Conspiración de silencio
Elogio de la honradez
Un trabajo de equipo
Conspiración de silencio (Bad Day at Black Rock, 1955) ocupa un lugar privilegiado en la filmografía de John Sturges. Situada inmediatamente después de la interesante Fort Bravo (Escape from Fort Bravo, 1953) y de otras dieciocho películas previas, apuntala la madurez del cineasta y precede a sus obras más conocidas, desde las excelentes Duelo de titanes (Gunfight at the O.K. Corral, 1957), Desafío en la ciudad muerta (The Law and Jake Wade, 1958), El último tren de Gun Hill (Last Train from Gun Hill, 1959) o La gran evasión (The Great Escape, 1963), hasta la notable Los siete magníficos (The Magnificent Seven, 1960) o la tan curiosa como irregular La batalla de las colinas del whisky (The Hallelujah Trail, 1965).
Pero tal vez la razón por la que, a pesar de semejante trayectoria posterior, Conspiración de silencio ha terminado conservando el estatus de obra maestra del realizador deba buscarse en la extraordinaria armonía que caracteriza al conjunto. El empleo que Sturges hace del formato panorámico 2.55 : 1 es proverbial tanto en interiores como en exteriores, pudiendo destacarse tanto el partido que sabe extraer de todas aquellas situaciones, que son numerosas, en las que el encuadre se llena de personajes, como de esas otras en las que las imágenes, concentradas en retratar un paisaje cuya aridez determina la actitud de los individuos que lo habitan, logran extraer un buen provecho dramático del contexto espacial. Una puesta en escena cuya voluntad expresiva se ve respaldada tanto por la economía narrativa que caracteriza al guión de Millard Kaufman —según la adaptación que Don McGuire hace de una historia de Howard Breslin—, o por su encomiable capacidad para definir a los personajes por medio de diálogos extraordinariamente precisos, como por la magnífica labor de fotografía de William C. Mellor, el impecable montaje de Newell P. Kimlin o la estupenda labor de un reparto sin fisuras, en el que aparte de Spencer Tracy —en el rol del protagonista, John J. Macreedy— brillan con luz propia secundarios como Walter Brennan, Robert Ryan, Ernest Borgnine o Lee Marvin.
Un buen ejemplo de la referida habilidad de Sturges para coordinar el talento de su equipo lo encontramos en el enigmático arranque del filme. Un enigma que las nerviosas notas de la música de André Previn que acompañan a los títulos de crédito no hacen más que acrecentar, pudiendo ser escuchadas sobre una serie de planos que muestran cómo un tren atraviesa a toda velocidad un paisaje soleado, desértico y rocoso, hasta que finalmente llega a su destino, un pequeño pueblo llamado Black Rock en el que, según un lugareño explicará al recién llegado Macreedy, ningún tren había parado en cuatro años. Puede decirse que, ya desde un principio y a través del montaje, Sturges dota de un carácter urgente a unas imágenes que, en estrecha alianza con la música y el título del filme —especialmente el original, Bad Day at Black Rock, que resulta más opaco y sugerente que el español, el cual tampoco es una mala opción—, parecen llevar implícita unas connotaciones un tanto negativas. Sin embargo, llegados a este punto y a pesar de que el papel de Macreedy bien podría ser el de un intruso, el realizador todavía no ha mostrado nada que pueda hacernos pensar que, efectivamente, vamos a ser testigos de un “mal día en Black Rock”.
Una cuestión de compromiso
El argumento de Conspiración de silencio es bien sencillo. El veterano militar John J. Macreedy es un ciudadano de Los Ángeles que se desplaza al pueblo de Black Rock para hablar con un granjero japonés-estadounidense llamado Kamoko, a quien quiere comunicar que su propio hijo falleció tratando de salvarle la vida en Italia durante la Segunda Guerra Mundial. Lo que el protagonista desconoce, pero tendrá la oportunidad de ir descubriendo sobre la marcha, es que dicho hombre fue asesinado a causa de los prejuicios que el bombardeo de Pearl Harbor despertó entre los lugareños, particularmente en uno de ellos: Reno Smith (Robert Ryan), quien además fue rechazado en la oficina de reclutamiento del ejército de Estados Unidos cuando quiso alistarse para combatir contra los japoneses.
A partir de semejante premisa, y en apenas ochenta minutos, Sturges y Millard Kaufman consiguen exponer cuáles son los mecanismos del odio racial —ampliándolos de hecho al odio hacia el extraño— para terminar desarrollando una compleja reflexión sobre los prejuicios que generan tanto la ausencia de tolerancia como el miedo a la diferencia, y también sobre la tremenda facilidad con la que los principios de la democracia pueden ser violentados para con ello poner en entredicho el concepto mismo de libertad, pues no tan en el fondo el impune asesinato del japonés ha tenido un inesperado efecto secundario: que los habitantes de Black Rock prefieran mantenerse aislados en un lugar de mala muerte antes que recibir la visita de cualquier desconocido. De ahí que Macreedy, que descubrirá que los lugareños viven coaccionados por un auténtico trío de villanos —Reno se encuentra respaldado por dos peligrosos tipos llamados Coley (Ernest Borgnine) y Hector (Lee Marvin)—, intentará convencerles de que un cambio de actitud podría hacerles recuperar aquello que ya han perdido: su sentido de la nobleza (o rectitud moral) y, por tanto, de la justicia.
