Cannes 2019
Tiempos de brujería
La 72ª edición del Festival Internacional de Cine de Cannes estuvo dominada por el cine de género, con multitud de películas policíacas, relatos de ciencia-ficción, inclinaciones hacia lo sobrenatural, muertos vivientes que salen de sus tumbas y hasta platillos volantes.
“Por cada hechicero, diez mil hechiceras”, se decía en el siglo XVII según cuenta Jules Michelet en La bruja, su estudio sobre las supersticiones en la Edad Media. Aunque sea con un extracto de otra obra suya, El pueblo, el historiador francés es uno de los autores citados en las clases del instituto al que acuden las protagonistas de Zombi Child (2019). La película de Bertrand Bonello, una de las más fascinantes de su carrera, participó en la Quincena de Realizadores, pero en absoluto habría desentonado dentro de la competición de Cannes 2019.
Quizás la extraordinaria Dolor y gloria (2019), de Pedro Almodóvar, fuera uno de los pocos títulos a competición sin trazas de fantástico, pero no se puede negar que abundan los fantasmas en el exorcismo autorreflexivo que realiza el cineasta manchego sobre su vida, canalizado a través del verbo y la carne de Antonio Banderas, inapelable premio de mejor actor. Puede que el cine sea la mejor herramienta para, si no librarse de ellos, aprender a convivir en su compañía. Al fin y al cabo, siempre fue un arte que toma imágenes del pasado para proyectarlas hacia el futuro.
Y ciertos signos de renovación, de tímida apertura a otras concepciones del cine, se percibieron en esta edición del festival. Cinco eran los títulos que competían por la Palma de Oro cuyos autores ya habían ganado una (algunos de ellos, dos) con anterioridad: Quentin Tarantino, los hermanos Dardenne, Ken Loach, Terrence Malick y Abdellatif Kechiche. Presentando trabajos que distan de sus mejores obras centímetros o galaxias (según cada caso), casi todos se fueron de vacío salvo por los Dardenne, cuya Le jeune Ahmed (2019) obtuvo el galardón de mejor dirección (pero en cuanto a los hermanos belgas lo raro es cuando salen de Cannes sin algún premio).
El resto del palmarés estuvo copado por talentos sobre cuyos hombros recaerá el devenir del cine del futuro: la Palma de Oro para el coreano Bong Joon-ho por Parásitos (Gisaengchung, 2019), el Grand Prix para Mati Diop por Atlantique (2019) y un Premio del Jurado repartido ex aequo entre Les misérables (Ladj Ly, 2019) y Bacurau (Kleber Mendonça Filho y Juliano Dornelles, 2019). Por último, la británica Emily Beecham obtuvo el premio de mejor actriz por su gélida actuación en Little Joe (2019), el relato de ci-fi vegetal de Jessica Hausner; otra incursión de lleno en los códigos del género.
ZOMBIS. Empezando por la película inaugural de Jim Jarmusch, la gracieta extemporánea Los muertos no mueren (The Dead Don’t Die, 2019) donde ni siquiera Bill Murray consigue arrancar más de media sonrisa, la figura del cadáver reanimado o los cuerpos poseídos y privados de voluntad estuvo muy presente en este Cannes entregado al fantástico.
Mati Diop invocó el espíritu de Jacques Tourneur con las posesiones de Atlantique, pero no fue la única. Bertrand Bonello también tiene Yo anduve con un zombie (I Walked with a Zombie, 1943) en el retrovisor de referencias directas en la mencionada Zombi Child, así como las imágenes de rituales tomadas por Maya Deren durante su estancia en la isla en los años cincuenta, recogidas en el fascinante documental Divine Horsemen: The Living Gods of Haiti (1985).
La película de Bonello alterna dos líneas narrativas y una comienza en Haití en 1962, donde un hombre es víctima de un conjuro y rescatado de la muerte para integrar su cuerpo reanimado en la horda de zombis que sirven de esclavos en una plantación de caña de azúcar. El resto del filme transcurre en la actualidad, en un exclusivo internado femenino de París (sus alumnas son familiares de personas distinguidas con la Legión de Honor) al que acaba de llegar una nueva estudiante de origen haitiano.
Esta adolescente es descendiente del zombi del principio de la película, y tiene una tía sacerdotisa (mambo) versada en el vudú. Al llegar al instituto entablará amistad con un grupo de alumnas cuya cotidianidad en las clases y ritos de iniciación adolescente son observados por el director con la misma dedicación fascinada ante los microcosmos de amistad y ternura femeninas que demostró en Casa de tolerancia (L’Apollonide, 2011), si bien aquí la fuerte presencia de ritos animistas entre las faldas plisadas y los uniformes escolares acerca el retrato a los códigos estéticos de Jóvenes y brujas (The Craft, Andrew Fleming, 1996).
Zombi Child habla de un grupo de chicas, jóvenes nuevas generaciones vinculadas a la élite francesa, pero sobre todo del camino de la protagonista haitiana y la evidencia de una multiculturalidad que debe ir mucho más allá de los eslóganes promocionales del Estado y encontrar razón de ser dentro de cada ciudadano. De cómo recordar quiénes somos es lo que nos separa de los zombis.
Como si estuvieran poseídos acaban también los protagonistas de Little Joe que entran en contacto con el aroma de la flor creada por unos científicos botánicos mediante manipulación genética. El relato de terror alegórico de Jessica Hausner, coescrito con su colaboradora habitual Géraldine Bajard, toma el mismo traje alegórico que otras películas de suplantación de la identidad como las distintas versiones de La invasión de los ladrones de cuerpos, pero para hablar del dopaje cotidiano con antidepresivos, estimulantes y todos esos psicofármacos de la felicidad que forman parte de la dieta diaria de muchos de nosotros.
