Usos y posesiones cinéfilas

Como si fuera la última vez

 

“(…) que tengo miedo a perderte /

perderte después (…)”.

(Bésame mucho, Consuelito Velázquez)

 

Hubo una época en la que los cinéfilos solo veían las películas una vez. Eran atentos testigos de un arte efímero cuyas cintas de celuloide podían desintegrarse durante una proyección o, en el mejor de los casos, perdurar unos años, hasta que el transcurso del tiempo o unos estudios necesitados de espacio acabasen con ellas. Cine, pues, físico y frágil, condenado a fallecer tarde o temprano. Por fuerza, la experiencia de los espectadores debía de ser distinta a la de hoy, pues contemplaban los filmes sabiendo que nunca más podrían volver a verlos. Existía la opción, claro, de retornar varias veces a una misma sala para retener una película en la memoria, pero ese era un esfuerzo tan bello como vano, pues los meses harían que muchas de esas imágenes queridas se volvieran escurridizas, tal y como ocurre con el eco de una canción lejana de la que recuerdas la melodía, pero no la letra.

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El celuloide es un ser vivo que envejece: no es inmune al paso del tiempo

Cuando Will H. Hays (sí, el del célebre código) reivindicó en 1926 la conservación de los filmes en Hollywood –para que “los escolares del año 3000 o 4000 puedan aprender sobre nosotros”(1)–, ya era demasiado tarde para infinidad de obras silentes desaparecidas, pero no para las que vendrían después. Le debemos a este censor y a tantos otros amantes de la preservación fílmica que, años más tarde, fueran posibles estas bellas palabras de Siegfried Kracauer: “El encanto de las antiguas películas es que nos ponen frente a frente con el mundo incipiente, germinal, del cual provenimos; con todos los objetos (o más bien los sedimentos de los objetos) que fueron nuestros compañeros en los orígenes” (2).

Más allá de la importancia histórica de la conservación cinematográfica (“¡Hay que preservarlo todo!”, solía decir Henri Langlois en su Cinémathèque y tenía razón, pues no podemos olvidar quiénes fuimos), la exhibición de filmes antiguos en filmotecas y televisiones abrió también una nueva vía para el cinéfilo: la revisión; es decir, la reevaluación crítica, contextual y sentimental de numerosos títulos. Esta incipiente revolución acabaría concretándose durante los años setenta con la comercialización de una máquina del tiempo doméstica: el reproductor de vídeo. Ello dio pie a un nuevo tipo de espectador que, por primera vez, era capaz de volver con su mando a distancia sobre infinidad de imágenes: congelándolas, ralentizándolas, acelerándolas y, en definitiva, vampirizándolas. El cine (o su sombra, pues las copias distaban de la calidad de las originales en celuloide) había sido atrapado y ya no íbamos a dejarlo ir: las cintas en VHS y/o Betacam se convirtieron en nuestras posesiones más preciadas.

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En Los abrazos rotos (Pedro Almodóvar, 2007), Mateo está ciego, pero es capaz de poseer a su amada a través de un frame congelado, de un último beso retenido en una pantalla

No viviríamos otro cambio equiparable hasta la consolidación de Internet y de la tecnología digital, que permitió (y permite) al cinéfilo acceder a un catálogo inagotable de películas sin desplazarse de casa. El hecho de que estos filmes no ocupen apenas espacio físico (pues no son más que bits) resta romanticismo a los coleccionistas, pero no frena su deseo compulsivo de poseerlo (descargarlo) todo. Pese a ello, pese al impulso de llenar discos duros, estamos ante un nuevo paradigma cultural que condiciona nuestras convicciones y hábitos como espectadores cinematográficos: “Es posible, sencillo y barato acceder a todo ese conocimiento sin pisar un cine o una biblioteca, ni siquiera debemos cargar ya con un libro o un CD para nuestro próximo viaje. En definitiva, el valor de la posesión está cambiando por el valor de uso, y esto puede ser una noticia muy buena. Estaríamos hablando de la pantalla global” (3).

La profecía de Pere Portabella preconiza una difusión del cine más amplia y transversal, pero también sugiere una renuncia al fetichismo fílmico, un mayor desapego de lo palpable. La máxima parece evidente: no es posible ver todas las películas, por lo que carece de sentido acumularlas. Si logramos asumirla, la ansiedad cinéfaga remitirá y podremos volver a tomarnos el tiempo justo que merece cada filme. No nos queda otra que aprender de los espectadores con los que abríamos estas líneas, de aquellos cinéfilos que solo veían las películas una vez. Y es que si, por falta de tiempo y espacio, ya no podemos poseer los filmes, mejor usémoslos tal y como lo hacían ellos, con todos nuestros sentidos y sin pensar en futuros visionados. Como si se tratase de una sesión de Nathaniel Dorsky o Vincent Gallo imposible de repetir (4). Como si lo que importase fuera la intensidad de la experiencia y no el mero consumo de una imagen tras otra. Como si fuera la última vez. Solo así nos veremos afectados por lo proyectado en la pantalla y lograremos que forme parte de nosotros. Solo así ciertas imágenes seguirán siendo relevantes en un mundo saturado de ellas.

 

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(1) FRICK, Caroline: Saving Cinema: The Politics of Preservation, Oxford University Press, 2011.

(2) KRACAUER, Siegfried: Teoría del cine. La redención de la realidad física, Paidós, 2001.

(3) PORTABELLA, Pere: Prólogo de Mutaciones del cine contemporáneo (editado por Jonathan Rosembaum y Adrian Martin), Errata Naturae, 2010.

(4) La última película de Vincent Gallo, la deslumbrante Promises Written in Water (2010), se ha exhibido únicamente en los festivales de Venecia y Toronto en 2010. Las malas críticas recibidas llevaron a Gallo a retener su filme y desde entonces no se ha vuelto a exhibir públicamente. En el caso de Nathaniel Dorsky, que ha visitado España en 2011 y 2013 gracias a la revista Lumière, es bien sabido que viaja con sus películas y que, por tanto, solo los que asisten a la sala en la que se proyectan tienen el privilegio de contemplarlas.