En directo contraste con la crispación que caracteriza al desplazamiento inicial del tren por el desierto, Sturges procede a dilatar la acción a partir del momento en que el vehículo empieza a frenar con objeto de poder hacer su parada en el andén de la estación. Y esto es así porque le interesa hacer hincapié en la reacción general que dicho acontecimiento provoca en los habitantes de Black Rock —una mezcla de expectación, temor y recelo—, y, sobre todo, captar la de aquellos personajes que jugarán un papel fundamental en la trama, ya sea obstaculizando reiteradamente los movimientos del forastero —Coley y Hector, quienes no por casualidad son mostrados mediante un ángulo contrapicado que no solo les diferencia de los demás sino que también hace evidentes sus intenciones—, o bien tratando de evitar el tener que involucrarse en un conflicto supuestamente ajeno —Velie, el sepulturero (Walter Brennan) o Hastings, el telegrafista (Russell Collins)—. Pero si semejante apunte dramático ya resulta lo suficientemente valioso, no menos significativa deviene otra elección del cineasta. Me refiero a su decisión de mostrar ya desde el principio a Velie separado de los demás, mientras que Coley y Hector, por ejemplo, comparten un mismo plano, u otros personajes más anónimos son igualmente mostrados de forma conjunta.
Esa forma de otorgar individualidad al sepulturero de Black Rock no debe ser tomada en balde por el espectador, dado que Sturges se mantendrá fiel a la idea durante todo el filme y gracias a ella construirá uno de los mejores encuadres del mismo: ese instante en el que, mientras sale del hotel del pueblo, Velie informa a los demás de que Macreedy se está dirigiendo a la cárcel. Filmando entonces la situación desde el exterior del recinto, el cineasta muestra a Reno y a sus matones en el interior, vistos a través de un cristal, al tiempo que, reflejado en su superficie —superpuesto a sus figuras y más nítido— el espectador puede ver a Velie en la calle. Separados a pesar de estar compartiendo un mismo espacio en la composición, el momento pone de relieve que, sin ser precisamente un valiente, a Velie le interesa contrariar, en tanto sigue preservando su individualidad, a quienes se han apoderado del pueblo. No por casualidad más tarde, cuando Macreedy empiece a estar seguro de que sobre él pesa una amenaza de muerte, Velie será quien intentará ayudarle prestándole (sic) su coche fúnebre para que pueda largarse, algo que finalmente no conseguirá porque Hector se lo impedirá.
Flores silvestres
Consciente del peligro que el forastero representa para sus planes, Reno intentará recuperar momentáneamente la confianza de algunos de sus hombres explicándoles que Macreedy es “como un portador de viruela. Desde que llegó, este pueblo tiene fiebre. Una infección. Y está propagándose”. Al fin y al cabo, tanto Velie como Hastings o una chica llamada Liz (Anne Francis) parecen haberse convertido en los eslabones más débiles de ese pequeño territorio que aquel intenta controlar, razón por la que, tras la aparición de Macreedy, dichos personajes empiezan a expresar dudas o a manifestar su nerviosismo. Como el propio Reno reconocerá en una de sus tensas conversaciones con Macreedy, en Black Rock sigue existiendo “un resabio del Viejo Oeste”. Y, qué duda cabe, a pesar de su diferente contexto temporal, Conspiración de silencio es un filme que puede adscribirse sin problemas al género del wéstern. De hecho, la propia y magnífica interpretación de Lee Marvin puede ser entendida como una variación de las que el actor ofrecerá posteriormente en piezas clave del mismo como Tras la pista de los asesinos (Seven Men from Now, 1956), de Budd Boetticher, o El hombre que mató a Liberty Balance (1962), de John Ford, o incluso en un thriller rural que mantiene ciertos puntos de contacto con Conspiración de silencio, especialmente en su parecida manera de elogiar el heroísmo anónimo y desinteresado. Me refiero a la espléndida Sábado trágico (Violent Saturday, 1955), de Richard Fleischer.
