Carta-crónica de Punto de Vista 2018
Querida A.,
¿Qué tal sopla el aire en Breslavia? Puede que esta no sea exactamente esa carta que todavía te debo. O, por decirlo de otra forma, no será esta la última carta que te escriba. Pero me ha parecido buena idea hacerte destinataria de esta crónica de la 12ª edición de Punto de Vista, un festival que lleva celebrándose en Pamplona desde 2005 —fue bianual entre 2011 y 2015— bajo la premisa de abrir el espectro y desafiar las fronteras de lo que tradicionalmente se conoce como cine documental, tendiendo un puente también hacia el cine experimental. Por decirlo en pocas palabras.
Me he acordado mucho de ti estas últimas semanas, probablemente porque fue hace poco más de un año cuando nos conocimos —con la excusa de una proyección del Xcèntric, sobre la que escribí para Transit—. Me acuerdo del 8 de marzo, de aquel paseo, siguiendo la estela de la manifestación, desde tu casa hasta la plaza Sant Jaume, con Marjo y creo que, intermitentemente, con alguna de tus compañeras de piso. ¿Fue ese el día en que te presté Paciencia de Clowes y me prestaste Emociónese así, de Fernández-Porta? Me acuerdo también de la charla con Donna Haraway en la Bonnemaison a la que nunca llegamos. Y la menciono precisamente porque, en cierto modo, fue a través de la autora de El manifiesto cyborg que tomé la determinación de venir este año a Punto de Vista. Te lo explico: como te conté, me apunté a un seminario sobre la Haraway en el CCCB y el caso es que la profesora, Helen Torres, nos habló de Reassemblage: From the Firelight to the Screen (1983), un documental de la cineasta, teórica literaria, escritora, profesora y compositora (sí, ¡son muchas cosas!) vietnamita Trinh T. Minh-ha, y cuando supe que Punto de Vista iba a programarle un foco dejé de postergar la compra del billete y me puse manos a la obra. No lo puedo evitar: me pierden este tipo de casualidades que se disponen en el tiempo permitiéndonos fantasear con que nuestra vida está regida por fuerzas misteriosas.
Cuando, caminando por Pamplona, mi amigo Daniel de Partearroyo comentó su intención de escribir su crónica para Cinemanía en forma de carta, lo primero en que pensé fue que eso me privaba a mí de hacer lo mismo, ¡alguien lo ha pensado (y lo ha hecho) antes! Con el paso de los días, sin embargo, le di la vuelta a este pensamiento concluyendo que no habría nada más hermoso que responder a la propuesta de programación de Punto de Vista con una proliferación de cartas y postales cruzadas entre personas que se quieren y que, a veces, aceptan el reto del cine: que consiste en ubicarse en un lugar intermedio entre una pantalla y una fuente de luz, luz que al ser proyectada en la pantalla se torna imagen y misterio; un lugar sobre el que se (y nos) interroga la artista e investigadora Esperanza Collado en una performance poética, Things said once, de la que retengo con intensidad ese último tramo en el que reivindica la experiencia comunitaria del conocimiento, esa idea tan poderosa del intercambio de saberes.
El leitmotiv temático de esta edición de Punto de Vista, ya lo habrás adivinado, son las cartas. La última vez que estuve, hace dos años, fue el tiempo. Partiendo de ese concepto, el festival programó un ciclo en siete suculentas sesiones titulado Correspondencias: películas como cartas —luego comentaré algunas películas— que, a su vez, se complementa con un libro maravilloso, Correspondencias: cartas como películas, que recoge cartas y postales y algún telegrama, enviados sobre todo entre cineastas, aunque también hay cartas dirigidas a actores o músicos, como la que Allen Ginsberg y Peter Orlovski le escriben a Charlie Chaplin para decirle que le aman escandalosamente. Hay desde misivas de Georges Méliès y Louis Lumière, pasando por postales o un telegrama casi de vida o muerte, hasta dos cartas que recogen dos momentos de la colaboración artística entre Alain Resnais y Marguerite Duras: en la primera, un emocionado Resnais le habla a la escritora de Hiroshima y de Eiji Okada, el actor que protagonizará Hiroshima, mon amour (1959); con la segunda, fechada diez años después, Duras planta a Resnais tras rechazar éste dirigir un guión suyo. Además, sucede que leyendo el libro es inevitable añadir nombres de películas y cineastas a la inacabable lista de cosas que algún día nos gustaría descubrir con nuestros propios ojos.
