Boyhood

 

La leyenda del tiempo

 

“Solo hay un instante… y es el ahora. Y es la eternidad”.
Richard Linklater, rotoscopiado y divagando mientras juega al pinball en Waking Life (2001)

 

En el eterno verano de Boyhood (2014), la minúscula y sutil escala de los acontecimientos parece contravenir la dimensión mayúscula y épica del relato. Una doble articulación sostenida sobre los cimientos de un amplio marco temporal y sobre las coordenadas estilísticas de un director, Richard Linklater, embrujado por el influjo de lo real. De hecho, esta fe ciega en el poder del realismo cinematográfico –en su acepción baziniana– ha cuajado, con los años, en un sensible retrato de las distintas etapas de la experiencia humana.

Para empezar a rascar el cascarón de Boyhood parece razonable detenerse sobre su dispositivo temporal. Rodada a lo largo de doce años (de 2002 a 2013) con el mismo grupo de actores, la película observa en un perenne presente continuo la evolución de Mason (Ellar Coltrane) desde su primera infancia hasta los albores de la posadolescencia. Se construye así un testimonio del crecimiento del chico, el despertar de su conciencia en el seno de una realidad familiar cambiante –los padres de Mason están separados y no cesan en su intento de formar nuevas familias–. Estamos, por lo tanto, ante una investigación que conecta con el otro gran proyecto del director: la (hasta el momento) trilogía de Jesse y Celine. Y aquí cabe destacar que el segundo episodio de la trilogía, Antes del atardecer (Before Sunset, 2004), que inauguraba el juego extratemporal, se realizó con posterioridad al inicio del rodaje de Boyhood.

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Dada la singularidad del proyecto, sería fácil caer en la tentación de considerar la captura del paso del tiempo –así, en abstracto– como la virtud más excepcional de Boyhood. Sin ser del todo inexacto, dicho parecer requiere de ciertos matices. En primer lugar, no está de más apuntar que la materialización fílmica del transcurso del tiempo no pertenece en exclusiva al cine heterodoxo o radical. Algunas de las más sobrecogedoras radiografías del tempus fugit han florecido en el seno del más puro entertainment: ¿dónde encontrar una exposición más evidente del crecimiento de un niño que en la evolución de Daniel Radcliffe a lo largo de la saga de Harry Potter? ¿Quién puede superar el experimento sociológico sobre la vejez que subyace en los más de 7.000 episodios del concurso Jeopardy! que lleva presentados Alex Trebek desde 1984, cuando tenía 44 años? Y todavía más, ¿no cabría pensar en el cine, en su conjunto, como una máquina del tiempo ambulante? Como apuntaba el sagaz J. Hoberman en su artículo El shock de la vejez, publicado en la revista Film Comment, son las estrellas de cine las que nos permiten tomar conciencia de aquella frase que el ángel Heurtebise pronunciaba en Orfeo (Orphée, Jean Cocteau, 1950): “Mira tu vida en un espejo y verás la mort travailler [la muerte en acción]”; una frase que suele citarse incorrecta y oportunamente como si fuese la cámara la que insuflase vida a la muerte.

Tomando en consideración estos precedentes, vale la pena intentar descifrar qué puede aportar Boyhood al paradigma de la mort travailler, además de constituir la más vitalista versión del memento mori fílmico. La clave radica en la variable narrativa. En la mayoría de películas o sagas cinematográficas que dan cuenta, casi siempre inconscientemente, del transcurso del tiempo, encontramos una pretensión narrativa. La franquicia protagonizada por Radcliffe cuenta la historia de Potter, del mismo modo que la célebre saga de Truffaut contaba la historia de Antoine Doinel (Jean-Pierre Léaud). Incluso las empresas más aparentemente apegadas a lo real, como podría ser la serie de documentales autobiográficos de Ross McElwee, suelen estar sostenidas por una arquitectura narrativa. Por su parte, aunque en ciertos momentos de Boyhood (casi siempre los peores) pueda parecer lo contrario, la vocación de Linklater no es aquí eminentemente narrativa. La película no nos cuenta la historia de Mason, se limita a presentarnos su vida. En este sentido, la vocación contemplativa del filme acercaría a Boyhood a proyectos como One Way Boogie Woogie / 27 Years Later (1977-2005) de James Benning, La leyenda del tiempo (2006) de Isaki Lacuesta o el conjunto de películas de Pedro Costa con Vanda Duarte y Ventura.

