Chantal Akerman y Simone de Beauvoir

 

La obra como vida volcada

 

Hablaremos de dos autoras que nacidas en el siglo XX, cada una en su terreno, se muestran a sí mismas en personajes femeninos intentando huir de la desidia, la desvitalización, la inmanencia, la inercia, la inhibición, trascendiendo de sus historias ingratas, volcando siempre su vida en su obra. La línea que separa crear y vivir está corroída en ellas y esa forma de arte tan personal provoca una implicación tal en el lector/espectador que este se deja arrastrar.

En ambas su trayecto vital es material para su propia obra artística. Mujeres que viven en un espacio donde la repetición y estar encuadradas es importante, que se comprometen, que tienen una relación extraña con sus madres por ser mujeres, con su propia sexualidad, con la idea de la maternidad más que con la maternidad en sí…. Vivir y contar o contar y vivir. Esa contaminación semántica la asumió Simone de Beauvoir desde joven: “Mi vida sería una hermosa historia que se volvería verdadera a medida que yo me la fuera contando”. Sus obras circulan desde la reflexión (ensayo/documental) hasta la ficción pero esta siempre bañada, si no por su propia vida, por una reflexión sobre ella. Así lo confiesa Simone en Memorias de una joven formal (1958): “Escribiendo una obra alimentada por mi historia me crearía yo misma de nuevo y justificaría mi existencia”.

Esa creación o al menos su intento es lo que pretenden transponer en la historia de sus personajes: ese trayecto vital asumido como cambio, evolución. Más que la ficción, ambas necesitan el ensayo, la memoria, el diario o el documental, porque están en constante búsqueda, en constante investigación cuestionando el estado de la mujer. E incluso cuando se meten de lleno en una ficción, hay muchas aristas llenas de referencias a ese planteamiento de la obra. Es una obra confesional.

Una necesita escribir, la otra filmar; no solo para entender su presente, sino también de dónde vienen. Por eso Chantal realiza D’est (1993) o Là-bas (2006). De ahí la aparición de la familia en ambas. Filmar y escribir es una forma de encontrarse en su presente y de dar voz a su pasado y a otras mujeres que no pudieron o no supieron, como son la madre de Simone en Una muerte muy dulce (1964) y en Chantal donde se suma también la abuela. En una videoinstalación del 2004, To Walk Next to One’s Shoelaces in an Empty Fridge, ella misma y su propia madre dieron voz a su abuela asesinada en Auschwitz leyendo el diario que esta escribió siendo muy joven: “¡Soy una mujer! Por lo que no puedo expresar todos mis sentimientos, mis pensamientos, mis penas. Es a ti mi querido diario donde las confío”. Y ahí está Chantal para darle voz.

 

1. Mujeres en construcción

De nuevo en sus Memorias de una joven formal, Simone escribe: “Lo que yo soñaba era escribir una novela de la vida interior […]. No me hice ilusiones sobre el valor de ese relato; pero era la primera vez que me aplicaba a traducir en frases mi propia experiencia y sentí placer al escribirlo”. Las palabras de Simone revelan un deseo primerizo y que luego, en realidad, llegaría a poner en práctica: una suerte de radiografía de sí misma y la condición que pesa en ella: ser mujer. La génesis de El segundo sexo (1949) fue escribir un libro que de algún modo hablase de ella. Le gustaba ese tipo de ensayo en el que una se explica a sí misma. Y se planteó la pregunta “¿Qué ha supuesto para mí el hecho de ser mujer?”. Lo que consigue Simone con su estilo de reflexión vital es lo que consiguió provocar Río bravo (Rio Bravo, Howard Hawks, 1959) en Serge Daney, tal como él reconoce: obras que te miran como eres tú realmente. Obras que saben más de nosotros que lo que creemos saber de ellas. Pensar la vida. Simone necesita de las palabras, de la reflexión para hacer ver su condición de mujer, su implicación en la sociedad.

