Conversación con Joshua Oppenheimer

“Cuando se trabaja con la performance natural que se produce cuando alguien está siendo filmado pueden ocurrir cosas extraordinarias”

 

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Madrid, 7 de mayo de 2015. Joshua Oppenheimer (1974, Estados Unidos) dialoga con periodistas el día después de la proyección de su último film, The Look of Silence (2014), en el festival DocumentaMadrid. Me dejan la última media hora de su agenda. Cuando le digo que la entrevista es para una investigación, se muestra interesado. Tras compartir casi cuarenta minutos de conversación, agradece que haya sido una entrevista diferente. Supongo que algo diferente me habrá contado.

Hay una anécdota que Oppenheimer relata en el dossier de prensa de The Act of Killing (2012), filme que forma un díptico indivisible con The Look of Silence, que considero crucial para comprender lo que pretende lograr con su cine. En ella, el cineasta rememora la primera vez que filmó en 2004 a dos líderes de un escuadrón de la muerte en el norte de Sumatra —filmaciones que vertebran The Look of Silence—. Ante su sorpresa, ambos estaban entusiasmados por contar ante la cámara cómo habían masacrado en ese mismo lugar a más de 10.000 supuestos comunistas. Tras finalizar la grabación, uno de ellos sacó una pequeña cámara y terminó pidiéndole al técnico de sonido que les hiciera un par de fotografías. Ante la perplejidad de Oppenheimer y su equipo, ambos posaron con una gran sonrisa. En una de las instantáneas, el dueño de la cámara levantó el pulgar. En la siguiente, mostró triunfante el signo de la victoria.

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Dos meses después, otras fotografías llamaron la atención del cineasta. En ellas aparecían soldados norteamericanos —hombres y mujeres— posando sonrientes y triunfantes junto a los cuerpos desnudos de iraquíes torturados y humillados en la cárcel militar de Abu Ghraib.

¿Qué tienen en común estas fotografías? «Lo más inquietante de estas imágenes no es la violencia, sino lo que nos sugieren sobre cómo esas personas querían ser vistas y recordadas en ese momento. Es más, la performance, la actuación y el posado parecen ser parte del proceso de humillación», escribe Oppenheimer en el dossier. En el análisis de estas fotografías nace la intuición que The Act of Killing explora a fondo: cómo la imaginación —del otro y de uno mismo— y la performance forman parte del proceso de aniquilación hasta el punto de vertebrar las estructuras mentales que lo hacen posible. Una idea que conecta, en cierto punto, con las reflexiones de Jean-Luc Nancy en La representación prohibida (Editorial Amorrortu, 2006) sobre los campos de exterminio nazis como mecanismos de ejecución de la representación. ¿Una idea que puede estar en el origen del genocidio mismo, de la decisión de eliminar a otro grupo humano? ¿Cómo simbolizamos al otro hasta el punto de convenir que ha de desaparecer? ¿Qué papel juegan en todo ello la imaginación y la performance?

Tras un método como el de Oppenheimer, que cuestiona tan a fondo la propia representación, que quiere indagar en cómo esas representaciones construyen la realidad, hay un discurso muy determinado acerca del propio cine. «Creo que ninguno de mis filmes usa la reconstrucción. No creo que haya reconstrucciones en The Act of Killing o The Look of Silence. Lo que la gente llama reconstrucción, yo diría que es dramatización. Es representar y dramatizar los relatos, fantasías e historias del presente, esa especie de alter-egos que los perpetradores habitan y que les permiten vivir con lo que han hecho». Surge ya aquí uno de los rasgos más relevantes del cine de Oppenheimer: su voluntad de inscribirse en el presente. Por eso afirma tan tajantemente: «creo que ninguno de mis filmes trata de representar el genocidio de 1965». Sus películas no son, por tanto, un monumento a un pasado inasible; son una exploración certera del presente, de los que aún tienen que vivir con el recuerdo del horror. Según el cineasta, «la reconstrucción es un dispositivo estratégico para transportar a los participantes hacia el pasado o, lo más común en cine documental, ilustrar el pasado que ya no puede ser filmado». Por eso, a su entender, «es importante darse cuenta de que no son reconstrucciones».

