Cuerpos cósmicos

Antropomorfismo inerte en la oscuridad del espacio

“Nunca comprenderé por qué el cuerpo ha podido ser considerado como una ilusión, de la misma manera que tampoco comprenderé cómo se ha podido concebir el espíritu fuera del drama de la vida, de sus contradicciones y de sus deficiencias. Ello equivale, a todas luces, a no tener conciencia de la carne, de los nervios y de cada órgano. Lo cual resulta incomprensible para mí, a pesar de que sospecho que semejante inconsciencia es una condición esencial de la felicidad. Quienes permanecen apegados a la irracionalidad de la vida, dominados por su ritmo orgánico anterior a la aparición de la conciencia, no conocen ese estado en el que la realidad corporal se halla constantemente presente en ella. Esa presencia denota, en efecto una enfermedad esencial de la vida. Porque ¿no es acaso una enfermedad sentir constantemente nuestras piernas, nuestro estómago, nuestro corazón, etc., ser conscientes de la mínima parte de nuestro cuerpo? La realidad del cuerpo es una de las más terribles que existen. Me gustaría saber qué sería del espíritu sin los tormentos de la carne, o de la conciencia sin una hipersensibilidad del sistema nervioso. ¿Cómo se puede concebir la vida sin el cuerpo, cómo se puede imaginar una existencia autónoma y original del espíritu? Porque el espíritu es el fruto de un desequilibrio de la vida, de la misma manera que el ser humano no es más que un animal que ha traicionado sus orígenes. La existencia del espíritu es una anomalía de la vida. ¿Por qué no renunciaría yo al espíritu? Pero la renuncia ¿no sería una enfermedad del espíritu antes de ser una enfermedad de la vida?”

Emil Cioran

 

El cuerpo es un motor de búsqueda en algunos cines del nuevo milenio. Desde Eugène Green con sus manos y pies bressonianos hasta Claire Denis y sus palpitantes planos orgánicos, pasando por Sharunas Bartas y sus rostros-paisaje, hay muchos nombres que resuenan en el panorama cinematógrafo actual cuyos cines responden a una predominancia del cuerpo sobre otros elementos, a modo de indagación en la imagen y en el carácter psicológico y espiritual de los personajes. Cada cual habla del cuerpo humano desde una posición diferente, siendo absolutamente exagerado citar todos y cada uno de los sentidos en los que los cineastas contemporáneos utilizan el lenguaje del mismo. Por eso, decido centrarme en la figura de cinco autores clave en este, digamos, cine del cuerpo cósmico.

«White Epilepsy», de Philippe Grandrieux

En algunas películas de Philippe Grandrieux, Scott Barley, Antoine d’Agata, Lucien Castaing-Taylor y Véréna Paravel, observamos el cuerpo, no solo como forma material y presencial física de un ser humano, sino como ente alienado e inerte; un cuerpo cósmico en la inmensidad del espacio concreto que simplemente permanece ahí, constreñido en su, irónicamente, amplio espacio y se reduce a un mero fragmento de materia que destaca por su pasividad absoluta y su devenir inocuo.

Atendiendo a las obras de los cineastas citados, observamos claramente una similitud en cuanto a la manera de retratar esos cuerpos en el espacio negro, opaco y profundo, pero también podemos establecer diferencias en su tratamiento del movimiento y la puesta en escena —si es que se puede hablar aún de este concepto—. En la denominada, “trilogía de la inquietud” del cineasta francés, Philippe Grandrieux, elabora un minucioso examen de los cuerpos presentados que, por sí solos o interactuando con otros, responden a un sentimiento de aislamiento para finalizar en la más extenuante de las sensaciones físicas: el clímax sexual. En la primera película que compone el tríptico, White Epilepsy (2012), se presenta un cuerpo masculino, débilmente iluminado, rodeado por una masa de oscuridad tan densa que parece tragárselo por momentos. Su cuerpo está desnudo, como si se situase en el origen de sus días —o incluso antes, en la matriz— y no hace otra cosa que girar lentamente sobre sí y sobre la nada que lo envuelve. El principio abrumador y contemplativo que propone Grandrieux es un paso lógico y culminante en su obra, la cual se dibuja en torno a los cuerpos y la tensión constante que soportan las personas aprisionadas en ellos, haciendo lo posible por dar rienda suelta a acciones antes reprimidas que acaban por salir al mundo en una explosión violenta y convulsiva. En White Epilepsy la violencia febril característica del cine del francés también tiene lugar, pero de una manera adecuada al ritmo que se propone durante toda la película. Aparece una figura femenina que inicia una relación con el cuerpo masculino, primero de reconocimiento y después de palpación física que culmina con la dominación sexual y la posterior aniquilación de su pareja —de una forma muy similar al comportamiento conyugal que poseen algunos tipos de insectos como las mantis—. Una naturaleza ambigua y mordaz se deja ver entre los torsos casi informes de los cuerpos-entes suspendidos en el espacio y la palidez de sus halos. La imagen de un Saturno goyesco que, en vez de devorar a su hijo, devora a su amante se torna aún más terrorífica al hacer de la lentitud la baza definitiva, acuñada para captar los gestos y movimientos de manera tal, que sucumbe a la epilepsia blanca (de luz) que titula la obra. Resulta revelador descubrir que los síntomas de la epilepsia son: mareos, dificultad para hablar, sensación de desconexión con el entorno, convulsiones y rigidez muscular. En definitiva, todas las características que posee el film y que dan forma a una nueva visión del cuerpo y su naturaleza abismal. En términos bíblicos, la carne.

