Cine y teatro

De qué hablamos cuando hablamos de cine teatral

 

He titulado este artículo así cuando debería haberme atrevido a hacerlo de esta otra manera: “Por qué se llama cine teatral a aquello que no es tal”.

He dedicado la última década, la totalidad de mi vida académica, al estudio de los medios audiovisuales (del cine, con mayor profundidad) y del teatro. En mi inquietud por las relaciones entre un medio y otro, siento aún muchos vacíos a la hora de argumentar un discurso con algo de entidad. En realidad, lo que me mueve a reflexionar es una recopilación de recomendaciones inocentemente vagas y de otros comentarios o falacias sobre cine y teatro que he ido recibiendo desde que tengo conciencia de que existe un diálogo intermedial; la posibilidad —uso una expresión de Marcos Ordóñez— de fijarme a través de la escritura, tanto en lo que he recibido al respecto como en mis propios interrogantes; y, quizá, que estas cuestiones crezcan hasta explotar en las mentes de otros para que, lejos de alumbrar respuestas, seamos algunos, algunas más, quienes procuremos cierta propiedad al abordar los lazos entre dos de las artes que nos nutren, instruyen, interpelan o entretienen.

Empezaré por varios comentarios de colegas del cine que confiesan su imposibilidad de suspender la incredulidad ante un espectáculo teatral tipo (una obra de repertorio al uso, una ficción clásica puesta en escena); su imposibilidad de disfrutarlo como espectáculo, sea simpatizando emocionalmente (recordemos a Stanislavski) o distanciándose (Brecht y sus efectos desautomatizadores). Estos confesores aluden sin explicitarlo al pacto comunicativo, y expresan simplemente lo que Peter Brook apuntó como el “déficit de realidad” que el teatro, fuertemente convencional, implica frente al cine. En realidad, el hecho de que la barrera de entrada a la ficción sea más laxa con el cine (así lo confirma mi experiencia de años de variados testimonios de profesionales y aficionados a uno y otro terreno) se debe a que entendemos esa imitación del cine con respecto a la vida como “una relación de conformidad con lo real”. Burdo: que el cine cubra todas las expectativas de realismo y el teatro no, se debe, sencillamente, a un pacto, pues nuestro modo de percibir la realidad espectacular ha variado mucho con los hábitos de vida y con la educación audiovisual, tanto como han variado los cánones interpretativos o estéticos desde que en 1895 se inventara el cine.

El hecho de que ritmo teatral sea en muchas mentes sinónimo de lentitud tiene más que ver con que en teatro la imagen se recibe de manera impresiva —como plano único, siendo la luz, la interpretación, el juego con los elementos espectaculares, etc., los que dirigen nuestra mirada— que con el número o naturaleza de los acontecimientos que se suceden en escena. Y esto, curiosamente, es o debería ser un incentivo para cualquier espectador activo: a pesar de la habilidad de un director escénico para dirigir la mirada del espectador hacia esa mano iluminada, el espectador siempre será libre de mirar hacia el rostro del propietario de la mano. Bastante más libre, al menos, que cuando, en primer plano, esa mano copa una pantalla. En este sentido, el cine siempre será un medio más doctrinador: la planificación elimina las fisuras a las que se exponen las artes escénicas, que comparten espacio y tiempo con quien mira, escucha y percibe. Es lo que diferencia la visión inducida de la visión directa. Aludimos a dos modos de emisión y recepción, a diversos mecanismos de enunciación y de construcción textual.

Por otra parte, las recomendaciones que comentaba al comenzar, bienintencionadas y generalmente de parte de colegas del cine sin excesiva formación (ni afición) teatral, se centran en fomentar mi interés por películas “muy teatrales” que, me aseguran, disfrutaré. La sugerencia sobre la supuesta teatralidad de los discursos fílmicos de dichas películas se acompaña de argumentos como “solo hay dos personajes en un sofá, hablando sin pausa”, o el vergonzante (y me atreveré a escribirlo) “no pasan muchas cosas”. Realmente dudo sobre dónde ubicar el origen de la confusión. Quizá se deba a la parca educación teatral de nuestro sistema educativo, acarreada hasta la edad adulta. Se trata de una mácula cuya limpieza abordaremos poco a poco y con voluntad y cuyo resultado, la ignorancia, parece ser la clave.