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En efecto, lo que plantean las secuencias de The Act of Killing es algo que va mucho más allá de una mera reconstrucción: Oppenheimer parece dejar la dirección en manos de los verdugos, con Anwar Congo al frente, mientras él se sitúa en un plano externo desde donde filma y, a veces, interviene brevemente en la escena. Ante las cámaras, los perpetradores cuentan detalladamente cómo mataban y cómo se divertían matando, utilizan atrezzo, crean ambientes determinados que remiten a géneros cinematográficos y discuten sobre cómo debe ser la escena para ser fiel a aquella realidad de la que no parecen querer esconderse. Y, sin embargo, la presencia de Oppenheimer resulta fundamental en ambos filmes. El cineasta se inscribe en la realidad que filma y participa como un sujeto más del relato. Por otro lado, las dramatizaciones se hilan en un complejo e intenso proceso dramático que tiene como objetivo explorar los recuerdos y la autoconciencia del verdugo.

Hay una estrecha relación entre estos perpetradores, estos gánsteres comunes que el gobierno militar utilizó para masacrar a la población, y la estética cinematográfica: algunas de las ideas que ponían en práctica para matar provenían del noir o del cine de mafias. De alguna manera, las ficciones de Hollywood tuvieron un contraplano extremadamente real en Indonesia a mediados de los sesenta, cuando fueron aniquiladas más de un millón de personas con métodos extraídos del cine. Según el propio cineasta, Anwar Congo «estaba habitando los roles que había visto en la pantalla para matar como una manera de disociarse de lo que hacía, de distanciarse de los asesinatos que cometía».

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Fotografía: Anónimo (cortesía de Final Cut for Real)

Consciente de esta estrecha relación de su sujeto con el cine, Oppenheimer diseña el dispositivo escénico en lo que parece ser una búsqueda emocional, un trabajo dilatado y cercano para ahondar en su mente, en los efectos de ese pasado traumático. Tras la masacre reconstruida para The Act of Killing, Anwar Congo comienza a replantearse lo que ha hecho, comienza a tener dudas. Oppenheimer plantea entonces una escena de tortura con los códigos del cine negro: Congo es primero torturador y más tarde torturado, hasta que tiene que detener la escena por no poder soportarla. «El cine negro es un género de antihéroes, en el que la maldad tiene, de algún modo, glamour. Así que, si Anwar finalmente está forzado a ver que lo que hizo estaba mal, habla sobre el karma, sobre sus pesadillas… bien, entonces dejémoslo al menos tener glamour, quizás puede vivir con ello de esa manera». Ocurre a partir de aquí un cambio en Anwar Congo que, según el propio Oppenheimer, no queda bien reflejado en las versiones recortadas del filme.

El propio Errol Morris, uno de los productores ejecutivos, vio primero una versión de The Act of Killing para televisión que recortaba el metraje hasta los 95 minutos. «Errol no se creyó a Anwar. Me preguntó cómo sabía que no estaba interpretando». La pregunta que Morris planteaba abre un debate interesante sobre el testimonio y la performance en el que Oppenheimer tiene una postura muy clara: «cuando Errol vio la versión larga del filme, me dijo “creo que estaba equivocado. Pensé que tratabas de mostrar una cierta redención de Anwar al final. Pero de hecho me he dado cuenta de que es el final menos redentor, menos catártico, de la historia del cine”. Y su error, el error que lleva a tantos documentalistas a hacer filmes aburridos en los cuales trabajan con sus sujetos para simular realidad en la que pretenden no estar presentes, es esa falsa noción de que hay una oposición entre performance y autenticidad». Ante esa versión recortada, realizada «por razones estúpidas», Oppenheimer reivindica la versión extendida de 160 minutos. Es en esta versión donde se puede apreciar cómo Anwar «empieza sintiendo culpa, después dolor, después autocompasión y por último rabia. Y la canaliza en las víctimas». El perpetrador deviene en víctima de sus propias acciones, en mártir por culpa de sus propios actos. «En su mente, es una víctima. Y, de manera inesperada, se cambian las tornas y algo comienza a cambiar. No creo que sea redención, pero algo cambia».