En este punto, debo rendir tributo al primer crítico (junto a Kent Jones) que, de forma entusiasta, dirigió mi mirada hacia la obra de Richard Linklater. Hablo de Jonathan Rosenbaum, que en su reveladora crítica para el Chicago Reader de la infravalorada Los Newton Boys (The Newton Boys, 1998) apuntaba lo siguiente: “habiendo visto las únicas dos de las seis películas de Linklater que no estrujan toda la acción en un periodo claramente definido de 24 horas, puedo ver por qué prefiere emplear esa estructura (…): porque el arte de la narración, al menos según lo concibe el economato [en referencia a Hollywood], no es su fuerte. Y, consciente de ello, ¿por qué no dejar que la forma y el flujo natural de un día y una noche consecutivos conformen la narración, si la narración es una cuestión secundaria?” (1). Una de las claves de esta aguda reflexión se halla en la consideración implícita de que el arte de Linklater sí responde a un cierto anhelo narrativo, pero que ese “no es su fuerte”. De ahí que una parte de su cine –en particular, la trilogía de Jesse y Celine– se manifieste como un híbrido de tensiones narrativas –ahí está el suspense que embriaga el segundo y tercer episodios– y de desvíos observacionales. Aunque también habría que recordar que hay otros filmes de Linklater, como Slacker y Waking Life, que son estricta y maravillosamente antinarrativos.

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Boyhood es un buen ejemplo de cine híbrido. No es solo una película empapada por una paradójica épica intimista, sino que también navega impulsada por una contradictoria narrativa en fuga. Resulta tentador considerar Boyhood como una película que cuenta el proceso de crecimiento de un chico; yo me inclino por sentirla como la historia de una madre (una sublime Patricia Arquette) que educa, convive y termina dejando marchar a su hijo. Sin embargo, no son esos esbozos de relatos lo que hace grande a Boyhood, sino su “propósito paradójico de hacer no un espectáculo que parezca real, sino, inversamente, convertir la realidad en espectáculo”, como apuntaba André Bazin en su artículo “De Sica, director” incluido en el imprescindible ¿Qué es el cine? (2). Siguiendo el hilo de la reflexión que dedicaba el gran crítico francés a Ladrón de bicicletas (Ladri di biciclette, 1948), cabría reconocer que Boyhood “tiene el rigor de la tragedia y, sin embargo, todo [en ella] sucede por azar”. De hecho, conectando con la reflexión que planteaba Rosenbaum acerca del empleo que hace Linklater de marcos temporales acotados (habitualmente 24 horas), podemos encontrar un halo de arbitrariedad en la decisión de reseguir la vida de Mason, el protagonista de Boyhood, a lo largo de sus años de escolaridad obligatoria, desde los 6 a los 18, de 1º a 12º curso según el sistema escolar yanqui. En definitiva, la imposición del marco temporal no parece responder a una necesidad narrativa; al contrario, el arco histórico funciona casi como una liberación de las posibles tensiones que pudiera imponer o generar el relato.

Atacando ya, con voluntad analítica, el cuerpo del filme, cabría apuntar que el hito de la antinarrativa y el festejo del azar que llevan el timón de Boyhood se materializan tanto en fragmentos microscópicos como en escenas más prolongadas. Durante la primera parte del film, esta suspensión del tiempo emerge en pequeñas pinceladas: Mason, tendido en el césped, observa las nubes e intuimos que deja volar la imaginación como la mayoría de soñadores del cine de Linklater; pocos años después, Mason divaga con su padre acerca de la existencia de los Elfos poco antes de que ambos se entreguen al sueño –una secuencia que remite intensamente a la charla que mantienen Noriko (Setsuko Hara) y su padre Shukichi (Chishû Ryû) poco antes de conciliar el sueño en un albergue de Kyoto en Primavera tardía (Banshun, Yasujirô Ozu, 1949)–. Años más tarde, los episodios dominados por la inacción –una conducta celebrada en todo el cine de Linklater– se extienden plácidamente: Mason divaga amistosamente, en plano secuencia, con una compañera de instituto (él caminando, ella en bicicleta) sobre la vida en los pequeños pueblos de Texas, con Houston o Austin como horizontes cosmopolitas. Entre tantas otras cosas, Boyhood es una película itinerante: un espejo jovial de las odas errantes de otro de los grandes cineastas americanos de las últimas décadas, Jim Jarmusch. A este respecto, Kent Jones planteaba la siguiente hipótesis en un artículo sobre Waking Life para la revista online Senses of Cinema: “Si Jarmusch es el poeta de la Amargura Americana, Linklater es entonces el poeta de la Libertad Americana” (3).