Regreso a Trinh T. Minh-ha porque uno de sus campos de estudio, que comparte con Haraway, consiste en poner en cuestión la validez de las imágenes o más exactamente de los discursos urdidos en torno a las imágenes (o en torno a cualquier cosa que ya estuviera allí: esas historias y esas concepciones que, por ser antiguas, por haberse perpetuado durante siglos, ya se supone que son inexpugnables). Minh-ha vivió un tiempo en Senegal y su película, que dura apenas cuarenta minutos, pone en primer plano, a través de una irónica voz en off literalmente desprendida de las imágenes, una subjetividad que se pregunta qué es exactamente lo que está filmando, además de ser un modesto testigo de ciertos lugares, ciertas personas, ciertos (c)olores. Me impresionó el montaje tenso, rítmico, de la película, que ella comparó con hacer música en el post-screening —con que cautivadora sencillez expresa sus ideas— y que a mí me hizo pensar en la mirada de alguien que no se detiene a que el paisaje le devuelva las verdades sino que se contenta con mirar parpadeando, como miran las personas. La cineasta y teórica vietnamita acuñó un término con el que, personalmente, me siento muy cómodo, yo que vivo siempre temeroso de las palabras, de no usar las adecuadas o de usar demasiadas: antes que hablar de o hablar sobre, donde la preposición establece una especie de relación de dominación sobre aquello de lo que se habla, Minh-ha prefiere la idea de hablar cerca (to speak nearby), hablar al lado, hablar teniendo presente que no estás por encima de aquello que miras.
A mí, la de Minh-ha me parece una declaración de intenciones tan saludable como subversiva. Vivimos en tiempos en los que se pontifica, sobre las cosas más ínfimas y las más inabarcables, a todas horas; la moral parece que ya no se construye, sino que se expone, a todas horas, en las redes sociales. Así las cosas, con tanta cacofonía alrededor, me alegré muchísimo de que la película ganadora a mejor dirección (aquí, el palmarés), en la sección oficial, fuera Elohim, or divine beings, the energy of light as creation (2017), que Nathaniel Dorsky construyó sencillamente plantando, al inicio de la pasada primavera, su cámara en la tierra californiana, y filmando bellísimos planos fijos de flores y plantas. Abriendo y cerrando el diafragma, haciendo aparecer y desaparecer esos vivos colores, formas y diminutos puntos en la pantalla oscura, nos hace sentir por momentos que hacia dónde estamos mirando es hacia el cielo, o incluso más allá, hacia ese universo con el que Stephen Hawking ya se ha fundido definitivamente, sin posibilidad de retorno. A menudo no son necesarias las palabras, ni siquiera mover demasiado la cámara, para encontrar la belleza. Ahora te vas a reír, o algo peor: problemas intestinales me impidieron ver enteros los treinta y un minutos que dura el filme de Dorsky. Algunas mañanas, si no tomo precauciones, me ocurren estas cosas. Me sentí fatal, de veras. Luego, durante la comida, supe que otro querido compañero, cuya mesa y conversación compartimos, tampoco la había visto entera. Él no la había aguantado.
El mismo Dorsky nos brindó otro de los grandes momentos del festival: la proyección, en el ciclo de Correspondencias, de Hours for Jerome (1966-70/82), radiante y contagiosa sinfonía visual —y silente— que el cineasta filmó entre 1966 y 1970 pero no montó hasta años más tarde. Es algo así como un homenaje a Jerome Hiler, su compañero por aquel entonces, homenajeando a su vez al tiempo y al espacio que posibilitan su encuentro y su amor: la película, siguiendo el curso de las estaciones, de primavera a invierno, registra lugares, desplazamientos, cambios en el tiempo, miradas y una especie de estado de gracia que nos estalla en los ojos y en la mente, tan complacida como incapaz de apresar lo inapresable. Fue la película con la que me fui a la cama, después de tomar alguna que otra cerveza, el segundo día de mi estancia allí. El tercer día, casualmente, abandoné las salas con otra película, perteneciente al mismo ciclo, más torrencial si cabe: Friendly Witness (1989), obra de Warren Sonbert, de quien hasta entonces no había visto nada, consistente en veintidós minutos de imágenes tomadas por el cineasta a lo largo de veinte años en varias ciudades, a ritmo, primero, de cuatro temas de pop clásico, y luego de una pieza, más larga, de música clásica. Ante películas como estas, uno se siente caer por una cascada de imágenes, al mismo tiempo que la cascada, que se desmaterializa una vez termina la proyección, dejándote tan ahíto como, en parte, deseoso de volver a ser uno con la corriente fílmica.
