Cuatro miradas sobre Gijón 2010

Constelaciones

 

I. La presencia de la ausencia y la crisis identitaria

Por Víctor Paz Morandeira

Resulta curioso que las claves para interpretar una de las varias líneas trazadas por la Sección Oficial de la última edición del Festival de Gijón nos la dé una película presentada fuera de concurso y en una retrospectiva. Esto evidencia la capacidad del certamen asturiano para crear una programación coherente y unitaria que se piensa y selecciona con unos altos niveles de exigencia. Le pont des arts (Eugène Green, 2004) desarrolla una de las obsesiones de su autor: la presencia de la ausencia en el amor no consumado, ideal platónico de ambientación barroca en este caso. El mismo tema puede tomar la forma de un cuento medieval de clara influencia bressoniana en Le monde vivant (2003) o constituirse en catarsis espiritual en la tan pegada a Oliveira A religiosa portuguesa (2009). Siempre está en Green de alguna u otra manera, más pronunciado en el personaje de Adrien Michaud en Le pont des Arts, una suerte de Antoine Doinel reinterpretado que habla como personaje de novela o de obra teatral (no en vano Green también es dramaturgo y escritor) en un París idealizado. Por su estructura, tan marcada en capítulos, y por sus personajes se puede decir de Green que escribe como Rohmer, rueda como Bresson y siente como Truffaut. Él mismo ha comentado que de haber nacido un par de décadas antes se habría sentido muy a gusto en la Nouvelle Vague.

La declaración viene con trampa pues de haber tenido otros referentes, ¿cómo habría sido su filmografía? Lo que parece evidente es que el cine moderno ha tenido sus mayores y más influyentes representantes en el movimiento francés, estando este actualmente abierto a apropiaciones e interpretaciones contemporáneas. Es el ejercicio que propone Jonás Trueba en Todas las canciones hablan de mí (2010) que comparte con Le pont des Arts sus modelos y la cuestión de la presencia de la ausencia, mejor interiorizada aquí que en otras propuestas de la Sección Oficial. El guiño a Truffaut es, de nuevo, evidente. Ramiro, interpretado por un correcto Oriol Vila, acaba de dejar a su novia tras seis largos años de relación. La incapacidad para encontrar su identidad sin ella define una película muy melancólica que apela directamente a la generación de los veintimuchos que, muy posiblemente, se verá identificada en un filme que logra transmitir una etapa vital tan escurridiza como esta con dolor a la par que con ilusión. Como las obras de Woody Allen (el filme también tiene un poco de él, cartel copiado de Manhattan incluido), la ópera prima de Trueba hijo es terapéutica.

Además, Todas las canciones hablan de mí está rodada con una elegancia extraña en el cine español más comercial, donde claramente se sitúa a pesar de su sello de autor. El amigo salido de turno, encarnado por Bruno Bergonzini, con su humor zafio interrumpiendo una y otra vez una narración que no lo necesitaba, lastra por momentos un filme que cuenta con otros grandísimos secundarios. Es imposible no enamorarse de todas y cada una de las actrices que salen en esta película: empezando por Bárbara Lennie, siguiendo por Valeria Alonso y Miriam Giovanelli, y acabando con una soberbia Ángela Cremonte (se habrá cometido un delito si con su personaje no se lleva algún premio a actriz revelación). Por todo esto y por no citar en vano al Truffaut de Domicilio conyugal (Domicile conjugal, 1970), el debut de Jonás se merece más atención de la que ha recibido.

Siguiendo el hilo del artículo, Mammuth (Benoît Delépine y Gustave de Kervern, 2010) muestra a un Gérard Depardieu al que visita su ex novia muerta en secuencias más bien cómicas y ridículas. La superación de la culpabilidad es el tema principal de un filme que abarca mucho y agarra poco. También se dan en la película las resoluciones de otras crisis, como la que vive el galo con su actual pareja o la necesidad de encontrarle un sentido a la vida en la jubilación. La crítica velada a la crisis económica se agradece, pero en todo caso los directores parecen estar más centrados en entregar al espectador una versión bienintencionada del A propósito de Schmidt (About Schmidt, 2002) de Alexander Payne con un Depardieu gruñón que va buscando el gag visual fácil. Falta mala baba, aunque hay apuntes interesantes como la enemistad manifiesta entre el protagonista y otros obreros por ganarse una limosna: lobos para el hombre que han perdido su identidad de clase, sin orgullo, anestesiados por el espíritu consumista del neoliberalismo.

