Cannes 2016

Notas sobre el fuera de campo

 

1. El fuera de campo, o el eclipse del mundo, ilumina varios de los momentos más deslumbrantes de un Cannes que nos dejó los ojos abiertos como platos. A veces el fuera de campo dura un instante, para luego ser negado por la llegada de una imagen que nos abofetea. Es lo que ocurre justo cuando empezamos a oír los gritos de Isabelle Huppert en Elle sobre el negro de los créditos, la duración precisa para que dudemos de si lo que estamos escuchando es fruto del placer o de la violencia; como si ese instante fuera suficiente para que Paul Verhoeven, cineasta de lo explícito, defina la ambigüedad moral de su heroína en la que fue, sin lugar a dudas, una de las apuestas más estimulantes y radicales de toda la competición. En torno a una agresión que no vemos se organiza todo el relato de The Salesman, de Asghar Farhadi, de manera que la obsesión del protagonista por desenmascarar al culpable del asalto a su mujer en su propia casa se convierte en la obsesión del director iraní por rellenar un hueco con el cemento armado de sus intrigas. Incluso Almodóvar organiza buena parte de Julieta a partir de un fuera de campo repentino que pone en movimiento la tragedia, como si sólo a partir del vacío, o de la ausencia, pudiera contarse una historia. Lo que se nos oculta para que nos divirtamos más completando un dibujo engañoso, como en The Handmaiden, de Park Chan-wook, estructurada como el plano y contraplano de una misma trama, o lo que nos interpela desde lo oculto, desde lo invisible, en Personal Shopper, de Olivier Assayas, extraña y desigual sesión de espiritismo donde los fantasmas utilizan el Messenger para comunicarse con los vivos. Un festival de espectros, por supuesto.

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Una imagen de Elle y otra de Personal Shopper

2. El fuera de campo es un horizonte negro. Un aplazamiento de la mirada, un desplazamiento de la conciencia. Hubo una película en Cannes, la rumana Sieranevada, que sometió al espectador a ese acto de violentar los ojos, de abismarlos, sin llevarnos al fundido en negro. Situada, en sus casi tres horas de metraje, en el interior de un piso de clase media de Bucarest, es de un virtuosismo implacable. Cristi Puiu sitúa la cámara en el recibidor del apartamento, y, desde un punto fijo, la mueve para enseñarnos el baile de puertas que se abren y cierran revelándonos y escondiéndonos lo que ocurre en las habitaciones, la cocina y el comedor. El fuera de campo está inscrito en el plano, del mismo modo que esa comida que nunca acaba de celebrarse parece invocar una espera eterna, una prórroga de nuestras expectativas sin fecha de caducidad. En el exterior está el mundo que vemos en muy contadas ocasiones, pero lo que cuenta es el modo en que Puiu logra que el mundo en sus múltiples facetas -las huellas del comunismo, los rituales religiosos, las relaciones familiares, las teorías de la conspiración, la paranoia social- esté contenido entre cuatro paredes, como si la fuerza centrípeta de la cámara convirtiera el afuera en el adentro, y viceversa. Es, como Elle, una película contextual: el filme de Verhoeven, que viene a ser un Showgirls (1995) afrancesado, concentra todo su escepticismo sobre el afuera en la figura de una feminidad que quiere vivir su sexualidad contra los prejuicios del mundo.

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El comedor en el que transcurre buena parte de la acción de Sieranevada

3. Sieranevada podría hacer un buen programa doble con La mort de Louis XIV. Para Albert Serra, lo ausente en el encuadre es la Historia, principalmente porque siempre la capta trabajando. La Historia siempre es presente, siempre está ocurriendo. Lo sabía muy bien Roberto Rossellini cuando retrataba el despertar de Luis XIV como si fuera posible rodarlo como un documental, con el mismo espíritu neorrealista que le impulsaba a buscar la verdad de la imagen esencial. Serra dice no haber tenido en cuenta La toma del poder de Luis XIV (1966), aunque confiesa que le gusta la interpretación que hacía Jean-Marie Poiré del Rey Sol. No es extraño viendo la de Jean-Pierre Léaud. Si Cristi Puiu utilizaba el espacio interior como aglutinador del gesto del presente, Serra utiliza al icono de la Nouvelle Vague para devolverle a la Historia todo lo que tiene de aquí y ahora.