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Este método escénico es la base del trabajo de Oppenheimer con los perpetradores: llevar el testimonio a una dimensión performativa en la que el cineasta ejerce una influencia precisa. Menciona a varios directores de cine directo, y en sus postulados encuentra un lugar donde inscribir su obra: «ellos comprendían que la presencia de la cámara induce a la performance de manera muy profunda. Nunca decían que estuvieran haciendo documental puro, nunca hablaron realmente sobre cine directo. Simplemente decían “estamos filmando”, así que esos eran momentos de verdad que emergían en la relación entre cámara y sujeto».

El final de The Act of Killing le sirve de ejemplo para explicar su método: tras cinco años filmando juntos, Oppenheimer volvió con Anwar a la azotea del primer lugar al que le llevó cuando se conocieron. Allí se filmó una de las primeras escenas del filme, en la que Congo describe cómo mataba de forma más “limpia” utilizando un mecanismo que vio en una película: un alambre atado a un poste para estrangular sin derramar sangre. Un lustro después, tras un largo proceso dramático, Anwar ya no es el mismo. El cineasta le pide que cuente allí sus recuerdos, pero él se muestra distanciado, desconectado de lo que narra. Oppenheimer cuenta que durante el rodaje, tras horas de grabación en las que no llegaron a nada, ambos salieron del lugar, esperaron a que hubiera silencio en la calle y volvieron a subir. Él dio entonces instrucciones a Anwar para que mostrase el lugar sin decir nada. Filmaron planos en silencio durante media hora, tras lo cual el director se acercó a Congo y, susurrando en voz baja y situándose muy cerca de su rostro, le indicó: «Anwar, en este tono, sin cambiar nada, simplemente cuéntame en una frase el recuerdo más fuerte que tienes aquí». Y entonces surgió la estremecedora escena que llega casi al final del filme y que cierra el problemático arco —¿de transformación?— de Anwar Congo. «¿Alguna vez has visto un cuerpo humano hacer eso?», me pregunta Oppenheimer tras contarme cómo lo hizo.

«Le había dirigido, ¿verdad? Pero eso no significa que no sea auténtico. Eso sería distinguir entre performance y autenticidad. Para entender cómo funciona el cine de no-ficción, y por qué, como medio, es una de las vías más profundas que los seres humanos tenemos para explorar nuestra naturaleza, la clave está en que somos seres performativos. Habitamos lenguajes e historias. Y si trabajamos con la performance natural que se produce cuando alguien está siendo filmado, el resultado puede ser aún más profundo. Pueden crearse situaciones en las que ocurran cosas extraordinarias que nunca hubieras soñado».

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En ese espacio intermedio entre lo real y lo imaginario que genera el cine, los testimonios de The Act of Killing alcanzan una potencia tremenda no para documentar el genocidio, sino para bucear en lo más profundo de la mente humana y plantear interrogantes incómodos. Interrogantes para el espectador, pero también para los protagonistas del filme, que una y otra vez revisan las filmaciones mientras, a su vez, son filmados. Esta contorsión del dispositivo permite analizar cómo se ven a sí mismos no solo dándoles el control de la escena, sino permitiéndoles realizar un visionado posterior del que sacan conclusiones. El protagonista como espectador de su propia representación, esto es, como destinatario de los testimonios y dramatizaciones que está elaborando. ¿En qué momento se percataría Anwar Congo, si es que llegó a hacerlo, de que el espectador más importante que tendría la película sería él mismo?

Documentar el genocidio desde el presente, no desde el pasado; documentar el desastre desde sus consecuencias humanas, desde la mirada de los que mataron y los que sobrevivieron. Salvo en contadísimas ocasiones, Oppenheimer nunca acude a imágenes de archivo. Cómo no, en nuestra conversación aparece el nombre de Claude Lanzmann: «no he oído nunca una respuesta satisfactoria de Lanzmann sobre por qué no utiliza imágenes de archivo, pero creo que hay una respuesta. Y creo que esta respuesta es que Lanzmann está realizando un filme, sea consciente de ello o no, sobre cómo, en el momento de filmar, la sociedad y los individuos que la forman están traumatizados. Incluso lo está el perpetrador, del que Lanzmann quizás habla con desprecio, pero al que filma de un modo en el que lo que realmente vemos es que no puede habitar su propia vergüenza de manera honesta. Está disociado, distanciado de su propia vergüenza». Entre ambos cineastas parece haber no solo una divergencia en el método, sino también una diferencia de intereses: Lanzmann busca documentar desde la ausencia el mayor genocidio de la historia moderna, inmortalizar la palabra viva de los supervivientes, crear un monumento que restituya, aunque sea mínimamente, la dignidad de los desaparecidos en la barbarie nazi; Oppenheimer está interesado, en cambio, en profundizar en cómo la mente humana puede concebir y ejecutar una masacre, y cómo puede vivir con ello.