Sin mostrar muertos vivientes Radu Muntean logra transmitir el peso de los cuerpos femeninos que acompañan al protagonista por obra y gracia del diálogo y unas interpretaciones soberbias en Tuesday, After Christmas (Marti, dupa graciun, 2010). Mimi Branescu, Paul en la película, ama a dos mujeres y no sabe por cuál decidirse. La típica historia de triángulo amoroso con amante y esposa de por medio huye del manierismo adoptando una austera estructura de planos secuencia para cada uno de los encuentros de Paul con sus amadas. Esta fría, objetiva y descriptiva puesta en escena es ya marca de la casa en el último cine rumano que trajo a Gijón Aurora (Cristi Puiu, 2010) y el corto Fotografía (Victor Dragomir, 2010), buenas muestras de que esa cinematografía sigue viva varios años después de 4 meses, 3 semanas, 2 días (4 luni, 3 saptamâni si 2 zile, Cristian Mungiu, 2007) y 12:08 Al este de Bucarest (A foust sau n-a foust?, Corneliu Porumboiu, 2006).

Todas las películas mencionadas hasta el momento comparten la idea barroca desarrollada por Green y, en cada una de ellas, esa presencia de la ausencia está enmarcada en un contexto de crisis identitaria en el que los personajes buscan encontrarse. Así ocurre en Año bisiesto (Michael Rowe, 2010), Alamar (Pedro González-Rubio, 2009) o Tilva Roš (Nikola Lezaic, 2010). La primera parece una versión mejicana de El imperio de los sentidos (Ai-no corrida, Nagisa Oshima, 1976), situada en un D.F. claustrofóbico. Aunque el filme no arriesga lo suficiente en sus premisas, la lectura política que sugiere de equiparar padre a Estado es de lo más interesante. La propia protagonista verbaliza el desengaño cuando dice que “de niña creía que papá era el mejor hombre del mundo” y, en otra escena, le pasa a explicar al hermano que “un Estado que tiene por política mejorar la seguridad de sus ciudadanos debe hacerles creer que están en peligro, solo así confiarán en él”. Esa relación de dependencia paterna (se intuye que la protagonista fue violada por su progenitor) es la que lleva al personaje interpretado por Mónica del Carmen (magnífica actriz) a sucumbir a las garras de su maltratador sexual. Una vertiente freudiana que subraya la naturaleza erótica de unas imágenes rodadas con una veracidad apabullante. Añádase que Laura, la mujer maltratada por voluntad propia, es indígena y periodista. Ahí queda.

De inocencia perdida hablan también Tilva Roš y Alamar. La película de Lezaic tiene la gran virtud de contar con actores no profesionales en el reparto. Los protagonistas son chicos de la zona minera de Serbia en la que vive el director. Esto aporta autenticidad a un relato casi coral que se asemeja en la aproximación a sus actores a Ciudad de Dios (Cidade de Deus, Fernando Meirelles y Kátia Lund, 2002). La honestidad cuenta mucho en un filme que se siente próximo y que desarrolla también otras estrategias destacables como la introducción de la textura vídeo en la diégesis con la que los chavales hacen política sin apenas darse cuenta. Ejemplares son las escenas de la destrucción a mazazos de un coche, la de la intrusión en la manifestación anti-liberalización o la del súper rodada en un estupendo plano secuencia que remite al Jean-Luc Godard de Todo va bien (Tout va bien, 1972). Tilva Roš es muchas cosas pero, ante todo, es una película amarga que logra transmitir el “buenrollismo” con el que fue rodada. La vida duele. Solo queda sonreír.

Alamar cuenta el día a día de un niño que va a pasar el verano con su padre a un arrecife de coral en Méjico. La cinta encuentra un mágico equilibrio entre narración y observación siendo, en síntesis, un precioso poema. El propio director ha reconocido que la profesión del padre no es en realidad la de un pescador y que la situación parte más bien de una experiencia personal. Esto confirma a Alamar como una ficción disfrazada de documental, una estrategia que también sigue, de manera falsa y oportunista, I’m Still Here: The Last Year of Joaquin Phoenix (Casey Affleck, 2010) y, de forma muy honesta y equilibrada, Todos vós sodes capitáns (Oliver Laxe, 2010). La ópera prima del gallego, al que dedicamos una entrevista y una crítica en este número de Transit, ejecuta además la idea de la presencia de una ausencia de un modo más cinematográfico, que requiere la completa atención del espectador en la última parte de la cinta cuando Laxe es expulsado de ella, pero aun así hace sentir su presencia y su visión persiste a través de las imágenes que los chavales salen a rodar.

