Crímenes del futuro

Éxtasis y tormento en primer plano


Quizás el estilo es algo tan sutil como un matiz milimétrico en el ángulo y la distancia desde donde se filma el rostro humano. Hay un tipo de primer plano muy característico de David Cronenberg, una toma que parece dotada de una peculiar profundidad de campo: es un efecto muy leve pero el caso es que sentimos como si el rostro filmado se acercara a la cámara estirando el cuello, ganando un volumen inusual sobre el cuadro. En esas tomas, los intérpretes no miran directamente al objetivo pero parecen interpelar a los espectadores con un aire intrigante, como si quisieran compartir un secreto con nosotros. Si en una película de Claire Denis diríamos que la cámara se acerca a los cuerpos, atraída por la piel, en el cine de Cronenberg ocurre lo contrario, es decir, son los cuerpos los que se echan sobre la cámara, acercándose a nosotros sugerentemente.

«Crímenes del futuro»

Hay varios planos de ese tipo en Crímenes del futuro (Crimes of the Future, 2022), el último largometraje de Cronenberg. El primero de ellos no se hace esperar: en su primera aparición, Caprice (Léa Seydoux) entra en el dormitorio donde el protagonista, Saul Tenser (Viggo Mortensen), despierta en ese momento de un sueño agitado sobre una suerte de hamaca nervuda, un artilugio a la vez orgánico y tecnológico que parece un sobrante del atrezo de El almuerzo desnudo (Naked Lunch, 1991), la adaptación cronenberguiana de la novela de William Burroughs. Caprice, en uno de esos primeros planos profundos e intrigantes, le habla de la generación de una nueva hormona en su torrente sanguíneo —el de Saul— y nos introducimos así en el extraño ambiente del film, un oscuro mundo futuro en el que el dolor físico se ha transfigurado en algo cercano al placer sensual, la cirugía ha transmutado en adicción colectiva y las mutaciones se han convertido en un espectáculo artístico para públicos selectos y entusiastas. Saul es, de hecho, un extravagante creador que juega con los límites de su cuerpo igual que el artista del hambre del relato de Franz Kafka: sus performances consisten en la extirpación y exhibición de órganos de nuevo tipo que se generan en su abdomen como por arte de magia. Caprice, ex cirujana traumatológica y amante de Saul, oficia esas ceremonias pronunciando discursos altisonantes y manipulando una maquinaria quirúrgica que, en este caso, tanto podría provenir de El almuerzo desnudo como de Inseparables (Dead Ringers, 1988).

Primeros planos en «Cosmópolis», «Promesas del este» y «Spider»

Puede parecer que el cine de Cronenberg es un ente lo suficientemente extraño como para discurrir ajeno a todo lo demás. Pero no, no estamos ante un objeto del todo inidentificable. De entrada, Crímenes del futuro no deja de ser, como el propio título sugiere, un relato de anticipación futurista. Que la película nos habla de nuestro porvenir —o de nuestro presente exacerbado— es algo que podemos sentir ya en la primera secuencia: la imagen de un crucero volcado y varado en la playa abre la película, como si quisiera situarnos ab initio después del colapso de nuestra civilización, el fracaso de nuestro sueño capitalista. El plano se abre poco a poco, el barco a lo lejos va ocupando el fondo de la imagen y vemos en primer término a un niño jugando en la orilla mientras oímos los inquietantes acordes de la música de Howard Shore, autor de una banda sonora poderosamente atmosférica como todas las que ha ejecutado para Cronenberg, contribuyendo muy mucho al peculiar tono siniestro de sus largometrajes. El niño entra en una casa junto a la playa y se sienta en el suelo del lavabo para comerse a mordiscos una papelera de plástico (sic). Su madre lo observa con desazón y, acto seguido, cuando el pequeño se ha acostado ya en su camita, lo asesina ahogándolo con la almohada. Estos primeros cinco minutos de metraje componen un arranque brutal y desconcertante como pocos, una invitación irresistible a introducirnos en un mundo de misterio, en un film que no nos va a acomodar en una zona de confort.

La breve escena en la orilla del mar que abre el film es el único pasaje de Crímenes del futuro que se desarrolla a la luz del Sol. El resto del metraje transcurre en estancias mal iluminadas de apartamentos y despachos desapacibles, en las calles polvorientas y amenazantes de una ciudad en avanzada decadencia y en páramos ruinosos junto a un puerto igualmente derrelicto, unos espacios siempre nocturnos que se nos antojan un cruce entre la urbe postapocalíptica de El país de las últimas cosas, la novela de Paul Auster, y los desasosegantes escenarios de Spider (2002), un film de Cronenberg en el que la demencia del protagonista parece apoderarse de todo a su alrededor. Estamos, pues, ante una película de anticipación futurista visiblemente distópica, un territorio perfectamente reconocible del cine de género. Por otra parte, a pesar de la extravagancia de los diálogos y las situaciones, la trama se nos revela rápidamente como la de un film noir enrarecido y poco convencional pero film noir en definitiva: hay una investigación policial, una organización clandestina con oscuras intenciones, un MacGuffin truculento, sicarios sanguinarios, infiltrados inesperados… E incluso una muy particular femme fatale que apenas ejerce como tal, la viciosa funcionaria del Registro Nacional de Órganos que encarna Kristen Stewart.

