Confessions

Elefantes en Japón

 

A finales de los años noventa el cine japonés (y el asiático en general, aunque con Japón a la cabeza) se convirtió en la referencia principal para muchos que, por aquel entonces, comenzábamos a ver el cine como algo más que un pasatiempo de fin de semana. Primero con Kitano y luego con Miike, Kawase, Kurosawa (Kiyoshi) y muchos otros que se fueron sumando, poco a poco, descubrimos un cine que era capaz de dejar de lado aquello que -nos decían- era “el lenguaje cinematográfico”. Y ofrecer una mirada más personal, con menos ataduras y más individual. Porque si destacaban por algo películas como Maborosi (Maboroshi no Hikari, Hirokazu Kore-Eda, 1995), Hana-Bi (Takeshi Kitano, 1997), Bullet Ballet (Shinya Tsukamoto, 1998), Ley Lines (Nihon kuroshakai, Takashi Miike, 1999) o Monday (Sabu, 2000) era por su descripción minuciosa de la individualidad de sus protagonistas. Como si se estableciese una barrera entre la sociedad y ellos, donde el espectador no podía romper esa tendencia. El cine japonés de los años noventa tenía como protagonistas a seres incapaces de vivir en sociedad. Cuando trataban de hacerlo se desataba el drama y/o a la violencia. El plano largo y el silencio, el rumor del viento y las olas, de la ciudad y los peatones, incluso de los disparos y los gritos, se convirtieron en habitantes habituales de estas películas.

Sin embargo, durante la década siguiente, el cine japonés entró en una crisis de su discurso. El cuerpo errático, de aire existencialista, del cine anterior explosiona en medio de un caos posmoderno. Ichi the Killer (Koroshiya 1, Takashi Miike, 2001) será la película clave, el súmmum de lo que Miike ya venía apuntando en otros trabajos: en el inicio de Dead or Alive (1999), en la visión subjetiva de la vagina de Rainy Dog (Gokudô kuroshakai, 1997), en los asesinos adolescentes deFudoh (Gokudô sengokushi: Fudô, 1996) o Silver (1999) -la memorable tv-movie que mezclaba yakuza-eigawrestlingfemenino y bondage sadomasoquista-, una de las obras mayores del cineasta. Pero todos los directores de cabecera del cine japonés de la anterior década fueron pervirtiendo sus imágenes, como si empezaran a desconfiar de aquel medio que les había servido de expresión íntima. No solo en el caso de Kitano, que pronto adoptó los métodos de Miike en una serie de películas que señalaban su crisis artística. Kiyoshi Kurosawa realizó Doppelganger (Dopperugengâ, 2003), una extraña cinta sobre la doble naturaleza del ser humano, pero también de la imagen, que apelaba tanto al drama existencial como a la comedia. Kore-Eda cambió radicalmente de estilo para ofrecer una desmitificación de la historia de los 47 ronin enHana (Hana yori mo naho, 2006), que parecía también una reacción contra su cine anterior.

Este estado de caos generalizado terminó, al menos esa es mi opinión, convirtiéndose en un lugar común. Un gimmicknarrativo que parecía más una fórmula que una necesidad. Sin embargo, en el pasado festival de cine de Sitges, aparecieron varias películas japonesas que parecían indicar un cambio radical de esta tendencia. En Kanikôsen (2009) Sabu adapta una famosa novela japonesa que gira alrededor de la concienciación social de los trabajadores japoneses en un barco en el que los marineros viven esclavizados de tal forma que terminan tomando conciencia de clase. En Thirteen Assassins (Jûsan-nin no shikaku, 2010) Takashi Miike narra la rebelión contra la tiranía del poder absoluto (significada en la figura del shogun Tokugawa). Y en Outrage (Autoreiji, 2010), la mejor de todas ellas, Takeshi Kitano reinventa su cine con una crónica del hara-kiri que una familia yakuza se impone a sí misma debido a la ambición de poder de sus jefes y a la lealtad absoluta de sus secuaces. En estas tres películas no existe una figura central, un punto de vista protagonista que dirija la mirada del espectador. Ni siquiera el omnipresente Beat Takeshi parece fundamental en Outrage, sino que Kitano aparece como un personaje más.

Sin embargo, en Sitges vimos otra película más cuyo protagonismo recaía en el colectivo antes que en el individuo. Se trataba de Confessions (Kokuhaku), basada en el best-seller homónimo de Kanae Minato. El film tiene como centro la clase. La clase como dialéctica entre profesor y alumnado, pero también como conflicto subterráneo entre niños en proceso de formación. En sus primeros minutos Nakashima mantiene la acción en el interior del lugar, filmando a los estudiantes sentados y perfectamente alineados en sus mesas, como si estuvieran en un ritual. Registrados, en cierta manera, igual que los marineros de Kanikôsen realizando su trabajo, igual que los asesinos de Miike en silencio, reflexionando y rezando  poco antes de la batalla, igual que los yakuza de Kitano postrados en reverencia ante sus jefes. Estas películas ponen en contradicción la corrección formal que existe en cualquier evento público japonés y las convulsiones internas que experimenta cada individuo. Las tensiones de género, clase o sexo que se producen en estos pequeños espacios sociales son, en el fondo, imágenes que reflejan el estado de todo un país.