Una presencia continua y nunca palpable transita en la otra gran película de la Sección Oficial, Meek’s Cutoff (Kelly Reichardt, 2010). En ella, la norteamericana explota el concepto sociológico de “el otro” para, entre otras cosas, realizar una mofa del western clásico. Un conjunto de colonizadores del nuevo mundo se pierden con su caravana y llegan a tener la certeza de que los indios los persiguen, pero estos nunca aparecen. En cierto modo, es la crónica de una persecución-caza que nunca se materializa. Este concepto sociológico es aplicado con malicia cuando el grupo de campesinos imperialistas depende del único indio con el que se topan, totalmente desarmado y perdido como ellos para sobrevivir. Como indica Umberto Eco en el ensayo que acompaña a su última novela, El cementerio de Praga, “disponer de un enemigo es importante, no solo para definir nuestra identidad, sino también para dotarnos de un obstáculo ante el cual medir nuestro sistema de valores y mostrar, al enfrentarnos contra él, nuestro valor” (1). Y añade: “Cuando no existe un enemigo, hay que construirlo” (2). Algo que hacen los miembros de la expedición cuando, tras discutir y posicionarse contra su guía Meek, encuentran un nuevo motivo de unión en el rechazo común contra el extranjero de oscura tez que aparece repentinamente. No lo conocen de nada, pero presuponen que está ahí para jugarles una mala pasada y alertar a sus amigos para que vengan a cortarles la cabellera de un modo que Meek se encarga, intencionadamente, de exagerar (pues en la construcción del enemigo siempre juegan un papel importante las historias de transmisión oral que cultivan un odio irracional contra los colectivos ajenos).

La cinta adquiere aquí un valor universal al erigirse también en estudio psicológico de la confianza, de la fe en el otro, siendo el personaje de Michelle Williams el único que se opone al descuartizamiento del salvaje. La película es además un riguroso estudio de la época tanto en lo histórico (ropas, objetos, costumbres, maneras de moverse y hablar) como en lo social (destacando el papel al que se relega a la mujer: ente procreador al servicio del marido –no se puede decir que Reichardt no sea feminista). La mirada es limpia, honesta, muy descriptiva; naturaliza y aleja de la épica un género tan trillado como el western y resulta de una gran coherencia gracias a una fotografía que remite directamente al daguerrotipo y a un austero y valiente formato en 4:3. En este sentido, se coloca un poco en la línea de las deconstrucciones que propusieron en los últimos años El asesinato de Jesse James por el cobarde Robert Ford (The Assassination of Jesse James by the Coward Robert Ford, Andrew Dominik, 2007) y Pozos de ambición (There Will Be Blood, Paul Thomas Anderson, 2007), aunque con un espíritu mucho más radical.

 

II. Juventud en fuga

Por Daniel de Partearroyo

El cine adolescente siempre ha estado muy bien representado en Gijón con títulos que se sitúan al margen de los rígidos códigos prejuzgados bajo la etiqueta teen movie. La Sección Oficial y la paralela Rellumes brindaron tres atractivas propuestas que enfocan la confusa y poliédrica forma fronteriza de la adolescencia, estadio difuminado entre la infancia y la madurez, como un tiempo de vacilaciones y desvíos.