También dentro de Correspondencias, me impresionó una película que utiliza estrategias bien distintas. Diría que es, de hecho, todo un clásico del cine de vanguardia: (nostalgia) (1971), de Hollis Frampton. En ella, vemos distintas fotografías en blanco y negro, que Frampton coloca sobre algo parecido a una estufa para que veamos cómo se van consumiendo, quedando reducidas a cenizas, mientras la voz de su amigo y también cineasta Michael Snow comenta cada una de las fotografías. Comentarios escritos, presumiblemente, por el mismo Frampton. Las fotos pertenecen a la época en la que el cineasta se dedicaba a la fotografía, y a través de ellas Frampton rememora anécdotas e invoca a personas de su pasado reciente, un pasado condenado a consumirse, igual que las fotografías, que se descomponen lentamente bajo los efectos del calor. Junto al silencio sepulcral que se hace entre el final de una narración y el inicio del siguiente, todavía existe otro elemento que interactúa con nuestra propia capacidad de percepción: a partir de cierta foto, las narraciones no coinciden con la fotografía que se muestra, y ello nos obliga a readaptarnos y a tratar de descubrir qué está ocurriendo.
Fueron muchos los momentos gozosos que nos proporcionó el ciclo comisariado por Francisco Algarín y la directora del festival, Garbiñe Ortega. Además, para alguien como yo al que le queda tanto por ver en lo que a cine experimental se refiere, es también una forma de ir descubriendo qué hacen cineastas sobre los que, hasta el momento, solo había leído fugazmente. Pero sé que tanto tu tiempo como el mío (como el de los hipotéticos lectores de esta carta-crónica) son limitados y que, si sigo escribiendo de vez en cuando sobre cine experimental, podré volver sobre algunos de estos cineastas. También que, en un futuro posible en el que volvamos a coincidir en la misma ciudad, quizá proyecten alguna película que motive un reencuentro, un paseo, unas croquetas.
Volviendo sobre la nostalgia, hay algo que en Punto de Vista también hacen con mucha intención, y es vincular las películas de la sección oficial en base a temas o diálogos. Como hay tanto largometrajes y mediometrajes como películas muy breves, a veces una sesión se compone de dos o más películas a la vez. Y la nostalgia, precisamente, flotaba por entre las viviendas que protagonizan 26 Rue Saint Fargeau (Margaux Guillemard, 2017) y I used to sleep in the rooftop (Angie Obeid, 2017). En la primera, Guillemard regresa al edificio en el que vivieron sus dos abuelas —algo que solo descubrimos en los créditos finales—, y hace un recorrido vertical, entrando por la puerta y saliendo, cual pájaro, por una ventana del último piso, en el que es el único movimiento de cámara de la película. Los demás son planos fijos. Por el camino, la directora conoce a algunas de las personas que viven allí ahora. Si esa película invoca a alguien que ya se ha ido, en I used to sleep in the rooftop lo que filma Angie Obeid es tanto su futura nostalgia, ya que se va a ir a estudiar a Alemania, como el sentimiento de pérdida y aislamiento de su accidental compañera de piso, Nuhad, una refugiada siria de 52 años, madre de un amigo suyo, que se encomienda cada mañana a las promesas falaces del horóscopo para escapar de una realidad sombría.