Si bien el alcance incisivo de Little Joe no queda muy lejos del rudimentario sermón admonitorio de un episodio de Black Mirror (Charlie Brooker, 2011– )—aunque la fría puesta en escena de Hausner sea de lo más austríaca, estamos ante una producción eminentemente británica—, hay que destacar la contribución de Tanja Hausner con un diseño de vestuario tan expresivo como la puesta en escena de su hermana en la dirección, así como la utilización en la banda sonora de piezas de Markus Binder y, sobre todo, el compositor japonés de vanguardia Teiji Ito, cuyas inquietantes secuencias rítmicas enlazan la película con el universo onírico de Maya Deren.
BRUJERÍA. Con su trabajado debut de 2015, La bruja (The Witch), el estadounidense Robert Eggers dejó una marca muy firme en el panorama del terror contemporáneo. A una historia de oscurantismo puritano, repudia social y emancipación femenina envuelta en ropajes de brujería le añadió uno de los exorcismos más terroríficos del cine reciente gracias al control férreo de la puesta en escena y un estudio concienzudo de las formas de expresión verbal en la Nueva Inglaterra del siglo XVII. Su segundo largo, The Lighthouse (2019), que compitió en la Quincena de Realizadores dejándolo todo perdido de olor a salitre y sangre de gaviota, es un nuevo logro, más rotundo si cabe, en esa vía de exploración de la claustrofobia.
The Lighthouse es una apuesta estética de alto nivel. Empieza con la fuerza de una pantalla —en formato 1.19:1, con fotografía en blanco y negro expresionista de Jarin Blaschke— llena de luz blanca. Pronto la quilla de un barco avanza rompiendo un océano blanquinegro mientras el ruido de las olas se confunde con el retumbar de la música de Mark Korven. Willem Dafoe y Robert Pattinson son los dos únicos personajes del filme: farero y aprendiz, destinados a una remota isla de Nueva Escocia.
Como ocurría en La bruja, Eggers no guarda remilgos a la hora de mostrar los elementos fantásticos, pero sí los dosifica con tenacidad. Durante gran parte del metraje de The Lighthouse asistimos a una especie de thriller claustrofóbico en la línea del Roman Polanski de Repulsión (Repulsion, 1965) o Callejón sin salida (Cul-de-sac, 1966), pero filmado con la expresividad de Dreyer o Murnau. Es el duelo actoral entre Dafoe —a medio camino entre el Ahab de Moby Dick y el Haddock de Tintín— y Pattinson, la tensa desconfianza que va germinando entre sus personajes, lo que mantiene en marcha el motor del suspense con dos interpretaciones dignas de elogio.
También son dos protagonistas aisladas consigo mismas quienes encabezan de la que, en términos absolutos, quizás fuera la mejor película de esta edición de Cannes: Retrato de una mujer en llamas (Portrait de la jeune fille en feu, 2019), el cuarto largometraje de la francesa Céline Sciamma. Es un romance de época ambientado en una isla de Bretaña durante el siglo XVIII. Noémie Metlant es una pintora a quien se le ha encargado hacer el retrato de una muchacha encarnada por Adèle Haenel; el cuadro será un regalo para un pretendiente extranjero, que de ese modo verá por primera vez el rostro de su posible pareja. Contra los deseos de su madre (Valeria Golino), la joven evita la boda, de modo que se niega a posar para ser retratada. Por lo tanto, la misión de la pintora es hacer el cuadro en secreto, haciéndose pasar por una dama de compañía para, durante el día, absorber en la memoria los rasgos de su modelo engañada y por la noche plasmarlos en el lienzo.
Quizás mirar a alguien con detenimiento sea la vía más rápida para enamorarse; el famoso estudio del psicólogo Arthur Aron (1)↓ apunta que cuatro minutos de mirada sostenida son suficientes. Conocer las facciones, los gestos y reflejos de la otra persona ya implica en gran medida un acceso íntimo a su alma. Así es cómo nace el amor entre Marianne (Metlant) y Héloïse (Haenel), narrado por Sciamma con un grado de implicación y empatía pocas veces alcanzado. Del coqueteo a la tensión sexual, del enamoramiento al arrebato, y del cariño a la ternura, son toneladas de emociones las que son capaces de transmitir las dos actrices con sus miradas, labios entreabiertos y desafíos verbales.
Una de ellas pregunta: “¿Creen todos los amantes que están inventando algo?”. Esa misma inocencia narcisista del amor desbordado se puede aplicar a la puesta en escena de Sciamma. Sus elipsis y cortes de plano están calibrados de una manera tan sutil que parecen únicos, aunque estén siempre ahí dispuestos a ser empleados por los mejores cineastas. El desarmante plano final, que llega unos minutos después de que la directora decida pasar por alto lo que habría sido un broche órfico (referencia temática que pertenece a la médula espinal de la película) perfecto, es una conclusión de las que resquebrajan para siempre.
Habrá quien piense en Vive l’amour (Tsai Ming-liang, Ai qing wan sui, 1994), quien eleve a los cielos el desbordamiento de emoción de Haenel o quien, como ella, no pueda contener las lágrimas. Pero nadie será capaz de escuchar a Vivaldi de la misma manera. Y, como sucede tras la marcha de esos amores formativos que pasan por tu vida dejando una huella imperceptible pero latente, nadie acabará la película siendo la misma persona. Cuestión de brujería.
(1)↑ The Experimental Generation of Interpersonal Closeness: A Procedure and Some Preliminary Findings.
© Daniel de Partearroyo, julio de 2019