La película serbia Tilva Roš, galardonada con el Premio Especial del Jurado, concentra las distintas formas de esa incertidumbre en el último verano de Toda y Stefan, dos amigos que, tras acabar el instituto, se enfrentan al futuro con muy distintas perspectivas. Cuando pase el verano, Stefan se irá a Belgrado para empezar sus estudios universitarios; Toda, de familia más humilde, se quedará en Bor, ciudad minera donde crecen las manifestaciones obreras por la difícil situación en la que se encuentra la industria local. Pero hasta que lleguen los nubarrones de septiembre quedan días de vacaciones en los que no hay nada concreto que hacer más allá de reunirse con los colegas skaters y luchar contra ese enemigo mortal que es el aburrimiento. Momentos que Lezaic y el naturalismo -con todo, lírico- de su cámara nos consiguen hacer sentir como propios y transportándonos a tardes diluidas en pasatiempos improvisados en descampados, peleas, caídas y millones de células de piel de rodilla esparcidas sobre pistas de cemento. Ineludible punto de contacto entre la pubertad y el juego como violencia y agresión corporal propio de la infancia, algo que Spike Jonze retrató a la perfección en Donde viven los monstruos (Where the Wild Things Are, 2009) y tiene su mayor expresión en la serie Jackass (2000-2002), que creó con Johnny Knoxville y Jeff Tremaine.

De hecho, siguiendo la fórmula de Masculin féminin (Jean-Luc Godard, 1966), podríamos decir que los chavales de Tilva Roš son los hijos de Knoxville y YouTube. Este vídeo grabado y colgado en Internet por Marko Todorovic y Stefan Djordjevic dio a Lezaic la idea principal para su película. Sus autores terminarían convirtiéndose en los protagonistas y, como el resto de actores, en verdadero motor de la acción del filme. Son las secuencias en las que se divierten grabando autolesiones y desafíos a los límites de dolor y aguante del propio cuerpo las que consiguen transmitir mejor la fascinación provocada por la exploración violenta -siempre violenta, como la vida- de la construcción de la subjetividad y las mutaciones corporales propias de tan hormonal edad.

Las imágenes más estilizadas de Lezaic y su banda sonora conectan Tilva Roš con presupuestos estéticos de una idea transnacional del llamado cine indie, esa que el Festival de Sundance se ha empeñado en forjar a golpe de folk, pelos lacios, música ambient y lápices de colores durante los últimos veinte años. Precisamente Aaron Katz, junto a otros cineastas como Andrew Bujalski, lideró a principios de la década el llamado movimiento mumblecore que, sin oponerse ni mucho menos a la “estética Sundance”, sí reaccionaba contra su capitalización por parte de las divisiones independientes de las grandes productoras. Con su tercer largometraje, Cold Weather (2010), Katz se aleja de la libertad emanada por sus anteriores películas y certifica la defunción del mumblecore el mismo año del desembarco mainstream de los hermanos Duplass con Cyrus (2010). La mayor limpieza técnica de Cold Weather se corresponde con la evolución de los protagonistas del cine de Katz. Suelen ser un chico y una chica rodeados por un difuso y arbitrario conjunto de secundarios fácilmente intercambiables. Piezas móviles de una juventud en construcción que casan muy bien con el disfrute de Katz filmando los rostros y gestos de sus intérpretes en una suerte de catálogo, recolección de propuestas para un Hollywood diferente, basado en lo único en vez de en lo seriado. Esta vez repite Cris Lankenau, de Quiet City (2007), y aparece, cual supernova, Trieste Kelly Dunn. Dos hermanos en medio de una intriga criminal elusiva, a medio camino entre Jacques Rivette y la primera parte de Terciopelo azul (Blue Velvet, David Lynch, 1986), donde la misteriosa desaparición de una chica no deja de ser una excusa de fuga hacia delante para jugar a los detectives, emular a Sherlock Holmes y fumar en pipa como los adultos.

Otra ausencia es el motor estructural de Putty Hill (Matthew Porterfield, 2010). En este caso se trata de Cory, un adolescente muerto por sobredosis. Dejando a un lado el innecesario artificio narrativo que presenta a sus amigos, familiares y conocidos simulando entrevistas, la película de Porterfield propone un retrato urbano de Baltimore que, una vez más, se hace grande al conjugar los espacios residenciales con las caras y cuerpos de sus habitantes. El funeral, transmutado en un festivo karaoke, consigue el mejor momento de la película como retrato familiar de una colectividad. El reparto está compuesto en su casi totalidad por actores no profesionales; echando un vistazo a la cuenta de Vimeo de Porterfield es posible ver algunos de los test screenings que realizó para llevar a cabo el casting, casi escenas descartadas que demuestran el nivel de naturalidad y cercanía de las imágenes de la película.

Tres muestras de cine vivo gracias a sus protagonistas y a la perspicacia de unos realizadores que, con la mínima intervención, han sabido registrar su fuga, narrativa y anatómica, hacia terrenos del apagado mundo adulto -lucha obrera, pérdida de seres queridos- que les llama desde el horizonte.