«White Epilepsy»

La carne es, en una lectura cristiana, lo que surge de la creación divina (el cuerpo) y la obra de Satanás (el pecado), es el cuerpo humano caído y corrupto que sucumbe a una continua condenación física y mental. Meurtrière (2015), la segunda película de esta trilogía basada en un mismo concepto —el de la carne y su aislamiento espacial— se sitúa en el abismo —mismo y distinto que el de White Epilepsy, pues este lugar es un espacio común a la vez que personal— donde cuerpos que se superponen y se mezclan entre sí, forman una nueva conexión sensorial al mismo tiempo que un camino que desemboca en el horror. El ente que podríamos llamar protagonista es el presentado con forma de mujer joven, que se caracteriza por sufrir una evolución paulatina. Primero, es un ser amorfo, sin rostro, que necesita re-encontrarse con su cuerpo y que para ello se valdrá de otros que pululan en la negrura, con los que experimentará sensaciones únicamente físicas, fundiéndose con ellos literalmente para llegar a la culminación del sexo. El orgasmo que se torna poco a poco en lamento, avecina lo que se ha ido perpetrando muy lentamente. Ahora que los cuerpos se han mezclado tanto que se ha formado un ser de seres, ella no puede localizar la parte que le pertenece y tras sumirse en una espiral de carne a la vez que sigue suspendida en su plano personal e inerte, le llega la muerte en vida. La agonía de haber vivido y haber perdido; el fatal desenlace tras una experiencia únicamente corporal que ocasiona un grito desesperado y una convulsión negativa tras el placer. El autodesprecio. El infierno del cuerpo. No en vano, Cioran alude a la futilidad de la supervivencia diciendo, de forma quizá demasiado extrema, pero no por ello menos reflexiva: “No comprenderé nunca por qué nadie se suicida en pleno orgasmo”.

«Meurtrière», de Philippe Grandrieux

Ese odio al cuerpo que inunda la teología cristiana, pero que está muy patente en el mundo posmoderno, es la clave para entender el cine de Grandrieux, muy especialmente en esta trilogía. Sus reflexiones carentes de palabras, que se transmiten por la imagen y mucho más por el sonido, remiten a una especie de renovado sentido de desprecio a la materia, pero sin la posibilidad de trascender. Una visión cruda que se asemeja a algunas narraciones de Georges Bataille o Samuel Beckett en literatura, o a la pintura de Francis Bacon o la de Francisco de Goya en su etapa negra. ¿Cómo abolir el cuerpo sin un mundo inmaterial? ¿Cómo abarcar la muerte pensando que no hay un después? Es como suicidarse —de nuevo en la línea de Cioran— sabiendo que siempre lo va a hacer uno demasiado tarde. Este pensamiento pesimista o del absurdo, heredero de Arthur Schopenhauer y Albert Camus, alcanza su cota más alta en el cine de Antoine d’Agata, quien, aparte de tratar el cuerpo en el abismo como lo hace Grandrieux, opta por una mirada caótica e impúdica que llena de una oscuridad ideada, la propia negrura de sus imágenes.