BOYHOOD - 2014 FILM STILL - Ellar Coltrane

En cuanto a la variación en la extensión de estos momentos de magia antinarrativa, es necesario incidir en las pequeñas mutaciones que va experimentando un filme que, dado su alto nivel de fragmentación, presenta una forma asombrosamente homogénea y compacta. Así, en el arranque, encontramos una sobrepoblación de planos breves de acercamiento y alejamiento respecto a los personajes. La perspectiva vertical parece establecida desde un primer momento, siguiendo el paradigma hawksiano y humanista de mantener la cámara a la altura de los ojos de los personajes; sin embargo, Linklater va buscando la distancia justa desde la que filmar a sus iguales. Más adelante, la cámara se va sosegando, renunciando a los movimientos innecesarios, aunque nunca apartándose de las bondades cinéticas del travelling. ¿Cuál puede ser la razón de estas variaciones? Puestos a especular, apunto tres posibles motivos. En primer lugar, el trabajo con dos directores de fotografía diferentes: Lee Daniels, uno de los más antiguos cómplices del director, y Shane F. Nelly, colaboradora de Linklater en A Scanner Darkly (2006) y Up to Speed (2012), la serie de televisión sobre monumentos ignorados de las grandes ciudades norteamericanas. En segundo lugar, estas variaciones podrían responder al hecho indiscutible de que los niños de seis años –habituales aprendices de diablos de Tasmania– suelen corretear más que los adolescentes inmersos en la edad del pavo: una realidad recogida en el asentamiento progresivo de la cámara en su seguimiento de Mason, que empieza pareciendo un heredero de los pequeños salvajes de Cero en conducta (Zéro de conduite, Jean Vigo, 1933) y que termina convertido en un joven abúlico pero locuaz que podría haber hecho buenas migas con los protagonistas de La mamá y la puta (La maman et la putain, Jean Eustache, 1973), una de las películas favoritas de Linklater. Por último, la tercera razón es todavía más pragmática: a medida que iban creciendo, es probable que Ellar Coltrane y Lorelei Linklater (la hija del director, que da vida a la hermana de Mason) fuesen capaces de memorizar diálogos cada vez más largos, hasta el punto de convertirse en protagonistas de largas charlas en plano secuencia que no hubiesen desentonado en la trilogía de Jesse y Celine.

Sin abandonar todavía el ámbito de la antinarrativa –el motor central de Boyhood–, resulta esencial reconocer otro de los puntos fuertes de la película: su habilidad para ir neutralizando sus incipientes hilos narrativos mediante deliciosas e implacables líneas de fuga. Así, la película va abandonando situaciones y personajes con la soltura de una embarcación que necesita soltar lastre para no perder las corrientes marinas y los vientos que la propulsan. En una de las varias escenas en las que se retrata la llegada de Mason a un nuevo colegio o instituto, Linklater captura con la alegría de las mejores teen movies el intercambio de miradas entre el protagonista y sus nuevos compañeros, que lo reciben cada uno a su manera, con simpatía, desdén o desconfianza. Todavía no familiarizado del todo con los mecanismos del filme, el espectador puede sospechar que alguno de esos compañeros puede convertirse en un acompañante secundario en la odisea minimalista de Mason. El guión parece incluso señalar al compañero elegido cuando la profesora le pide a otro alumno que ayude al protagonista a aclimatarse a su nuevo entorno. Sin embargo, la promesa de una continuidad se cercena por completo, del mismo modo que nunca volvemos a saber de los chavales matones que se meten con el Mason adolescente. Tampoco se concreta qué termina ocurriendo con la aventura musical del padre del protagonista, o cómo rompe la madre con su último marido, un exsoldado. Todos estos hilos son absorbidos por los márgenes del filme o por su elíptico interior. El resultado es la negación absoluta de todo halo de suspense.