Esa rigidez formal marcada por la estructura perpendicular de las aulas se empieza a romper a medida que lo hace la propia trama de la película. Su forma misma explosiona, a base de transgresiones visuales, imágenes en fuga. Escenas oníricas en las que los niños sueñan con estar fuera de esa clase. Chicos corriendo, salpicando los charcos. El viento agitando el cabello. Una mariposa que aterriza en una mano. Escenas imposibles. Flashbacks locos sin apenas continuidad que adelantan acontecimientos y luego dan marcha atrás. La confesión de la profesora se va contaminando por las confesiones de los tres alumnos protagonistas. La de ella es un drama terrible que da cuerpo a la película: la historia de cómo dos alumnos mataron a su hija con el objetivo de alcanzar popularidad y de cómo ella, posteriormente, elaboró su venganza. Las confesiones de los niños son tristes relatos de chicos solitarios, sin referencias paternas, que únicamente conocen la violencia para expresarse. Al revés que las películas de Shunji Iwai, donde todo resulta excesivamente poético, Nakashima se introduce en las entrañas de sus personajes y reniega de las típicas escenas de adolescentes en silencio, que se acercan a su sensibilidad con un fondo de música de piano. La banda sonora incluye a The XX, a Radiohead y a la potente banda de rock experimental japonés Boris que, con su drone metal, acompaña la narración durante muchos minutos, como un susurro.

El gran mérito de la película es incorporar imágenes y sonidos no muy habituales en el cine para convertirlos en el centro de atención. Imágenes en ralentí, retocadas digitalmente. Pasajes musicales con un montaje más propio de un videoclip. Todo aquello que habitualmente se identifica con un cine frívolo, siempre despreciado por la crítica, se convierte en la razón de ser de Confessions. Un estilo fragmentado que adquiere un extraño cuerpo al incorporarse a esa serie de historias entrelazadas, al revés de lo que sucedía con aquellas películas japonesas alrededor de la crisis posmoderna, comoTakeshis (Takeshi Kitano, 2005) o Gozu (Gokudô kyôfu dai-gekijô: Gozu, Takashi Miike, 2003). Los temas tabú, tanto los que aparecen en el guión como los audiovisuales, no son tratados solo como pequeños detalles que desmerecen el resto de la película, sino que pasan a llenar toda la pantalla. El gesto es similar al de Orson Welles cuando rodó muchos de los planos de Ciudadano Kane (Citizen Kane, 1941) como le dijeron que no debía hacerlo, al de Rosellini cuando rompió con las reglas de la puesta en escena y el movimiento de la cámara en Roma. Ciudad Abierta (Roma Città Aperta, 1945) o al de Godard cuando decidió alterar por diversión la continuidad de los fotogramas de Al final de la escapada (A bout de soufflé, 1959). En cierta manera, la historia del cine es un proceso en el que, poco a poco, se van derribando prejuicios respecto a lo que debe ser el cine. Un proceso donde aquello que se enseña como “cinematográficamente incorrecto” termina finalmente incorporándose al canon como manifestación de una nueva generación que tiene su propia forma de interpretar el mundo.

Tetsuya Nakashima pertenece a esa gran hornada de directores japoneses que nacieron alrededor del año 60, como Takashi Miike, Shinya Tsukamoto o Kiyoshi Kurosawa. Sin embargo, por aquella época nacieron también otra serie de directores mucho más desconocidos en Occidente, pero con los que Nakashima tiene mucho más que ver. Se trata de Ryuichi Hiroki, Hideaki Anno, Shunji Iwai o Sion Sono, cineastas que se iniciaron tardíamente en el cine, no con la precocidad de los anteriores. Sus películas versan, mayormente, sobre el desencanto adolescente y la creación de mundos interiores en los que sus jóvenes protagonistas pueden ser felices. Nakashima se había pasado una década filmando mundos pop e imágenes saturadas de colores en obras como Kamikaze Girls (Shimotsuma monogatari, 2004) o Memories of Matsuko (Kiraware Matsuko no isshô, 2006), fábulas sobre el poder de la imaginación y de los sueños, relatos sobre personas que se apartaban de la realidad. Confessions es una película mucho más oscura pues en ella la realidad no deja espacio para que los protagonistas creen sus propios mundos.

Con Confessions Nakashima ha hecho algo así como la película definitiva de adolescentes japoneses, alejados del modelo minimalista autista de Shunji Iwai, también de la excesiva verborrea y pretenciosidad que lastra las películas de Sion Sono. Sus cielos llenos de nubes la emparentan con Elephant (Gus Van Sant, 2003), otra película que también habla de la violencia adolescente y pone a los adultos responsables en un inquietante off visual. Y, en cierto modo, la película de Nakashima, con esas confesiones que se entrelazan, pero que nunca se complementan, recuerda a aquella parábola de los hombres ciegos y el elefante que Gus Van Sant utilizó en su filme pensando erróneamente que había inspirado a Alan Clarke para su Elephant de 1989. Según esta historia, un grupo de hombres ciegos se dispone a tocar por primera vez en su vida a un elefante, animal que todos desconocen. Inspeccionándolo mediante el tacto, cada ciego palpa una parte del cuerpo: el que toca el tronco piensa que es un tubo de desagüe; el que acaricia la oreja piensa que es un ventilador; el que inspecciona la pierna dice que el elefante es como un pilar. Cada ciego percibe realmente lo que toca, pero ninguno consigue apreciar la auténtica apariencia del elefante. Como los personajes de Confessions, donde los niños son arrastrados a una espiral de violencia de la que los adultos ni pueden ni quieren protegerlos.