El estimulante díptico formado por O peixe (Jonathas de Andrade, 2016) y Beyond the one (Anna Marziano, 2017) explora, por otra parte, maneras de relacionarnos con nuestros semejantes, tanto humanos como animales: O peixe es una película muy sencilla que registra un gesto, el delicado abrazo, piel contra piel, con el que unos pescadores brasileños calman y acunan a los peces que acaban de pescar. Un gesto, en el fondo, insuficiente o algo contradictorio, puesto que esos peces acabarán, troceados, en sus estómagos. Mediante ese abrazo, los pescadores asumen su condición privilegiada de cazadores y el imperativo de llevar a cabo esa tarea con dignidad y empatía. Beyond the one trata sobre el amor. Es una película que empecé a ver con algunos recelos, no sabía a dónde estábamos yendo. Pero, conforme avanza, este ensayo cinematográfico que hace suya esa condición líquida del ser humano actual que enunció Zygmunt Bauman, filmando constantemente viajes en tren, cambiando de país, recogiendo testimonios diversos, mostrándonos fragmentos de libros para que, de entre todas las opiniones esbozadas, cojamos aquello que nos puede ayudar más a huir de esa concepción, por suerte cada vez más vetusta, del amor romántico. Y, como el centro chocolateado de una madalena, más a menos a mitad de la película hay un pasaje bellísimo, de flores y caminos y música y bicicletas, en el que la cineasta hace un alto en el camino para volver al hogar y visitar a su madre en Italia.
Creo que voy a empezar a despedirme. Antes, unas líneas a propósito del silencio. ¿Recuerdas, cuando vimos Born in flames (Lizzie Borden, 1983) en el MACBA, aquella expectación cada vez que se terminaba una bobina y había que esperar a que empezara la siguiente? Como tiempos muertos que se nos daban para estar con nosotros mismos. Me he acordado de esto porque, además de los espacios silenciosos que Hollis Frampton deja entre narraciones en (nostalgia), hubo otra película en la sección oficial de Punto de Vista en la que el silencio se convierte en una figura trágicamente significativa: se trata de Baronesa (2017), la primera película de la joven realizadora brasileña Juliana Antunes, que lleva meses dando que hablar allí por donde pasa. Antunes sigue el día a día de dos amigas que viven en una favela de Belo Horizonte, sin renunciar a los bailes y a los anhelos por más que el día a día sea más bien duro e inclemente en la favela. Para evocar ese ambiente opresivo, Antunes se sirve exclusivamente de las conversaciones entre los personajes, filmándolas de día y a menudo a plena luz, lo cual no evita que haya algún momento en el que se nos haga un nudo en la garganta ante algunas cosas que oímos, como si pasáramos por allí. La serena puesta en escena de la película solo se ve violentamente sacudida una vez, hacia el final. Se oyen tres disparos, en algún lugar, cerca de donde se estaba filmando la escena. Y ahí es cuando el filme se queda mudo. En una escena posterior, muy poco después, vemos crespones negros en los árboles de una calle. Es un silencio que te agarrota y, al mismo tiempo, luego piensas que, igual que las animadas conversaciones de las que has sido testigo durante el resto de la película, también esos silencios son parte orgánica del paisaje.
No sé qué hora será cuando veas esta carta. Aquí, ahora mismo, son las cinco y nueve minutos y hace sol y, de hecho, el sol se cuela por los intersticios de la persiana que hay detrás de mí y, cuando refulge en todo su esplendor, crea unas franjas en la pantalla que dificultan algo la lectura de lo que llevo escrito. Hay días que simplemente me levanto y me cambio de ordenador. Estoy en un aula de ordenadores de la UB. Pero hoy no me importa. Antes, he comido en la calle, paella y una croqueta de pollo, de un sitio de comida para llevar que me descubrió una amiga en enero y que me tiene bastante contento. Saber que en el centro de Barcelona resisten lugares como ese. Lo llevan unas señoras. Mi amiga dijo que no eran muy simpáticas. A mí, de momento, no me han hecho ningún feo. He ido tres veces: la primera, con ella; la segunda, con un amigo; esta vez, fui solo. Después de comer, aproveché la luz y el ir y venir de perros relativamente pequeños arriba y abajo para terminar de leer el libro de Correspondencias: cartas como películas. Termina con dos poemas muy cariñosos que Jonas Mekas le escribe a Stan Brakhage, que está pasándolo mal, luchando contra un cáncer de vejiga. Le extirparon la vejiga pero el cáncer volvió. Brakhage le responde, más formal quizá, pero igual de cariñoso. Y te cuento todo esto, estas historias de gente a la que igual ni siquiera conoces, porque me gusta mucho cómo acaba Mekas su segundo poema, después de recomendarle a su amigo que se emborrache un poco y mandarle todo el amor del mundo. Le dice, y yo recojo sus palabras y las hago extensivas a ti: “todos seguimos todavía ahí, separados pero juntos…”.
Te abrazo,
T.
© Toni Junyent, marzo de 2018