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Estamos, por lo tanto, ante una película con un “argumento invisible”, esa utopía que André Bazin vislumbró en su adorada Umberto D (1952). Y para dejar en paz de una vez al crítico francés, me gustaría recuperar otra de sus luminosas apreciaciones sobre la obra de Vittorio De Sica: “Ciertamente, Umberto D no es un filme perfecto como Ladrón de bicicletas. Pero existe, para esta diferencia, una justificación: su ambición era superior. Menos perfecto en su conjunto, pero también más puro y más perfecto en algunos de sus fragmentos: aquellos en los que De Sica y Zavattini se muestran enteramente fieles a la estética del Neorrealismo”. Qué mejor manera de aplaudir aquí y ahora la imperfección de Boyhood. De hecho, transfiriendo la comparativa que plantea Bazin entre filmes de De Sica al universo linklateriano, me permito sostener que la trilogía de Jesse y Celine sería el Ladrón de bicicletas de Linklater, esa obra en la que el método –la elaboración de una ficción bañada en la antinarrativa de lo real– alcanza su perfección, mientras que Boyhood sería su Umberto D, una obra más pura pero menos definitiva. De hecho, para Jonathan Rosenbaum, las películas de Jesse y Celine vendrían a culminar el sueño expresado por Jean-Luc Godard en los años sesenta de alcanzar “lo definitivo por azar”, algo parecido a una forma fílmica que Bazin definió como “el Proust del indicativo presente”. En definitiva, una culminación del realismo cinematográfico.

Es curioso cómo todo lo que he explicado hasta el momento se encuentra tosca e inspiradamente expuesto en uno de los momentos más brillantes de Waking Life, la última película realizada por Linklater antes del inicio de la producción de Boyhood. En la escena en cuestión el cineasta norteamericano Caveh Zahedi aborda el realismo baziniano en los siguientes términos: “todo el rollo de Hollywood se basa en pillar el cine e intentar convertirlo en un medio narrativo donde pillas estos… ya sabes, libros e historias, y entonces es como si… ya sabes, tienes un guión e intentas buscar a la persona que encaje en la cosa. Pero es ridículo porque no es así; el cine no debería basarse en el guión, ¿sabes? Debería basarse en la persona, ya sabes, o en la cosa”. De esta forma poco lustrosa, Linklater demarcaba ciertos límites y afinidades entre el cine y la literatura, fronteras y promiscuidades que revelaban la especificidad del arte cinematográfico y que están bien presentes en Boyhood. El épico marco cronológico que recorre la película puede evocar la ambición de una empresa literaria, algo que resuena también en la predilección del director por unos diálogos que son al mismo tiempo locuaces y digresivos. Sin embargo, la verdadera personalidad del filme radica en el hábil trabajo de Linklater con el espacio y el tiempo fílmicos.

Estamos, entonces, en el territorio de la puesta en escena, donde yacen los verdaderos pulmones de Boyhood, que se dedican a inhalar bocanadas de tiempo y a exhalar un emotivo temblor subterráneo. Para abordar esta cuestión, prefiero tomar el todo por la parte: analizaré un pasaje situado aproximadamente al inicio del último tercio del filme. Se trata de la escena en la que Mason y su hermana se despiden de su madre, Olivia, en el día del quinceavo cumpleaños del chico. Después de un plano en el que vemos alejarse el monovolumen que lleva a los hermanos, al padre y a su nueva familia (mujer e hijo), la cámara se fija en Olivia, que ha quedado sola –en lo que creo recordar que es un plano americano–. Nueve años después del inicio del rodaje de la película, Patricia Arquette evoca con su mirada, perdida en la frontera entre el goce y la melancolía, una súbita conciencia del paso del tiempo. En este momento, un director mediocre que se topase por casualidad con una perla actoral como esta optaría probablemente por subrayar el subtexto de la escena con un travelling de acercamiento o un abrupto corte de montaje. Linklater prefiere suspender el tiempo y detener la acción, como hiciera Ozu sobre el cuerpo compungido de Chishû Ryû tras la marcha de la hija al final de Primavera tardía. Así, el instante revela su condición eterna cuando el plano se prolonga para dejarnos ver cómo la madre agacha la vista y vuelve hacia el interior de su casa, abandonando el encuadre, dejándolo vacío, en lo que deviene al unísono una coda lírica y un estigma temporal.