Ante nuestros ojos, un cuerpo que se pudre. Postrado en la cama, ese cuerpo es como el de los demás: sufre, tiene esperanzas, no quiere aceptar la realidad, o la acepta para sus adentros. La cámara indiscreta de Serra registra el trabajo de Léaud sin hacer concesiones, y el actor francés, con pelucón y maquillaje y una tupida colcha cubriéndole buena parte del cuerpo, consigue expresar el malestar de un hombre devorado por la muerte. El tiempo se para cuando Léaud, bajo el influjo del Réquiem de Mozart, mira a cámara, y el espectador recuerda que Serra está estableciendo un diálogo con otro Léaud, que a los catorce años se escapó de un reformatorio para ver el mar por primera vez, y que se giró hacia nosotros para buscar una respuesta, o preguntarse por su futuro. Es entonces cuando entendemos que, en La mort de Louis XIV, también está trabajando la historia del cine.

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El Luis XIV de Roberto Rossellini y el Luis XIV de Albert Serra

4. A veces quien está fuera de campo es el jurado. Después de la ceremonia de premios, este crítico pensó que la auténtica obra maestra de Cannes 2016 era una película que nunca veríamos, el documental que filtraría las imágenes de unas sesiones de deliberación que se intuyen delirantes. Si dejamos de lado el festival de San Sebastián, donde los jurados tienden a dar premios extravagantes, es difícil pensar en un palmarés que exprese con mayor claridad el abismo que separa a la crítica especializada de los juicios de la gente de la industria. En cierto modo, la elección de I, Daniel Blake como Palma de Oro generaba un agujero en el tiempo, un fuera de campo al que quedaban relegadas películas como Elle, Sieranevada, la notable Loving, de Jeff Nichols, y las excelentes Paterson, de Jim Jarmusch, y Toni Erdmann, de Maren Ade. Si repasamos el palmarés concedido por el jurado que presidía George Miller, el rasgo en común de las películas premiadas, con la noble excepción del filme de Assayas y de Bacalaureat de Mungiu, era precisamente no permitir que el encuadre se vacíe, o pensar que más allá de él no hay nada que valga la pena contar. No es una novedad en el cine de Ken Loach, que aquí se revuelca en el barro de la crisis bajo su habitual desarrollo programático, ni tampoco en el de Brillante Mendoza de Ma’Rosa, tan miserabilista como efectista. Resulta más llamativo en el caso de Juste la fin du monde, en la que Xavier Dolan aborda un psicodrama familiar a lo Tracy Letts encarcelando el rostro de sus personajes y sustituyendo la auténtica intensidad trágica por el grito pasado de decibelios. Se produce un efecto de décalage brutal entre la presencia sólida, histérica, inapelable, de los actores, y la elusividad de la trama. Es difícil imaginar una película más rebosante de conflictos, y más carente de ellos. En su seno se vislumbra una guerra que Dolan escoge no explicar, pendiente como está del flujo de las emociones en presente de indicativo, pero ese fuera de campo dramático no existe como ausencia, aplastado por la histeria de un clímax que se retroalimenta a sí mismo hasta aniquilar sus efectos. Es una película en la que nosotros, los espectadores, siempre queremos estar al otro lado.

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En Toni Erdmann, Maren Ade se sitúa entre el post-humor y la melancolía

5. Toni Erdmann es la antítesis de Juste la fin du monde. Ambas trabajan con relaciones familiares disfuncionales y rehúyen hablar del pasado de sus personajes, pero en la espléndida película de Maren Ade el juego de máscaras sí logra generar un fuera de campo. No se trata tanto de crear suspense como de negarlo, y luego obtener una recompensa inédita, inesperada: cuando ese padre excéntrico, incapaz de relacionarse con el mundo si no es convirtiéndose en un doctor Cordelier XXL, se coloca su peluquín y sus dientes postizos para despertar la humanidad de su alienada hija, sabremos que su aparición, una y otra vez en los escenarios más implausibles, será el motor del relato. Como en las improvisaciones cómicas, el fuera de campo está en la deriva, en todas las historias posibles que pueden ocurrir. Entre las imágenes hay todo un proceso emocional que la película vierte en su querencia por el más difícil todavía, siempre situado entre el post-humor y la melancolía. Cada secuencia es más monumental que la anterior porque se desarrolla orgánicamente, como en un filme de Cassavetes imaginado por un mad doctor.

