar, que poco a poco se va quedando vacío y oscuro hasta que se materializa un pavoroso agujero negro, metafórico y literal —Burns de nuevo— que obligará a la fuerza a su protagonista a efectuar los ritos de paso a la edad adulta o a estancarse para siempre en un no-lugar donde ya no queda nadie. Como decía la madre aturdida de Blood below the skin, “no quiero sentirme así nunca más”.

 

© Javier Trigales, octubre de 2015