Por su parte, Chantal Akerman elige hacer un tipo de cine de exposición más fría, ajeno a la reflexión directa. Su intención primordial no es la de afirmar su posición de mujer en la sociedad, la de hacer un cine, por decirlo de algún modo, “feminista” aunque a algunos les siente mal. Ella rechaza esa definición. Pero en verdad, sin poder negarlo, hace un retrato de sí misma y de muchas mujeres que intentan subvertir su situación. Sus personajes femeninos no monologan (lo hacen los hombres como Daniel en Les rendez-vous d’Anna (1978) y el camionero en Je, tu, il, elle (1976) y cuando ellas hablan, no se explican, sino que dan cuenta de su rutina y nosotros sacamos conclusiones. Con Chantal no ocurre esa involucración por parte del espectador. Se establece una relación de observador lejano. No se adentra dentro de ti, sino que en posición de iguales hay una comunicación en la distancia.

Se trata, en definitiva, de “reconocer” a la mujer: conocer en el otro tal como Simone de Beauvoir hizo consigo misma y así prosigue contándolo en Memorias…: “Mi infancia, mi adolescencia, habían transcurrido sin tropiezos; de un año al otro yo me reconocía a mí misma”. Descubrirse. Y los ejemplos que exponen tanto Simone como Chantal son mujeres que deben hacer ese camino… para reconocerse. Y ese camino lleva a construir una nueva mujer auténtica, cuestionando siempre a la mujer inamovible, en búsqueda de otra cosa. Es lo que también pone en práctica hace Cindy Sherman en otro medio, en las series fotográficas que hizo al principio de su carrera mostrando perfiles estereotipados de mujer. Y ella misma es la actriz de sus fotografías, lo que la emparenta con las dos autoras que venimos abordando. Jeanne Dielman (Jeanne Dielman, 23 Quai du Commerce, 1080 Bruxelles, 1975) es un extremo, un estereotipo, pues no ha llegado a cuestionarse nada; Anna (Les rendez-vous d’Anna) está en el camino y por eso se siente desarraigada.

Ambas creadoras empiezan reconociendo que el papel que tienen que desempeñar no les cuadra. “Yo sonreía mal, no sabía atraer, ni ser ingeniosa, ni siquiera hacer concesiones”, expone Beauvoir en Memorias…, y se cuestionan por qué existen las diferencias entre sexos. “Papá solía decir: Simone tiene un cerebro de hombre. Simone es un hombre. Sin embargo me trataban como a una chica. Jacques y sus camaradas leían los verdaderos libros, estaban al corriente de los verdaderos problemas; vivían a cielo abierto: a mí me confinaban en una guardería”, continúa. Y a partir de ahí, empiezan a dinamitar dicho rol (Saute ma ville, Chantal Akerman, 1968).

La construcción de una nueva mujer pasa por poner en tela de juicio muchos supuestos hasta entonces inamovibles sobre la esencia femenina y por cuestionar muchas cosas. Esa mujer que agoniza ante la decisión de si traicionarse o no a sí misma aceptando la traición de su hijo al alejarse de sus valores políticos y la distancia con su marido en la vejez ante la indiferencia y la complacencia de este en La edad de la discreción (La mujer rota, 1968) o aquella otra de La invitada (1943) que, ante la incorporación de una tercera persona en su relación de pareja, se interroga sobre los ideales de pareja sin ataduras que siempre había defendido. ¿Para dejar de lado la idea que se tiene de ser mujer hay que dejar de lado ciertos sentimientos?

Este camino lleno de interrogaciones pasa por la soledad, la apatía y la inercia. En La cautiva (La captive, 2000), Ariane se deja planear la vida por Simone, hasta el punto que este decide por ella cuándo acompañarle en la cama y cuándo regresar a la propia. En Les rendez-vous d’Anna, la madre le pide que le diga que la quiere y Daniel que se tumbe sobre él (ella desnuda, él vestido). Se relaciona con el mundo desde la distancia, mediante cartas o llamadas: las que recibe e intenta escribir Jeanne, las que lee Chantal en News from Home (1977), las que escribe a su amor perdido en Je, tu, il, elle o las llamadas que no consigue realizar la protagonista de Les rendez-vous d’Anna o Là-bas, que constituyen el único contacto humano. Mientras encuentran su propio camino, hay cosas que no le importa hacer. Se dejan querer, pero no son las que activan o declaran tal sentimiento.

Este recorrido femenino se manifiesta de modo similar en los cuadros de Edward Hopper. Mujeres solas, desnudas o a medio vestir, en hoteles de paso, asomándose a las ventanas: como hace Anna, que incluso retira las cortinas de en medio -obsérvense los cuadros A Woman in the Sun, 1961) y Morning in a City, 1944), Anna en el tren (resonancias en Compartiment Car, 1938) o sentadas en una cafetería (visibles en Automatic, 1927). Mujeres siempre solas, inmóviles, mirando hacia fuera desde una ventana.