Las imánes de The Neon Demon son sumamente planas

Las imágenes de The Neon Demon son planas, brillantes y monocromáticas

6. La imagen contemporánea no tiene un antes y un después. Tiene un anverso y un reverso. El fuera de campo crece como una sima, y el cineasta es su espeleólogo. Hay que cavar y cavar, y al final habrá la cueva del mito, del inconsciente, del sueño o de lo que la vida se empeña en ocultarnos. ¿Por qué, pues, tanta superficie? No hablamos de The Last Face, que Cannes parecía haber programado para castigar a Sean Penn por sus veleidades de estrella humanitaria, sino de The Neon Demon, donde Nicolas Winding Refn se viste de Helmut Newton del horror para sentar cátedra sobre el mundo de la moda, que es, también, este mundo de apariencias en el que vivimos. La imagen de la película es tan sumamente plana que su vacío, su negación del reverso, resulta perturbadora de tan hiperbólica. De una estupidez tan sonámbula, tan zombi, que ni siquiera se da cuenta de que su discurso resulta tan antiguo como su envoltorio. En verdad, The Neon Demon empieza cuando se decide por el grandguignol, después de dar vueltas alrededor de su propia zona cero.

Jim Jarmusch logra que su protagonista sea un espacio que piensa

Jim Jarmusch logra que el protagonista de Paterson sea un espacio que piensa

7. Las superficies del filme de Winding Refn son tan brillantes y monocromáticas que parece que podamos patinar sobre ellas. De tan pulidas son opacas, es imposible ver a través suyo, resbalamos todo el rato sin querer. Todo lo contrario que en Paterson, cuyo título es a la vez espacio y personaje, y que propone, desde una transparencia solo al alcance de un cineasta en plena madurez, la invocación de un universo creativo que es a la vez una ventana abierta al mundo. A lo largo de la semana en la que transcurre el relato, este poeta de haikus, que conduce un autobús atento a las historias que ocurren a su alrededor y que vive la mar de bien en el planeta de los no publicados, se entrega a la repetición de gestos y hábitos hasta que cada variación se convierte en coma, o en punto y aparte, y cada soliloquio se inscribe en la pantalla en un palimpsesto de sobreimpresiones que representan la imagen mental del proceso literario. Jim Jarmusch logra que su protagonista sea un espacio que piensa, y más allá de su aparente insularidad, o de ese laconismo kaurismäkiano tan caro a su autor, logra que su porvenir, ese fuera de campo que imaginamos como futuro, sea un lugar donde nos gustaría quedarnos.

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En Mimosas, Oliver Laxe equilibra lo místico y lo telúrico en un paisaje de western

8. Hemos empezado hablando de fuera de campo, y acabamos, cómo no, hablando de espacio. Rester vertical y Ma loute presentan la posibilidad de una isla: cada una en su registro alucinado -el cuento de hadas mitológico para Guiraudie; el cómic antropófago y excesivo para Dumont- ofrecen mundos encerrados en sí mismos, herméticos en su pequeña desmesura. Para entrar en ellos se necesitan demasiados peajes, y da la impresión de que sus islas son eso, una posibilidad, un espejismo: frondosas a lo lejos, ásperas y rugosas cuando te acercas. No existen brújulas para moverse en ellas, todo lo contrario que en American Honey, donde Andrea Arnold se comporta como una turista fascinada por lo mucho que se parece la América profunda que solo había visto en fotos a lo que es en realidad. Es inevitable pensar en qué habrían hecho Larry Clark o Harmony Korine con semejante material si no lo hubieran hecho ya. Las grandes ambiciones de Arnold quieren incluir el icónico legado de ciertas road movies juveniles como si nada fuera posible fuera del imaginario que la esclaviza. Otro paisaje, el del western, ocupa los dos tiempos narrativos de Mimosas, en los que Oliver Laxe equilibra lo místico y lo telúrico hasta que no sabemos qué dimensión de lo real habitamos. Es un equilibrio que alcanza una hermosa pureza en Le tortue rouge, en la que Michael Dudok de Wit desnuda de cualquier artificio el dibujo de una fábula que habla de amor y muerte sin decir una sola palabra. Como no podía ser menos, toda ella ocurre en una isla.

 

© Sergi Sánchez, junio de 2016