 

III. Apropiaciones, robados, cazadores de imágenes

Por Laura Menéndez

La sección Llendes (Lindes en castellano) es, año tras año, una de las más estimulantes del Festival de Gijón. Cajón desastre para todo aquello que se resiste a entrar en un inventario rígido, este año presentaba las últimas películas de Noël Burch, Alain Bergala o Sandro Aguilar, entre otros. En esta edición un discurso soterrado parece conectar una serie de filmes: el del gusto por la apropiación, el found footage, los robados y las imágenes de archivo. Así nos encontramos con “misteriosos objetos” como Fantasmas #1 (Ángel Santos Touza, 2010) en el que su director recupera viejas fotos y filmaciones para reconstruir su infancia, Until the Next Resurrection (Sledujushhee voskresenie, Oleg Morozov, 2009) que parece robarle un pedazo de vida a todo aquel que se expone frente al objetivo y ante la película, Shadow Cuts (2010) en el que Martin Arnold remezcla una escena con Mickey y Pluto, o Les hommes debout (Jérémy Gravayat, 2010), que reconstruye la lucha de los obreros de Penarroya en los años setenta a través de fotos personales y documentos fílmicos y radiofónicos. Vamos a detenernos en tres casos diferentes en cuanto a propuesta e intencionalidad.

Con Raza Remix (2010) Manel Bayo, artista multidisciplinar, nos regaló una de las sesiones más divertidas de esta edición. Tomando como base Raza (José Luis Sáenz de Heredia, 1942), la película por excelencia del régimen franquista, e imponiéndose a sí mismo una serie de restricciones, construye un collage delirante plagado de juegos textuales y referencias pictóricas, incluida una cita directa a Ciudadano Kane (Citizen Kane, Orson Welles, 1941). Un extravagante trabajo de restauración que invita al espectador a un viaje lisérgico de reconstrucción de la memoria histórica a través de un humor sinvergüenza y descarado. Y precisamente aquí reside su gran valor: en encontrar la distancia necesaria para que nos podamos reír de algo tan macabro como el panfleto fascista que supone Raza. Pero debemos hablar no tanto de discurso político sino estético ya que el autor se dedica más bien a subrayar o puntualizar, a través de un gusto por lo kitsch y lo grotesco, lo que ya de por sí era un discurso alucinado y esperpéntico.

En Stardust (2010), segunda parte de la trilogía iniciada con Plot Point (2007), Nicolas Provost (a quien esta revista le dedicó un artículo en el número anterior) vuelve a manipular imágenes de la vida cotidiana grabadas con cámara oculta para crear nuevos significados y jugar con los códigos del lenguaje cinematográfico. En este caso, a partir de la filmación de varios espacios y habitantes de Las Vegas que ensambla con determinadas músicas o atmósferas sonoras, es capaz de crear un escenario agobiante, un ambiente de tensión malsana, de peligro inminente, que hace al espectador sospechar que algo va a suceder de un momento a otro. Provost se recrea en la ambigüedad y los dobles sentidos, los juegos de significado, las ideas preconcebidas y los estándares de representación. Andrea Franco, en el artículo que citábamos con anterioridad, define muy acertadamente a Provost como “un mago del montaje en constante búsqueda del instante fantástico” (3). Él mismo reconoce la influencia de lo onírico en su obra y del concepto de cine como una gran máquina de sueños. De este modo, y como en un gran espejo, introduce a actores reconvertidos en personajes de su particular relato, celebrities como Jack Nicholson, Jon Voight, Dennis Hopper y Danny Trejo (¡Machete!) que pasean por delante del objetivo escondido de Provost. Este se dedica a doblar sus voces con diálogos extraídos de filmes “hollywoodienses”, transformándolos en “dobles doblados” (4): actores en situaciones de su vida real que son transfigurados en personajes de sus propias películas.