Tanto Chantal como Simone tratan de dejar de lado a la mujer relativa en su obra. La exponen y la combaten. No quieren caer en la inmanencia ni resignarse a una muerte múltiple y fragmentaria. Eso es lo que soluciona Jeanne inconscientemente al final. Jeanne Dielman puede leerse como una película de corte existencialista (ligándola así a Simone de Beauvoir) si nos detenemos en lo singular de la contingencia de un sujeto, la universalidad de su condición, la condición femenina. Aparece la conciencia y la intención de mover algo, después de esa inmanencia que atacaban los existencialistas. Jeanne no asume su posible libertad, no elige ser alguien sino algo, se equipara a las cosas de su casa y cuando aparece un atisbo de deseo, se desestabiliza. Queda clara su posición desde el mismo título de la película: junto al nombre de la protagonista, las señas de su localización física. La inmanencia de Jeanne es tanto elegida como infringida, es fruto tanto de la opresión (ejercida por una sociedad) como de la frustración (provocada por ella mismo). Al final nos demuestra que siempre somos nosotros los responsables de nosotros mismos.

En El segundo sexo Simone de Beauvoir, desarrollando un estudio antropológico, descubre las razones de la inmanencia femenina establecida por el hombre: la maternidad es el objetivo de la mujer junto con el único trabajo compatible, el trabajo doméstico que, por su carácter repetitivo, la condena a la monotonía. Tanto trabajo reiterativo la desgasta sin llevarla a ningún sitio: solamente perpetúa el presente. Anna, que no ha elegido ese camino, circula fuera de él pero en constante vaivén. ¿Habrá un lugar y un espacio nuevo? Jeanne, paradigma de mujer burguesa, viuda respetada y madre solícita, toma el sexo como le han enseñado, como un servicio que tiene que hacer al hombre y no como placer. Junto con las rutinas que han ido alterándose poco a poco, llega el momento del sexo: el hábito también se altera porque parece sentir algo, tiene un orgasmo y lo rechaza. La culpa no la tiene ella, sino el hombre. Por eso permanece tan tranquila después, sentada con la sangre en las manos y la camisa en el salón. El sentimiento de vacío e inutilidad de la vida asomaba cuando se sentaba un momento en el sillón del salón y no pudiendo soportarlo enseguida buscaba entretenerse y se ponía a limpiar. No se relaciona. Su reino y su cárcel son su casa: entra en contacto con los tenderos, con su hermana por carta, con la vecina que solo escuchamos, con los clientes con los que nunca habla. Pero incluso hasta con su hijo son contactos llenos de formalidad y rutina.

Simone de Beauvoir también presenta estos casos. En La invitada, Simone hace reflexionar así a la protagonista: “Todavía podía sembrar aquí y allí en su vida, incidentes imprevistos, talentos nuevos; pero seguiría siendo hasta el final esta vida y no otra; y su vida no se distinguía por sí misma”. En Memorias… expresa: “¿Qué ocurre? ¿Es esto mi vida? ¿No es más que esto? ¿Seguirá esto siempre así? […] Ante la idea de enhebrar sin fin, semanas, meses, años que ninguna espera, ninguna promesa iluminarían, mi respiración se detuvo: parecía que, sin previo aviso, el mundo hubiese muerto. Tampoco sabía cómo nombrar ese desamparo”.

Cuando se intenta dejar de lado esa inmovilidad surgen cuestiones como la sexualidad y la maternidad. En cuanto a la sexualidad, puede que esa nueva mujer que está en construcción, en búsqueda de sí misma se encuentre en otra mujer porque es cierta la incompatibilidad entre hombre y mujer, aunque tal vez todos seamos incompatibles. En Les rendez-vous d’Anna la protagonista le cuenta a su madre, tumbadas en la cama, cómo fue una relación que tuvo con una mujer, que fue fácil, se dejó llevar y eso le gustó y que pensó en su madre (siempre la figura de la madre) y quedan en no decírselo al padre. En La cautiva encontramos una conexión femenina que el protagonista no llega a entender y envidia o, por lo menos, cree que existe: miradas que capta entre ellas, el dúo femenino cantando desde los balcones, la playa con sus amigas en Normandía… Incluso la puta a la que le pregunta si se acuesta con mujeres le contesta que no en el trabajo. En Je, tu, il, elle se emprende un viaje hacia el encuentro con una mujer con la que encaja sexualmente. La mujer es un ser con tantas aristas que no cuadra en las definiciones de un mundo masculino.