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Llegados a este punto, resulta obligado clarificar el impacto que tiene sobre el espectador la doble articulación épica-íntima que despliega Boyhood. Una dicotomía que, a mi entender, genera una doble experiencia del filme: primero, una vivencia interior y, luego, una conciencia exterior. Hasta el anterior párrafo, el presente artículo se ha concentrado en ese visionado interior del film: su condición torrencial, su dimensión fluvial, el abrazo familiar con el que acoge al espectador. Sin embargo, resulta innegable que Boyhood también aspira a conquistar el ámbito de lo reflexivo: estamos ante una película que debe ser vivida, pero también pensada. Una alusión a la autorreflexividad que Linklater pone en juego mediante pequeños shocks de significación, momentos en los que, a la manera de Abbas Kiarostami, la película parece resquebrajarse, expulsando al espectador hacia un estado meditativo –justamente lo que persigue el vacío con el que culmina el plano de la madre descrito en el párrafo anterior–.

Durante los últimos quince meses, desde el nacimiento de mi hija Gala, me he visto abocado al precipicio de la conciencia del transcurso del tiempo que persiguen los shocks de Boyhood. Una conciencia que toma la forma de una paradoja: el tiempo vuela, pero el pasado reciente parece tremendamente lejano. El último año de mi vida ha pasado en un santiamén, pero las experiencias acumuladas en este tiempo me parecen más propias de una década de vida normal. Ese es el extraño efecto de proximidad y lejanía, presente y eternidad, que generan en el espectador ciertos momentos de Boyhood, como cuando, al principio de la película, se encadenan dos planos de una poética abrumadora: primero, vemos a Mason de perfil –escondido en el angosto espacio que se abre entre su casa y la valla de madera que bordea el jardín– observando algo en el suelo mientras un pequeño brote silvestre situado a la izquierda del plano evoca un fulgor infantil; a continuación, un plano subjetivo de Mason nos revela que lo que observa el niño es un pequeño pájaro muerto que acaba de enterrar. El estallido de la vida y el horizonte de la (conciencia de la) muerte. Lo mismo ocurre cuando, obligado a mudarse junto a su madre, Mason entierra bajo unos brochazos de pintura blanca las marcas de colores que señalan, sobre la pared, las alturas de él y su hermana a lo largo de los años. Más adelante, durante una mágica acampada junto a su padre –probablemente la mejor secuencia del filme–, Mason protagonizará otro shock cuando orine sobre las cenizas de la fogata que alumbró la insustancial y crucial charla de la noche anterior. Y, por último, ya de camino hacia la universidad, Mason nos regalará el último momento trascendente de la película cuando se detenga en una gasolinera a fotografiar maquinaria y mobiliario viejo que ha sido carcomido por el óxido.

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Establecida la doble articulación del fresco en movimiento de Linklater, cabría especular acerca del que es probablemente su triunfo definitivo: más que avanzar, o transcurrir, Boyhood es una película que se escurre entre los dedos, que se escabulle ante nuestros ojos, pero que sin embargo genera en el espectador un cierto desasosiego, la incipiente necesidad de volver a ver el filme de inmediato, de atrapar la escena que acaba de impregnar nuestra mirada. Luego, para terminar de completar el abanico de experiencias que ofrece Boyhood al espectador, hay que atender a una tercera dimensión de la película, que podríamos situar en el intersticio entre la vivencia interior y la conciencia exterior. Me refiero a un proceso de identificación propio del cine-espejo. Dada la confluencia del amplio marco temporal y del profundo esfuerzo de comprensión que Linklater dedica a personajes de diferentes edades y generaciones, resultaría casi un milagro que el espectador no conectase de forma directa e íntima con alguna de las situaciones representadas. A falta de una palabra mejor, me permito utilizar un término tan manido como idóneo para este caso: Boyhood trabaja en el registro de lo universal.