Lanzmann, a pesar de todo, es una referencia para Oppenheimer. Me habla de la potencia icónica de sus imágenes y las pone en relación con otras que el cine ha generado sobre el genocidio nazi: «creo que La lista de Schindler [Steven Spielberg, 1993] ha creado una serie de iconos para la shoá que no necesitamos. No deberíamos tener esos iconos. Necesitamos encontrar espacio para crear nuestros propios iconos. Cuando visité por primera vez Birkenau, después de haber visto Shoah [Claude Lanzmann, 1985], pasé a través de la puerta principal, que es una de las imágenes clave el filme, y mientras la miraba pensaba “este lugar realmente existe y realmente es tal y como lo vi en aquellas imágenes”. Me di cuenta de la potencia del icono y comencé a llorar».

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Fotografía: Anónimo (cortesía de Final Cut for Real)

En The Act of Killing, Oppenheimer se propuso también crear una imagen icónica del genocidio indonesio. Para ello, llevó a cabo una dramatización de la masacre en la que participaron los hijos y otros familiares de los perpetradores. Sus propios nietos fingían llorar ante las cámaras mientras prendían fuego al set y gritaban iracundos. «Sentíamos que muchas de las cosas que hacíamos en esa escena quedarían falsas. Teníamos niños fingiendo llorar, una gran cantidad de gente, un pueblo que iba a ser quemado, y yo pensaba que debíamos crear la imagen más potente posible para que tuviera efecto en Anwar. De otra forma, sería solo una dramatización vacía. Hice, entonces, todo lo posible por deconstruir ese icono que sabíamos que estábamos construyendo, y me alegra que el filme se haya proyectado tantas veces y nunca se haya entendido esta escena como un icono. El verdadero icono del filme es el pez. Y la gente suele decir que The Act of Killing aparta el velo revelando la pesadilla, pero siempre respondo que el filme es sobre el velo en sí, y cuando apartas el velo solo queda vacío y oscuridad. Por eso la última imagen del filme es el pez; termina con la mentira, con la pesadilla. La razón por la que el filme se ha hecho tan popular no es porque exponga el genocidio, sino porque trata sobre la mentira en sí misma».

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Si The Act of Killing lleva a escena, literalmente, la mente del asesino para reevaluarla desde su propia mirada, para recorrerla e iluminarla desde la dramatización en un dispositivo que se retuerce sobre sí mismo, The Look of Silence bebe de esa exploración para configurar una intervención sobre esa misma realidad enferma que explora. El filme confronta las miradas antagónicas en lo que parece ser una respuesta moral a aquella. Ambas películas, en definitiva, pueden comprenderse como un solo dispositivo de complejas ramificaciones que se desdobla en dos puntos de vista opuestos y necesarios sobre el genocidio indonesio: el de los perpetradores y el de las víctimas.

The Look of Silence comienza con tres planos determinantes para comprender cómo Oppenheimer decide aproximarse al lado de las víctimas. El primero muestra a un hombre con unas llamativas gafas para evaluar su visión, un motivo visual que se erige como metáfora de la propia acción del filme: un superviviente que intenta que los criminales vean de manera nítida lo que han hecho, lo que ocurre a su alrededor, lo que han destrozado. El siguiente plano muestra lo que parecen ser capullos de mariposa que se estremecen y se mueven como si algo luchara por salir: otra metáfora, esta vez de las propias víctimas, atemorizadas y escondidas en una sociedad donde se siguen sintiendo amenazadas. Por último, el tercer plano nos introduce en la primera escena del filme: el rostro grave y atento de Adi observa fijamente una televisión, en la que uno de los verdugos canta y cuenta alegremente cómo asesinaba. Si hasta ahora Oppenheimer nos había enseñado cómo los perpetradores se filmaban y se miraban a sí mismos, en The Look of Silence se introduce la mirada de la víctima para completar el sentido del díptico y de la propia realidad indonesia. Por fin, los perseguidos tienen derecho a mirar, juzgar, hablar y confrontar a sus verdugos.