En relación a la maternidad, el sujeto masculino es libre, trascendente y creativo y eso quiere también la mujer tanto en una autora como en la otra, pero ¿tiene que ser madre también? Simone de Beauvoir era refractaria al matrimonio y a la maternidad. Con respecto al matrimonio de sus padres escribirá: “Este caso bastaría para convencerme de que el matrimonio burgués es una institución contra natura”. El ejemplo del camionero en Je, tu, il, elle o el de las dos mujeres casadas de Les rendez-vous d’Anna confirman dicha posición. Para que la mujer alcance el estilo de vida del hombre hay que cambiar el modo de vida de los dos. Sus personajes femeninos cuando son madres son como un punto más entre sus obligaciones (Jeanne). Alrededor de Anna surge la cuestión: o le preguntan por esa posibilidad o incluso Daniel le hace presente la idea al decir él que probablemente se cambie a un apartamento mayor por si llega a tener niños. Volverá entonces a ese pensamiento del que Anna está muy lejos: que está cansado de solo trabajar hasta morir, que si fuera mujer se quedaría embarazada y no pensaría en nada más, que le gustaría hacer algo para tener una vida mejor. Parece tener el rol femenino en que la maternidad es la solución. Y mientras, Anna tiene que estar escuchando y manteniéndose erguida ante esas “indicaciones”

 

2. El pasado/La madre

La figura de la madre es clave en ellas. Bien sea para superarla o compararse con ella, está ahí. Simone de Beauvoir dedicó Una muerte muy dulce a su madre, que nunca fue una figura clave en su educación, ni sentimental ni cultural. Pensaba en ella habitualmente con indiferencia, pero comprendió al final que era un reflejo de ella, que fue una más de las mujeres sacrificadas por la época que le tocó vivir. En un momento su madre enferma, ante la posibilidad de que pase la noche junto a ella en el hospital, le declara: “Tú me das miedo”. Ambas autoras pusieron una gran distancia entre sus madres y ellas, alejándose de lo que representaban. Las dos madres tienen un pasado común de amargura y reclamo a su hija. Esa figura de madre sumisa, que dejaba atrás sus deseos sin rencor pero con pena, que impedía que sus hijas aprendieran a nadar o a montar en bicicleta porque así “hubieran escapado de ella con placeres que ella no compartía”, que “vivió contra sí”, es la madre de Simone de Beauvoir que comprende al final que “no podía hablar de sus dificultades con nadie, ni siquiera consigo misma. No la habían habituado ni a ver claro en ella, ni a utilizar su propio juicio”. En el Monólogo de La mujer rota la protagonista, que es madre y tiene madre, ejemplifica la posición ingrata de estas. Con su hija muerta y su madre acusándola de haberla matado se encuentra perdida porque ninguna posición le gusta. Bien queda ejemplificado en afirmaciones como: “Si una chica se mata, la madre es la culpable; así razonan ellas por odio contra sus propias madres”, “los niños nunca son otra cosa que semillas de canallas”, “mi propia madre es contra natura”.

En Chantal Akerman la figura del padre no aparece: o está muerto (Demain on déménage (2004), Jeanne Dielman) o simplemente se les nombra (Les rendez-vous d’Anna). Sin embargo, la figura de la madre es una figura transversal. A veces ficcionada, a veces mencionada, atraviesa su obra. En su segundo corto aparece la figura de una madre así como en Demain on déménage (2004), pero es sobre todo en Les rendez vous d’Anna donde la imagen en ficción de la madre alcanza su cénit porque la película se puede ver como un retrato ficcional de la misma Chantal cuyo segundo nombre es justamente Anne. Durante su encuentro pasajero, le reclama que le diga que la quiere, le pregunta si tiene a alguien que cuide de ella. Son mujeres con estilos de vida distintos. En News from Home el protagonismo lo toma la propia madre de Chantal mediante unas cartas que manda a su hija, residente en Nueva York. Se muestra su desesperación por estar en contacto con ella, llegando a cierto chantaje emocional. Asistimos a la necesidad de la directora de alejarse de su pasado, de su madre, para construirse a sí misma.