En cambio, cuando se trata de reconstruir un vacío en la Historia, el vacío de una vida, Arnaud des Pallières opta por levantar un relato desde la nada, con una estructura que se va creando a sí misma a medida que avanza el metraje, plagada de agujeros e imposibles. En su magnífico cortometraje Diane Wellington (2010) parte de la misteriosa desaparición, en los años treinta, de una quinceañera de Dakota del Sur y va cimentando la narración de los sucesos en base a imágenes de archivo (en blanco y negro) de la época, integrando música e intertítulos para, poco a poco, introducir unos bellísimos travellings en color, saturados y muy quemados, en los que podemos apreciar un constante desplazamiento en coche y tren. Esta serie de planos imaginan el posible destino de Diane Wellington, sugiriendo una huida imposible o un escape hacia ninguna parte. Un “falso movimiento”. Del mismo modo en que los vecinos o amigos de la muchacha chismorrearían y discurrirían en su momento, el narrador comienza por reflexionar acerca de los motivos que podrían haber propiciado la desaparición para conjeturar después acerca de todos aquellos detalles que desconoce (derivando en teorías más o menos disparatadas) y terminar, por último, abandonándose a la abstracción total y absoluta. Todo tipo de tribulaciones recorren el relato, pero es esa intensa impotencia y esa frustración al querer reconstruir la memoria de unos hechos inexplicables la que, en última instancia, libera al filme. Como no podía ser de otra manera, al espectador se le revela el paradero de Diane, pero sin causas ni consecuencias, pues queda al gusto de cada uno.

 

IV. Resurrecciones

Por Cristina Álvarez López

Until the Next Resurrection, Putty Hill y Morir De Día (Laia Manresa, Sergi Dies, 2010): tres filmes exhibidos en varias de las secciones paralelas (Llendes, Rellumes y Esbilla respectivamente) de la última edición del Festival de Gijón; tres obras guiadas por presencias fantasmales, por individuos que, en la mayoría de los casos, han encontrado la muerte inyectándose una dosis letal de heroína; tres piezas que, impregnadas por un halo malditista, habitan el umbral entre la vida y la muerte imprimiendo al material fílmico un carácter de resurrección.

Grabada a lo largo de quince años, Until the Next Resurrection es un documental que recoge retazos del día a día de distintos habitantes de la región rusa de Kaliningrado, un enclave alemán situado en la antigua Prusia y conocido con el nombre de Königsberg que, tras la Segunda Guerra Mundial, pasó a anexionarse a la URSS y a ser repoblado por inmigrantes rusos. No solo el título de esta extraña obra evoca ese carácter de resurrección al que nos referíamos en el párrafo anterior: en las primeras imágenes del filme vemos a Yefgeny que, según nos anuncia un texto en pantalla, “murió de tristeza y soledad”. Tumbado ante la cámara, nos habla del rumbo que tomó su vida tras la defunción de su esposa. La voz en off del narrador retoma la palabra para hacer un breve recorrido por la biografía de este hombre y, en dos ocasiones, insiste en lo siguiente: “Yefgeny ya ha muerto pero aquí todavía sigue vivo”. Este será, con pequeñas variantes, el patrón de la ascética y radical puesta en escena de Morozov: mientras por las imágenes de Until the Next Resurrection desfilan distintos individuos que testimonian en primera persona su lucha por la supervivencia, el director inserta breves intertítulos que nos anuncian el fallecimiento de casi todos ellos y recurre a una voz en off que aporta selectivos datos acerca de sus vidas y también detalles sobre sus muertes. La amarga ironía de esta voz en off hermana a esta pieza con las grandes tragedias de la literatura rusa y, a partir del retrato de sus habitantes, el director aborda un fresco de Kaliningrado que constata el destino maldito de este lugar y de sus gentes, quiénes parecen condenadas, por las vicisitudes de la Historia, a morir y a resucitar eternamente en una cadena rubricada por la muerte del propio director, acaecida poco después de terminar esta película convertida ahora en escalofriante testamento.

Si en My Joy (Schastye moe, 2010) Sergei Loznitsa plantea un filme de “zombies soviéticos” (5) a partir de un viaje infernal por la Rusia actual punteado por digresiones que nos conducen a los años de la Segunda Guerra Mundial, en Until the Next Resurrection Morozov nos muestra cómo Kaliningrado, levantada sobre las ruinas de un pasado glorioso, esconde fantasmas bajo sus escombros. De hecho, hoy en día, tras el desmembramiento de la URSS y la entrada de sus dos países vecinos en la Unión Europea, la propia Kaliningrado parece una isla olvidada del mapa, casi un territorio fantasma. Con un índice de criminalidad superior en un veinte por ciento a la media rusa, un tercio de la población de Kaliningrado vive por debajo del umbral de la pobreza y gran parte de los ingresos de sus habitantes provienen de la economía sumergida. No es extraño que las tasas de alcoholismo y drogodependencia alcancen niveles elevadísimos en este infierno en la tierra que Morozov comparte con las personas a las que filma (solo así es comprensible la brutal intimidad que registra su cámara, la entrega total de los cuerpos de quienes aparecen ante ella intuyendo, quizás, que pronto lo único que quedará de ellos serán esas imágenes).