Está claro que hay cierto vacío colectivo en cuanto a conocimiento se refiere. Baste empezar por la raíz. Dice Óscar Cornago que cine y teatro son “lugares para mirar”. Cuando hablamos de teatro y de cine (arte cinematográfico), estamos hablando etimológicamente de ‘imagen’ y de ‘escritura del movimiento’, respectivamente. Salvando el sesgo (el cine escribe las imágenes, ergo las fija y, por consiguiente, rompe el tiempo compartido entre representación y recepción), su base es compartida: imágenes en movimiento constituidas en hilos (narrativos o no) y desarrolladas en el tiempo para ser vistas. Insisto en un conocimiento de raíz, puesto que esas confusiones a las que apuntaba se fomentan gracias a ciertos estudios, muy bien argumentados, que aun así, todavía hoy, continúan incluyendo tópicos como legar la “interpretación actoral sobreactuada” al teatro (frente a la “no sobreactuada” del cine) o afirmar la “complejidad del cine frente a la mayor simplicidad escenográfica del teatro” (Guarinos). Son trazas caducas pero golosas y, sobre todo, fáciles de recoger como argumento (por tanto, peligrosas): se obvia que el amaneramiento en las formas es, por una parte, una cuestión de estilos o géneros (expresionismo, Commedia dell’Arte, etc.) y, por la otra, de dimensión (aunque, a estas alturas, los intérpretes no se valgan de coturnos para ser vistos, cualquiera consideraría lógico actuar de manera diferente, aun en un registro interpretativo naturalista, en una sala de cincuenta localidades que en un teatro griego). Nos hace flaco favor el lenguaje, con su acepción más que extendida de teatral como sinónimo de efectista o exagerado (y, por cierto, muy cerca de novelesco: exaltado).

En mi inquietud por alumbrar el tema y para la elaboración de la presente reflexión, he revisado un texto que llegó hace más de seis años a mis manos: “Teatro y cine: un permanente diálogo intermedial”, de José Antonio Pérez Bowie. Gracias a este artículo fijé básicos como Bazin, Brook, Cornago, Sánchez Noriega, Pavis, Jost o Relinger, y descubrí a Trapero, Jost, Hueso, Abuín y Guarinos, entre otros teóricos/as que rascaron, en algún momento, las picazones producidas por los vaivenes entre teatro y cine, sus confluencias, sus diferencias. Daniel Fischlin y Mark Fortier, si bien no presentes en el artículo citado, son dos imprescindibles más a la hora de abordar los terrenos del teatro y el cine (sobre todo cuando se entra en la adaptación).

El cine nació como una “atracción verbenera”, decía André Bazin. En su desarrollo, tomó pronto a actores de teatro que aún no habían pasado por el filtro de naturalización del sistema stanislavskiano, y que tenían mucho de mímica, de herencia de la pantomima. Este barroquismo chirrió (ciñéndonos a terrenos naturalistas) al entrar en juego el primer plano, que anulaba la necesidad de exageración del gesto y obligaba a una proporcionalización en base a la mirada del espectador, supeditada ya a la de la cámara. La focalización que privilegiaba el punto de vista del espectador del patio de butacas, el uso de la cámara frontal o los planos de conjunto (que apunta Pérez Bowie como recursos de procedencia teatral) son, como la interpretación de los actores, limitaciones técnicas y, por tanto, imposiciones que el cine toma prestadas por necesidad y que adecuaría con su evolución; la misma evolución que desarrollaría el montaje como la nueva sintaxis, y que se frenaría con la llegada del sonoro en pos de los diálogos brillantes de la comedia americana o de los diálogos de tipo psicologista (Miller, Inge, Williams), que Pérez Bowie acerca a la crisis del sueño americano, y que me parece imprescindible relacionar con precedentes como Chéjov.