 

3. El espacio

Simone en sus obras describe los espacios, pero como simples contextos de sus protagonistas. En cambio en Chantal Akerman son muy reveladores. Chantal siempre establece una relación entre el interior y el exterior. Incluso en su fragmento en O estado do mundo (2007) vemos Shanghái mientras escuchamos el hilo musical y las conversaciones de un bar desde el que filma. Siempre alguien observa desde un interior: las observadores suelen ser las mismas Chantal y Simone o, en su caso, su representación (Anna). En Là-bas, ejemplo extremo de la distancia impuesta entre la ventana y el mundo, se ve a sí misma de pequeña cuando miraba por la ventana cómo jugaban otros niños en la calle porque su madre no la dejaba salir. Ahora lo recuerda estando encerrada en un apartamento extraño en Tel Aviv. De nuevo Chantal se descubre. Mira el mundo pero siempre encuadrado, tomando cierta distancia. Tal como quiere que lo veamos nosotros. Enseña el mundo al espectador pero dándole opción, para que no sea una imposición. Lo mismo sentimos con Jeanne, que aunque estemos con ella hora tras hora, la cámara no la sigue, la respeta dándole tiempo para que entre y salga del plano, observándola muchas veces en la distancia con la presencia de marcos que crea el pasillo, las molduras de las puertas… Siempre el espectador es consciente de la construcción tanto por la duración como por esos planos tan frontales y en ocasiones tan simétricos.

Los espacios interiores, siempre tan presentes bien porque se filma desde ellos o porque es lo que se filma, son espacios codificados. Cuando son propios del personaje, le asfixian y si no, son lugares de paso. A veces la misma casa se convierte en un lugar de paso, como ocurre en Les rendez-vous d’Anna. Asistimos a un recorrido con ella por parte de Europa, de hotel en hotel. Cuando finalmente llegamos a su casa, esta parece ser otro hotel, otro lugar de paso, igual de frío, con la misma cama, con la nevera vacía, con la misma incomunicación que cuando está afuera (uno tras otro, mecánicamente escucha los mensajes del contestador y antes habíamos asistido a intentos frustrados de llamadas de teléfono). Incluso el encuentro con Daniel, con quien tiene una relación, sucede en un hotel durante unas pocas horas libres. Los personajes de Chantal, que han dejado atrás algo y están en plena búsqueda, no tienen espacio o lo terminan alterando para que ningún recuerdo, ninguna idea le distraiga. Por eso, la protagonista de Je, tu, il, elle, que es la misma Chantal Akerman, termina vaciando su habitación y dejando solo un colchón.

Bien sea en su ficción o en sus documentales, los apartamentos, cocinas, hoteles son la base para sus personajes. Los espacios permanecen para la cámara antes y después de la intrusión de los seres humanos. Más bien es como si estuvieran incómodos en ellos. Están en un proceso de búsqueda, por lo que no se sienten ubicados. En D’est, por ejemplo, los planos exteriores en un constante travelling contrastan con esos interiores en plano fijo (muchas cocinas), pero guardan en su interior lo mismo: una constante espera. La inmanencia, siempre la inmanencia. Las figuras de esta instalación/documental están siempre esperando en consonancia con la situación social y política de esos países del este y la idiosincrasia de los personajes de la directora. En La-bàs permanece encerrada en un apartamento prestado desamparada y su propio apartamento es invadido en L’homme a la valisse (1983), lo que le sirve para experimentar la sorpresa, la hostilidad, la evasión…

Su primer corto Saute ma ville (1968) constituye un proceso de aniquilación de la asociación “mujer/cocina” a través de una pequeña locura que terminará con ella literalmente al ver que no consigue nada. Todas las acciones típicas de la mujer como cocinar o limpiar conducen, tarde o temprano, a la locura (también Jeanne Dielman nos lo demuestra). Chantal se va encerrando en la cocina tal cual lo está en su espacio Jeanne. Las dos darán por terminado su espacio bruscamente. Es la vía de escape. El título en ambas habla del espacio reducido de la mujer, de la opresión que representa y de la necesidad de superarlo.