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El caso de Adi es particular: nació cuando el genocidio había acabado, pero su vida estuvo marcada siempre por la ausencia de su hermano mayor, al que torturaron y asesinaron a machetazos. Actualmente, Adi supera los cuarenta, tiene dos hijos a los que adoctrinan en la escuela y sus padres se mueren poco a poco en el silencio y la resignación. Indonesia les asfixia, y la necesidad de reivindicar su dignidad apremia. Por eso, Adi utiliza su condición de oftalmólogo para visitar a líderes y miembros de los escuadrones de la muerte, cargos políticos e incluso algún familiar que participó en el genocidio. Y Oppenheimer le acompaña, le filma y le protege; incluso tras acabar el rodaje, ha financiado la mudanza de Adi y su familia a otra zona del país donde no corran peligro tras la difusión del filme.

Después de diversos encuentros, la película encuentra su clímax en la conversación entre Adi y la familia del asesino de su hermano. Tiene lugar entonces la escena más tensa y más problemática del filme, en la que el propio Oppenheimer interviene y presiona a la familia para tratar de que el diálogo continúe, sin éxito. Puede sorprender la insistencia del director, pero hay una explicación: «pasé tres meses con ese hombre y su familia tratando de representar un libro que había escrito con sus recuerdos. Por eso jamás imaginé que la familia negaría saber nada sobre el genocidio. Era inimaginable para nosotros que estuvieran fingiendo no saber nada sobre el libro, y por eso les presioné para que vieran el metraje antiguo. No porque estuviera enfadado con ellos, sino para intentar superar la negación y permitir de este modo que se produjera el diálogo que Adi buscaba. Esperaban que yo no les forzara, pero lo intenté y fallé. Y me detuve solo cuando pude ver que estaba traumatizándoles, que estaban aterrorizados por verse confrontados por la familia de Adi. De algún modo fui demasiado lejos ahí. Me di cuenta de que estaba yendo demasiado lejos y vi el nivel de trauma y ruptura que había destrozado a la sociedad indonesia».

El libro del que habla Oppenheimer lo escribió el asesino del hermano de Adi para, de algún modo, depositar su memoria y preservarla. El último párrafo de ese libro fue impactante para el director: «describía cómo estaba sentado en su escritorio, escribiendo. Soltaba el lápiz, la vela casi se consumía, su esposa le miraba con preocupación. Ante él, imágenes de Auschwitz que tiemblan con la luz de la vela —en este punto Joshua me asegura que no está bromeando— y le hacen sentir miedo (que en Indonesia puede también significar culpa). De alguna manera, trataba de sentirse mejor elevándose del horror concreto que había perpetrado al gran escenario de la Historia. Y sin embargo, al final recurre a una cita de Napoleón Bonaparte en la que hablaba de cómo, en su mente, guardaba recuerdos en cajones para poder olvidarlos. Era muy importante que esos recuerdos se mantuvieran aislados, sin mezclarse. Y al final de cada día, podía irse a dormir después de haber cerrado todos los cajones con llave». Este mismo libro, depósito de recuerdos problemáticos, era el que el autor había querido dramatizar ante las cámaras de Oppenheimer. Tras su muerte, sin embargo, su familia huye del pasado, y se esconde de los que piden explicaciones. Y así, sea justo o injusto, se va enterrando el pasado.

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“¿Estáis ahí de verdad?”, pregunta la madre de Adi a los capullos de mariposa que tintinean en su mano. La pregunta resuena y se amplifica en la metáfora, elevándose hacia los supervivientes cuya voz ha sido arrebatada en una sociedad instaurada desde la muerte y el miedo. “¿Estáis ahí de verdad?”, cuestiona la anciana mujer, mientras el filme concluye y la Historia continúa su curso. Por suerte, lo contrario a aquella fantasía de recuerdos aislados y encerrados es precisamente el cine, donde las imágenes chocan, dialogan y se mecen en un flujo que las revive y las integra en la memoria, restituyendo, a veces, la dignidad de los que, como aquel Ángel de la Historia benjaminiano, miran horrorizados al pasado que les precede mientras el viento les arrastra hacia un futuro incierto.

 

* El autor agradece a Fernando Hernández su colaboración en la realización de esta entrevista.

© Bruno Hachero, mayo-junio 2015