Poco a poco, anestesiados por el alcohol y la heroína, abrazados al alivio que encuentran en sus ensoñaciones, los protagonistas del filme de Morozov son arrastrados, uno tras otro, a las cavernas de la noche eterna. No hay más alternativa en un lugar como este, no hay otra motivación: “Morir, dormir; dormir, quizás soñar”. Precisamente el filme se abre con esta cita del Hamlet de Shakespeare que encuentra su eco en la bellísima secuencia final, cuando una de las pocas supervivientes cuenta al director cómo son sus sueños. Curiosamente ella no se detiene en el contenido sino en la materia de las imágenes, en la intensidad de los colores, en la precisión de los detalles. La muchacha se embarca en un jovial monólogo que finalmente ya no escuchamos porque el sonido ha desaparecido. Pero quedan sus gestos entusiastas, sus manos en movimiento y su sonrisa. Una imagen pura que persiste en la retina del espectador mucho tiempo después de que haya finalizado la película (del mismo modo que perduran en nuestra memoria las impresiones más potentes de nuestros sueños y nuestras pesadillas).

Putty Hill fue otra de las grandes sorpresas del festival. Este filme surge de un proyecto abortado, Metal Gods, en el que Matthew Porterfield estuvo trabajando hasta que le retiraron la financiación. Con el equipo técnico y el casting listos para rodar el director decidió aprovechar el entusiasmo de su troupe y escribió un tratamiento de guión de cinco páginas a partir de quince localizaciones precisas de los suburbios de Baltimore (su ciudad natal) que quería filmar. Putty Hill se grabó en apenas dos semanas y el resultado es una pieza surcada por una vibrante energía que nace de un engranaje que fusiona formas generalmente asociadas al documental con una férrea estructura ficcional. El filme se presenta como una indagación sobre la figura de Cory, un joven fallecido a causa de una sobredosis de heroína. Porterfield se sirve del formato de la entrevista para acercarse a familiares y amigos que, la víspera del funeral, piensan reunirse para conmemorar al muerto. Pese a que el detonante argumental y el árbol de relaciones trazado entre los personajes son ficticios, Porterfield dota a su pieza de un hondo poso de realismo y de una sensibilidad que raramente florece en el cine de ficción. En el apartado interpretativo nos encontramos ante una obra que sabe aprovechar al máximo el cruce entre un entramado dramático trazado de antemano y el background vital de su casting formado por actores no profesionales que destilan una espontaneidad y una frescura de la que se empapan sus personajes. Pero el naturalismo que desprende Putty Hill debe tanto a ellos y a su relación con la geografía que habitan como a un cuidadísimo trabajo de cámara y de puesta en escena.

Apoyándose en su audaz andamiaje ficcional Porterfield realiza en Putty Hill un interesante y autoreflexivo ejercicio en torno al régimen de creencia del espectador contemporáneo: las preguntas del director acerca de Cory no encuentran demasiadas respuestas y a medida que el filme avanza parecen ensanchar ese agujero negro que se abre alrededor del fallecido. Entretanto entendemos que Putty Hill ha ido convirtiéndose en otra cosa: el retrato del grupo humano que se congrega alrededor de esa figura fantasmal que conduce la película desde las sombras. Pero cuando la reunión entre familiares y amigos tiene por fin lugar (Porterfield la filma en una prodigiosa secuencia donde el duelo compartido se expresa a través del júbilo), la identidad del muerto es, por primera vez, “revelada” al espectador gracias a una fotografía que cuelga en una pared presidiendo el acto. Lo que en otro filme podría considerarse un burdo truco dramático aquí adquiere una dimensión casi espiritual al poner de manifiesto que, en la era de la incredulidad y la sospecha, una fotografía todavía puede tener un efecto devastador sobre el espectador. Si bien el relato de Putty Hill parece certificar su fracaso a la hora de arrojar algo de luz sobre el muerto -en la escena final dos personajes se desplazan a la casa abandonada donde falleció el protagonista para hallar solo otro escenario impenetrable y hermético, sin signos concluyentes de nada-, la ficción orquestada alrededor de su figura termina convirtiéndose, paradójicamente, en el instrumento que le insufla vida.