«Meurtrière»

“Ahora bien, las obras de la carne son evidentes, las cuales son: inmoralidad, impureza, sensualidad, idolatría, hechicería, enemistades, pleitos, celos, enojos, rivalidades, disensiones, sectarismos, envidias, borracheras, orgías y cosas semejantes, contra las cuales os advierto, como ya os lo he dicho antes, que los que practican tales cosas no heredarán el reino de Dios.”

Gálatas 5:19-21

Toda la obra cinematográfica del, también francés, Antoine d’Agata —que actualmente cuenta solamente con tres títulos— parece provenir de este versículo del Nuevo Testamento. Su peculiar pensamiento acerca del mundo y su experiencia en la vida lo han llevado a ver y hacer cosas tan deleznables como impuras, siendo uno de los directores situados en el marco del cine marginal que tratan los cuerpos con más violencia y alienación. En su último largometraje, la monumental White Noise (2019), que es un compendio de imágenes e ideas, algunas que ya aparecen en Atlas (2013) y Aka Ana (2008), otras totalmente inéditas, el fotógrafo y cineasta se encierra en los lugares más íntimos y oscuros de este, nuestro mundo, para conseguir alcanzar otros, más abismales, más infernales. Mediante el consumo de drogas y el sexo desenfrenado con una larga lista de prostitutas de diferentes puntos geográficos, d’Agata construye una serie de espacios que invitan a acercar la mirada a los recovecos más turbios del alma y del cuerpo. La carne que él filma no está suspendida, como veíamos en el cine tardío de Grandrieux, sino que tiene sus extremidades bien clavadas al plano terrenal, mientras que la carencia de movimiento o la exageración de este operan como los dos puntos de un mismo segmento, donde el mismo d’Agata se debate. Para los que se adentran en este abismo libidinoso, en el que impera el deseo carnal sin recato y, por tanto, sin responsabilidad ni culpa, el cuerpo no es más que un instrumento que puede ser usado para obtener bienes. Aunque, a diferencia de lo que pueda parecer, no se cosifica íntegramente, pues las voces en off de las prostitutas otorgan la dimensión óntica que alude a un tipo de trascendencia malévola en la que se desacraliza, por un lado, el propio recipiente que contiene esas mismas voces casi fantasmales y, por otro, en la que se crean una serie de adicciones que, inevitablemente, se apoderan de sus espíritus y violan tanto sus cuerpos como sus mentes. Así pues, se nos revela un aspecto extremadamente anímico de un estilo de vida que oculta pensamientos demasiado oscuros como para siquiera imaginarlos. Pensamientos figurados a la vez que reales, pero definitivamente faltos de luz, al igual que la mayoría de los planos de la cinta. Hay que puntualizar que el cuerpo desnudo no tiene una connotación sensual, sino animal en esta obra y que la fuerza bruta de algunas imágenes deshumaniza precisamente esos cuerpos, haciendo inútil y algo superficial hablar de material pornográfico. La intención con los cuerpos es otra, bastante más admirable y compleja, aunque pueda resultar aberrante. El hecho es que d’Agata se adentra en el infierno para sacar algo de este a la luz y no por ello ha de ocultar sus criaturas más monstruosas —Philippe Grandrieux comparte en cierta medida este ánimo revelador sin dejar de herir ciertas sensibilidades— al igual que no subvierte sus ideas para hacerlas falsamente positivas. No hay más que leer el monólogo final del director en White Noise, en el que alega: “Cuerpos destruidos, nombres olvidados. La vida desaparece en la representación. Abrazar la violencia del mundo. La acción como el único problema. Morir día a día. […] Ni Dios ni indulgencia sino la evidencia de la carne. […] Ser no es suficiente. Amar, sufrir no es suficiente. Todos los días muero.” Este último grito desesperado resume todo su cine, así como el tratamiento que da al cuerpo en el mismo. Desesperada confesión que no deja indiferente.