«Crímenes del futuro»

La mezcla, en fin, de futurismo distópico, cine negro y mutaciones en los límites de lo humano, a la manera de Blade Runner (1982), nos recuerda que las películas de Cronenberg siempre se mantienen ancladas en el cine de género y son, como en el largometraje de Ridley Scott, los rasgos estilísticos los que cifran la verdadera significación y la singularidad del film. En Crímenes del futuro, halla una continuidad la personal formulación de algo llamado nueva carne, un tema que acompaña a Cronenberg desde Videodrome (1983); volvemos a ver también, como decíamos, las máquinas orgánicas de El almuerzo desnudo y esas exploraciones morbosas del interior del organismo de eXistenZ (1999); y nos reencontramos con temas como la mezcla de adicciones lisérgicas y afición demente a la cirugía de Inseparables, el hedonismo y el postureo del Hollywood de Maps to the Stars (2014), la sexualidad fuera de norma de Crash (1996)… Pero, ante todo, Crímenes del futuro representa un punto particularmente desahogado en la filmografía de Cronenberg en el que los cuerpos habitan la imagen obedeciendo más que nunca a la norma estilística propia del cineasta canadiense. Los primeros planos a los que nos referíamos al inicio del texto son elocuentes al respecto pero hay más detalles, toda una manera cronenberguiana de filmar el rostro humano que se manifiesta también en el gesto, en la expresión.

Particularmente, hay un rictus ambiguo entre la lubricidad y la inquietud que reproducen más o menos todos los protagonistas de su cine y que ha encontrado un lienzo privilegiado en el busto de Mortensen, quien también encarnaba en Una historia de violencia (A History of Violence, 2005) y Promesas del Este (Eastern Promises, 2007) a personajes ambiguos y esquinados. El actor reproduce en numerosos momentos de Crímenes del futuro una expresión de tormento y éxtasis simultáneos, como en esas pinturas sacras de la Edad Media o el Renacimiento en las que personajes sometidos al martirio sienten la cercanía de lo divino a la vez que un dolor horrendo. Vemos ese gesto facial cuando el organismo de Saul trabaja secretamente para generar nuevos órganos, cuando se somete a exploraciones anatómicas y cirugías informales, cuando desayuna como en trance sobre un asiento orgánico que le alimenta entre retorcimientos con sus brazos automáticos o cuando mantiene encuentros sexuales poco, muy poco convencionales con Caprice. El artista y la cirujana conforman una pareja muy parecida a la que protagonizaba Crash, un hombre y una mujer en busca del orgasmo que se arrojan a los abismos de la autodestrucción para tratar denodadamente de alcanzar el ápice del placer carnal en un punto límite donde se confunde con el dolor, con la pulsión de muerte; recordemos, por cierto, que Mortensen fue también Sigmund Freud en Un método peligroso (A Dangerous Method, 2011). James y Catherine, el matrimonio de Crash, asisten igual que Saul y Caprice a grotescas puestas en escena, en su caso como espectadores, en las que la representación de pavorosos accidentes como el que segó la vida de Jayne Mansfield tratan de hermanar star system y gore, mutilación y concupiscencia, Eros y Tánatos.

El abrazo de Mortensen y Seydoux en «Crímenes del futuro»

Algunas imágenes de Crímenes del futuro —el abrazo desnudo de Saul y Caprice o el instante postrero del film que, obviamente, no revelaremos— hermanan de forma especial a los protagonistas con James y Catherine, acaso también con los hermanos gemelos de Inseparables. El éxtasis y la perfección que buscan todos ellos resulta al final inalcanzable o mortal, y lo único que les queda es esa adicción irrefrenable que les lleva una y otra vez a tratar de reproducir una sensación que no lograrán experimentar. Es obvio que las drogas y sus efectos han sido siempre un motivo de gran inspiración en el cine de nuestro hombre, que trata recurrentemente sobre una dependencia enfermiza y morbosa, el tránsito que se produce entre esos primeros planos insinuantes que parecen invitarnos a la curiosidad y la pasión de unas criaturas incurablemente insatisfechas que, en Crash, yacen entrelazados junto a la carretera tras un accidente con rasgos de coito o en esos lechos tecno-orgánicos de Crímenes del futuro.

Al final, lo que nos muestra la filmografía de Cronenberg hasta hoy es la persistencia de unas imágenes y la consumación de un estilo, como si se tratara de un escultor que ha dedicado toda su vida al perfeccionamiento de un mismo motivo, figuras reproduciendo unos determinados gestos de manera cada vez más refinada. No podemos obviar que la película que nos ocupa comparte título con el primer largometraje del cineasta, Crimes of the Future (1970), del que no es en absoluto un remake pero guarda significativas concomitancias: un futuro marcado por la mutación de la naturaleza humana, unos escenarios indefinidos e inquietantes, el motivo de la generación espontánea de nuevos órganos en el interior del cuerpo, una sexualidad enrarecida y fetichista… Como si Cronenberg quisiera subrayar una cierta circularidad en su recorrido, una conexión entre los orígenes de su cine y la consumación ahora de una obra de madurez. Así como sus personajes no llegan a alcanzar el sosiego para sus íntimas pulsiones, el cine no es una conquista sino un anhelo sempiterno, adictivo. Es un cuerpo mutante en el que las formas van cambiando pero no arriban nunca a la perfección, a un éxtasis final, solo alcanzan a reproducir sin fin un deseo incontrolable.

El éxtasis en «Crímenes del futuro»

Coda: siempre he pensado que el cine de Luis Buñuel tiene una descendencia exigua, selecta y poco evidente. En el cine de nuestro tiempo, quizás Cronenberg deba contarse entre esos escasos e insospechados herederos de lo buñueliano porque ha comprendido —¿como Claire Denis, como Paul Verhoeven…?— que lo que habita tras las imágenes, en definitiva, es sexo, puro sexo, nada más que sexo.

 

© Lucas Santos, septiembre de 2022