También Morir de día está guiada por las figuras de cuatro desaparecidos en combate (Juanjo Voltas, Pau Maragall, Mercè Pastor y Pepe Sales). El filme era un proyecto de Joaquim Jordà sobre la entrada de la heroína en Barcelona a mediados de los años setenta que, tras su muerte, fue retomado por Laia Manresa, colaboradora habitual del cineasta, y Sergi Dies, montador de De nens (Joaquim Jordà, 2003). La distancia de ambos respecto al tiempo en que sucedieron los acontecimientos propicia un acercamiento a la problemática de la heroína muy a contracorriente del de cualquier otro documental al uso; así mismo, la procedencia burguesa de los cuatro protagonistas y su pertenencia a la esfera alternativa artística y cultural los alejan, tal como apunta Eulàlia Iglesias, “de esa imagen más tópica de una Barcelona quinqui y yonqui, marginal y periférica, que empieza a hacerse habitual ya entrados los ochenta” (6). Gran parte del interés de Morir de día radica precisamente en estas dos particularidades que acotan considerablemente los límites del documental pero lo dotan, a su vez, de una singular perspectiva y de una estimulante identidad propia.

Morir de día trabaja desde tres frentes distintos que son puestos en constante relación. En primer lugar, el filme desentierra el recuerdo de estas cuatro personalidades del underground barcelonés a partir del testimonio de sus allegados y de un gran número de materiales de archivo propios y ajenos, en los que son evocados o de los que son protagonistas: dibujos, diarios, canciones, filmaciones en súper 8, grabaciones televisivas, extractos de conciertos, fragmentos de un corto inédito de Jordà recuperado por los directores, cartas, escritos… todo ello vertebrado por las crónicas que Pau Maragall publicó en la revista Star bajo el título de Nosotros los malditos. El exhaustivo trabajo de recopilación y documentación realizado por Dies y Manresa ofrece un collage desbordante que se contagia de la vibrante intensidad de aquellos a los que rinde respetuoso homenaje. En segundo lugar, a partir del testimonio de otros involucrados que sobrevivieron a los protagonistas, Morir de día ofrece un análisis -donde se plantean seriamente muchas cuestiones que todavía a día de hoy conservan su vigencia- sobre las peculiaridades del caso español a la hora de abordar la problemática de la heroína desde una perspectiva social y sanitaria. Pero el filme no se detiene ahí ya que, en su recorrido hasta nuestros días, nos deja entrever las grietas y los contrastes de la Transición proponiendo una relectura, bastante alejada de la versión oficial, sobre lo que significó este periodo histórico tan concreto para algunos jóvenes de la época y relacionando la lucidez de su desencanto con la asunción de una actitud vital en la que el consumo de heroína no fue el único factor, pero sí uno de los más determinantes.

Quizás la resurrección practicada por Morir de día resulta formalmente más convencional que las acometidas por las otras dos obras comentadas en este apartado, pero las reflexiones maduradas en el tiempo de quienes participan en el documental, la actitud de los directores frente al material con el que trabajan, su ambición a la hora de indagar en un ámbito silenciado de la historia de Cataluña para darle visibilidad y sentido, justifican por completo la propuesta y hacen de este un filme valioso y necesario.

 

(1) ECO, Umberto: Construir al enemigo en El cementerio de Praga. Random House Mondadori. Barcelona, 2010.

(2) Ibídem.

(3) FRANCO, Andrea: Provost: cine, vídeoarte y otras dualidades, Transit. Cine y otros desvíos, nº7.

(4) AUGÉ, Amaury: Les jeux sont faits, Format court, septiembre 2010.

(5) Este término es usado por Antoni Peris en su texto sobre el filme de Loznitsa publicado en este mismo número de la revista.

(6) IGLESIAS, Eulàlia: Morir de día, Blogs&Docs, diciembre 2010.

 

© Víctor Paz Morandeira, Daniel de Partearroyo, Laura Menéndez, Cristina Álvarez López, Enero 2011