Ir a las bases nos ayuda a situarnos, pero me resisto a creer que las influencias en los nacimientos del cine nos hagan, ciento veinte años después, considerar teatral una película, por mucho que esos códigos no hayan caducado. ¿Qué se entiende, pues, como teatralidad en un filme? Someramente: la explicitación de los procesos de enunciación, frente a la llamada transparencia del cine clásico); la predominancia de planos secuencia (correlativa a la continuidad de la mirada en teatro, tan solo sesgada por el parpadeo); el movimiento dentro del plano, frente al montaje; la atmósfera claustrofóbica de los espacios cerrados (correlativos de la caja escénica tradicional), frente a la posibilidad de rodar en exteriores.

Quizá quepa también una grieta en la que reflexionar sobre las relaciones entre los términos ‘guión’ y ‘obra’, primeros escalones de la producción tradicional de cine y de teatro. El primero da cuenta de su función puramente (y no es poco) cimentativa, como documento de trabajo, mientras que el segundo término es, quizá sin quererlo, algo completo en sí mismo, redondeado, acabado. La finalidad de ambos es reproductiva, pero la historia y la tradición asientan el escrito dramático como disfrutable en su lectura, y el cinematográfico, el guión, como puro escalón de un engranaje industrial. La escritura del guión es un proceso árido (de “literatura pasada por lejía”, me dijeron), también su lectura. El guión literario siempre será un documento técnico, mientras que la obra teatral se ha aceptado como un género más, cotidiano. Sin embargo, la cotidianidad del producto resultante de su escritura es, sin duda, atributo del cine mientras que el teatro sigue ahí, en otra parte, y las salas alejadas de la gente; ese arte efímero que sigue siendo arte, lleno de estereotipos (el teatro es hablado), de mitos (el teatro es hablado), de prerrogativas (el teatro es hablado).

Han quedado fuera de este repaso el teatro filmado y el terreno performático. Asumiéndolo, contaremos con que ni la verborrea de dramaturgos o intérpretes, ni el amaneramiento en las formas interpretativas, ni el número reducido de actores, ni los espacio cerrados, ni los temas sublimados, ni cualquier elemento susceptible de cuestionar la verosimilitud, son características intrínsecas o privilegios del teatro. Ni lo son, ni deberían atribuírsele. El horizonte de expectativas o los contextos de percepción de los consumidores de teatro, en tanto educados (más que menos) en el medio audiovisual, me son inciertos, pero sí intuyo que lo que se percibe como teatral en un filme está más en la lista de níes anteriores que en las reflexiones que nos han llevado hasta ella. Hasta el momento queda claro que amaneramiento interpretativo o pobreza escenográfica (¿por no recurrir a exteriores?) son falacias extendidas sobre los códigos estéticos del teatro. Por tanto, si abunda cierta ignorancia, cuando se encuentre una película que se adecue a estos términos, será susceptible de ser tildada de teatral, por lo que habrá una doble mentira: sobre qué se considera teatro y qué cine teatral.

Quizá falte educación, quizá sea una cuestión semántica, quizá ninguna de ellas y tan solo un malentendido al que he llegado después de mucho perderme en los intersticios de un medio y de otro. Tan solo desearía que el lector se formulara, sin prejuicios, sin prisas, sin expectativas, la pregunta: ¿de qué hablamos cuando hablamos de cine teatral?

 

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BIBLIOGRAFÍA

BAZIN, André: ¿Qué es el cine?, Madrid: Rialp, 2004.

CORNAGO, Óscar: “Yo en el futuro, de Federico León. Un ensayo de filosofía escénica”, Centro de Ciencias Humanas y Sociales. CSIC-Madrid. Pdf disponible en Artea.

GUARINOS, Virginia: “Del teatro al cine y a la televisión: el estado de la cuestión en España”, Frame: revista de cine de la Biblioteca de la Facultad de Comunicación, nº. 2, 2007, págs. 262-278.

PÉREZ BOWIE, José A.: “Teatro y cine: un permanente diálogo intermedial”, Arbor CLXXVII, 699-700, marzo-abril 2004, págs. 573-594.

 

© Verónica Navas Ramírez, febrero 2015