A diferencia de lo que ocurre con Borgnine, cuya mera presencia ya resulta intimidante, la amenaza de Marvin, siendo tan persistente como la de su compañero, suele transferirse a sus víctimas de manera velada, casi indirecta. Es por esa razón que, mientras que para enfrentarse a Coley a Macreedy no le queda otra opción que afrontar un cara a cara que terminará resolviéndose a su favor tras haberse visto obligado a hacer una contundente demostración, con su único brazo, de un arte marcial como el judo (1)↓, para reducir a Hector, un individuo que entraña un peligro diferente, Velie y Pete (John Ericson), el hermano de Liz, deberán tenderle una emboscada. Todavía más interesante es que los personajes que deciden finalmente aliarse con Macreedy propongan a este valerse de la nocturnidad —lo que aquí equivale a clandestinidad— para huir del pueblo. Esto evidencia de nuevo las diferencias entre los villanos. Coley es probablemente más bruto y estúpido que el resto, y por lo tanto siempre ataca de día, como bien demuestra la secuencia en la que persigue con su vehículo al jeep que Macreedy ha alquilado a Liz. Sin embargo, los habitantes de Black Rock saben que Reno y Hector esperarán a que las condiciones para atacar sean bien diferentes.
Por esa razón, Macreedy terminará arrojando un coctel molotov —precisamente preparado con la gasolina del jeep de Liz: magnífico detalle que evidencia la formación militar del personaje— contra un Reno que, esperándole en mitad del desierto, se mostrará dispuesto a matarle en plena noche con su escopeta. Y vale la pena recordar aquí de nuevo que ese enfrentamiento y su resolución también adquieren un cierto estatus de venganza poética, pues Reno no fue admitido en el ejército a causa de alguna carencia personal suya (probablemente física), lo que desde entonces le ha convertido en alguien frustrado, mientras que Macreedy, manco de por vida tras haber participado en la guerra, deberá aguantar durante todo el metraje las constantes alusiones que tanto Reno como sus secuaces harán a su condición de lisiado. El hálito poético de este filme que en general resulta tan seco y árido como el propio desierto también se manifiesta de otra forma tal vez más deliberada: Macreedy intuye que Kamoko ha sido asesinado cuando, al visitar Adoble Flat, una parcela de terreno que Reno alquiló al japonés, descubre que en un determinado trozo de suelo crecen flores silvestres, un detalle que muy probablemente denota que bajo ellas yace enterrado un cuerpo que nadie se ha molestado en identificar…
En cualquier caso, la puesta en escena de Sturges se caracteriza en todo momento por una extrema sutileza con la que de manera muy notable evita enfatizar las miradas, gestos o actitudes de los personajes. El cineasta, por ejemplo, prescinde estoicamente de aquellos movimientos de cámara que podrían hacer demasiado evidente el cariz de una situación, y por lo general se apoya en una estudiada selección de planos de conjunto que, en función de la posición que cada uno de los personajes convocados ocupa en él, expresa la orientación dramática de la secuencia o la medida en que aquellos se mantienen o no fieles a una determinada voluntad, que suele ser la impuesta por Reno, alguien que de unos años a esta parte ha sido capaz de controlar todos los hilos del pueblo, desde la oficina de telégrafos hasta el hotel o la cárcel. Asimismo, Sturges prescinde estoicamente de los primeros planos, en un filme donde predominan los planos generales, americanos o incluso los de escala media pero considerablemente abierta, para saltarse únicamente esa regla en aquellos momentos que, por una cuestión de intensidad —o de claridad narrativa—, sí requieren de una mayor expresividad visual. Valgan como ejemplo de lo anterior el instante en el que Macreedy se ve obligado a defenderse de Coley, circunstancia que propicia un plano medio de escala más cerrada en el que puede verse cómo su contrincante recibe un certero golpe en el cuello, o, en otro orden de cosas pero también vinculado a una situación de acción, ese plano detalle que el realizador dedica a la botella que el protagonista se afana en llenar con la gasolina del jeep de Liz.
Estrenada ese mismo año de 1955 en que la cosecha internacional resplandece con joyas como Ordet (La palabra) (Ordet), de Carl Theodor Dreyer, Almas sin conciencia (Il bidone), de Federico Fellini, La emperatriz Yang Kwei Fei (Yôkihi), de Kenji Mizoguchi, Sólo el cielo lo sabe (All That Heaven Allows), de Douglas Sirk, o Pather Panchali (La canción del camino) (Pather Panchali), de Satyajit Ray, y sin tal vez suponer una revolución cinematográfica como la que representan los títulos en cuestión, Conspiración de silencio sabe estar a la altura —o tal vez incluso muy por encima— de sus humildes pretensiones artísticas. Esa misma humildad que sin embargo consiguió hacer grandes a numerosos cineastas con los que a buen seguro Sturges sentía especial afinidad, desde John Ford a Anthony Mann, pasando por Raoul Walsh, Richard Fleischer y muchos otros, dado que todos ellos recorrieron la fructífera senda de ese cine clásico americano que hoy en día se siente todavía más grande que en el pasado.
© Óscar Navales, septiembre de 2018
(1)↑ Lo que se convierte, por defecto, en una auténtica venganza poética, pues Coley es uno de los implicados en el asesinato de Kamoko, el japonés a quien Macreedy pretendía visitar.