«White Noise», de Antoine d’Agata

En el cine del cuerpo cósmico se hace un recorrido lento y casi ritual de los objetos vivientes e inertes que llenan el espacio vacío. Lo humano abandona su condición para presentarse como un ente pendiente de ser creado, se transforma en una masa material que algunas veces evoca ensoñación. Los movimientos apaciguados de la cámara y la cercanía casi intimidatoria consiguen un efecto de invasión del espacio personal amén de nuevas y espectrales visiones de los torsos, brazos y piernas del individuo. Una lectura de las partes que va más allá del mero investigar anatómico y produce una especie de búsqueda de la opacidad y luminiscencia de la forma es lo que proponen Lucien Castaing-Taylor y Véréna Paravel en su película Somniloquies (2017), visión semi-onírica que trabaja sobre el caso real de un compositor (Dion McGregor) que hablaba en sueños y fue grabado durante varias noches por su compañero de cuarto en la década de los sesenta. Aquí, el material de audio original se mezcla con las imágenes ideadas por el tándem de directores, propiciando una visión difusa y casi irreal de diferentes cuerpos que flotan en un espacio ya mencionado con anterioridad. Lo más interesante es ver cómo cada elemento va por libre y se asocian ciertos estímulos con las palabras del hombre en según qué momentos, dando pie a una lectura bipartita que bien puede basarse en la somniloquía como eje central o bien en la imagen. En la mayoría de secuencias, las palabras sin sentido emitidas por McGregor disocian las imágenes de los cuerpos, también dormidos, haciéndolas particularmente azarosas y caóticas, poniendo de manifiesto el sentido disperso de los cuerpos en la negrura. Aquí los elementos están sumidos en el letargo del sueño y no sucumben a experiencias destructivas como en los anteriores casos, al contrario, dormitan en un infinito tiempo congelado, ajenos a cualquier atisbo de existencia, esencia o unidad. Algo que también caracteriza la última película del director inglés Scott Barley, Womb (2017).

«Somniloquies», de Lucien Castaing-Taylor y Véréna Paravel

Womb es la matriz, el principio de la vida y también el recipiente de la no-consciencia, siendo la consciencia característica única del ser humano. Aludiendo a Martin Heidegger, convendremos en que “solo el hombre existe. La roca es, pero no existe. El árbol es, pero no existe. El ángel es, pero no existe. Dios es, pero no existe. El hombre es aquel ente cuyo ser está definido desde el ser y en el ser por medio de un abierto estar dentro del desocultamiento del ser.” Por tanto, extrapolando esta afirmación al film de Barley, podemos aventurar que los cuerpos que se muestran, flotando en la inmensidad del espacio cósmico, son pre-hombres obnubilados de tal forma que permanecen en letargo. Sus cuerpos simientes son pálidos y secos embriones envejecidos, muertos pero vivos. Atrapados en la masa oscura de un material intangible en la que permanecen alienados y quietos mientras se filman de una manera casi violadora, acercándose a ellos de tal forma que hace imposible distinguir qué parte de los mismos se contempla. Pues la imagen se trastoca hasta hacer de los cuerpos masas informes de piel y articulaciones embalsamadas y embelesadas en su etéreo e hipnótico estar.

«Womb», de Scott Barley

En todos estos acercamientos cinematográficos al cuerpo, el fondo sobre el que se sitúan las figuras es opaco, negro y profundo, como hemos aventurado, y ejerce una fuerza devastadora en las figuras humanas mientras les deja una amplia libertad para estirarse y contraerse. No deja de ser inquietante y a la vez interesante que estos directores sin contacto aparente muestren el cuerpo de una manera tan similar, llegando a tener formas tan parecidas, y consigan generar discursos tan comparables. En otro marco temporal, el cineasta Teo Hernández propuso con su Corps aboli (1978) un principio equiparable al de los cineastas tratados en este texto, con el que demostró estar a la vanguardia en cuanto a ejecución y concepto y sensibilidad para con la forma. En su película observamos un cuerpo masculino en su perfección física que se mueve veloz en un espacio hermético. Se retuerce en una danza dinámica e inquietante mientras la luz aplicada trata de subrayar su carne casi plástica, haciéndola brillar de un modo mate, hasta que la concepción que se tenía del espacio cambia de forma abismal.

En Corps aboli, la cámara hace de ojo-que-todo-lo-ve y poco a poco inicia una voraz introspección física, llegando a descomponer la carne y a confundir la luz del cuerpo con la del exterior para concluir con la destrucción tanto del objeto como del espacio, quedando solamente el movimiento de la luz, que es el elemento de capital importancia en su cine.

«Corps aboli», de Teo Hernández

 

© Borja Castillejo Calvo, febrero de 2020

 

Bibliografía:

CIORAN, Emil; En las cimas de la desesperación (1934). 
“Epístola a los Gálatas”, Nuevo Testamento.
HEIDEGGER, Martin; ¿Qué es metafísica? (1963).