 

4. Pura formalidad

En 1968 Simone de Beauvoir publica dentro de La muñeca rota un “monólogo” que es formalmente parecido al primer corto de Chantal, también de 1968, Saute ma ville. Ambos trabajos además muestran la locura de una mujer. El vértigo del vómito reflexivo con pocos signos de puntuación como una volcada frustración en el texto de Simone lo vemos en el corto con esas imágenes cortadas y las acciones sin lógica de la protagonista junto con una música extradiegética que ella tararea desafinadamente. En Chantal, como es habitual, mediante acciones -nunca diálogos o voz en off- y en tono slapstick y en Simone, todo un vómito dramático de pensamientos de una mujer en caída libre.

Palabra vs. Imagen. Simone es tan visual como la mayoría de los escritores del siglo XX lo son. Su medio es la palabra, rodear la palabra adecuada y no solo encontrarla. Chantal es auténticamente visual. La palabra no es la guía. Lo son los espacios vacíos y los tiempos muertos, que son los equivalentes a las reflexiones de Simone.

Si el espacio y el tiempo definen el cine, en el cine de Chantal se sitúan en primer término y adquieren un nuevo sentido para el espectador. Antes nombramos a Edward Hopper al hablar del recorrido vital femenino. Ahora toca de nuevo citarlo porque mirando las imágenes de Chantal Akerman nos pasa lo mismo que cuando miramos sus cuadros: la observación de un espacio cerrado de paso que solo ocupa una figura femenina quieta que implica tiempo. Y ese tiempo convierte el detalle descriptivo en drama. Esas figuras están allí ya tiempo y lo seguirán estando. No son imágenes de un momento fugaz. Chantal construye un tiempo, lo inventa para nosotros simplemente por la duración del mismo porque respeta el tiempo lineal de las historias.

Y el espacio que cede al personaje no se fragmenta para hacer un retrato completo. Sobre el personaje evita hacer cortes. Cede al espectador el derecho a realizar él mismo el retrato con esos planos fijos. El hecho de descubrir que con el tiempo real de grabación, con largas tomas y con decorados mínimos se puede generar suspense y emoción le viene de su herencia formalista de los vanguardistas de los cincuenta y sesenta (Michael Snow, Jonas Mekas). En realidad La chambre (1972) es la heredera más evidente y Hôtel Monterey (1972), su primer experimento con la duración. Pero toda su obra mantiene un mismo espíritu formalista, con una seriedad en las formas sin intervención del director.

Chantal nos muestra todo, pero hace que guardemos una distancia. Esa distancia la evidencian los tipos de planos frontales y simétricos y la presencia de marcos. De ahí la presencia de ventanas, de puertas o molduras. La imagen que guardamos de Jeanne, a pesar de la intimidad que hemos compartido con ella, es la de una mujer traspasando umbrales, enmarcada al fondo por un largo pasillo.

 

5. ¿Qué nos queda?

Simone de Beauvoir escribe a los sesenta años La edad de la discreción, que al igual que Les rendez-vous d’Anna es una especie de biografía ficcionalizada de ella. Una escritora de la misma edad que la autora, comprometida con su tiempo al igual que su pareja, con el interrogante de saber si podría seguir creando, si podría seguir viviendo a sabiendas de que a lo lejos está la esterilidad mental, la soledad en un mundo extraño que ya no comprendemos y que continuará su curso sin nosotros. Y si no había más proyectos, el vacío: “Me preguntaba cómo se logra vivir todavía cuando no se espera nada más de sí”.

Simone de Beauvoir escribió La mujer rota, donde se inscribe este relato, cuando tenía sesenta años, la misma edad que ahora tiene Chantal Akerman. El personaje de Simone ante las malas críticas oficiales y de amigos de su último libro (de investigación y reflexión, no de ficción) se cuestiona si es ella o es que la vejez impide innovar y busca ejemplos que no encuentra de grandes escritores que escribieran algo que mereciera la pena a partir de esa edad. Simone ya había escrito su obra más importante, pero no por ello dejó de hacerlo y de publicar obras dignas de leer. Chantal, a día de hoy, continúa alternando la ficción (La folie Almayer, 2009) con la videoinstalación (Women in November, 2008) y con proyectos televisivos (filmando a la pianista Sonia Wieder-Atherton). Su interés y el nuestro resisten y siguen.