Este último rasgo no es algo común a todo el cine de Linklater, que suele trabajar ámbitos más concretos; sin embargo, Boyhood puede verse como un filme-compendio del imaginario de su director: una antología con personalidad propia. Durante el que todavía es el grueso de su filmografía –que va desde It’s Impossible to Learn to Plow by Reading Books (1988) hasta Una pandilla de pelotas (Bad News Bears, 2005), exceptuando el paréntesis de Antes del atardecer (2004)–, Linklater se comportó como un rapsoda de la juventud. Cubierto por un perenne manto de vitalismo, su cine celebraba con entusiasmo juvenil ese periodo de la vida de las personas en el que, si se tiene el coraje y la suerte suficientes, es posible construir utopías propias, liberadas de ataduras y coacciones, primero en la imaginación –Slacker (1991), Waking Life–, y luego, si uno es todavía más valiente y afortunado, en la realidad –Los Newton Boys, Escuela de Rock (School of Rock, 2003)–. La imagen más emblemática de este impulso de sosegada rebeldía la encontramos en el plano que cierra, en un inolvidable fundido a negro, Movida del 76 (Dazed and Confused, 1993), donde vemos la calzada de una carretera estatal filmada a través del parabrisas delantero de un coche mientras suena el Slow Ride de Foghat. Dicha estampa es también uno de los leitmotifs visuales de Boyhood, una película que no solo destila aquel alborozo optimista del primer Linklater, sino que, en consecuencia, también asume la reticencia natural del texano a juzgar de forma tajante a la mayoría de sus personajes.

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En lo referente al personaje de Mason, es posible verle como un Frankenstein linklateriano: una suma compacta de retazos de otros personajes. Así, en su primera infancia, el niño conquista las calles y los márgenes de su típico barrio residencial del sur norteamericano con la fiebre vandálica de los chavales de Movida del 76. Luego, poco a poco, Mason se va retrayendo, replegándose sobre sí mismo y tras una coraza desde la cual observa su atribulada realidad familiar. Un rol que se ajusta al perfil aparentemente contradictorio de los slackers de Linklater: figuras que, en un nivel epidérmico, parecen pasivas, abúlicas, pero que almacenan en su interior un volcán de curiosidad, creatividad y determinación. Una tenacidad ensimismada que apunta hacia formas de realización personal ajenas a la búsqueda del éxito social. Una postura que, inevitablemente, conduce a Mason a un choque sistemático con una serie de personajes de su entorno que pretenden determinar, uniformizar y domesticar su visión alternativa del mundo. De hecho, el tema que se desarrolla de una forma más consistente y recurrente a lo largo de Boyhood –y que, para mí, es el gran tema del cine de Linklater– es la resistencia a toda forma de autoritarismo. Una actitud próxima a valores libertarios y anarquistas que se ajusta perfectamente a lo que el editor de Film Comment, Gavin Smith, denominaba, en una entrevista con el cineasta texano en 2006, el “ethos del inconformismo” (4).

En este nivel de lectura, más allá de un corte de pelo obligado o de un par de inútiles sermones, la escena clave es la charla que Mason mantiene con su profesor de fotografía en el instituto. Hermano de sangre del imperativo entrenador de Movida del 76, el resabido profesor espeta un “¿Quién quieres ser?”, mientras recita un himno a las bondades de la disciplina y el esfuerzo. “Quiero tomar fotografías. Hacer arte”, contesta Mason protegido por su habitual indiferencia: una poderosa arma en manos de aquellos que saben estar haciendo lo correcto. Para terminar de completar el cambiante perfil del joven protagonista, nada mejor que atender a una suerte de chiste privado que Linklater ha repetido en más de una entrevista sobre Boyhood: ¿por qué no imaginar que, tras el final de la película, Mason –ya integrado en ese paraíso terrenal de independencia llamado College– decide hacer un viaje por Europa durante el cual conoce a una chica francesa que le cambiará la vida?

Si el personaje de Mason es suculento, ¿qué decir de su padre, también llamado Mason, a quien da vida Ethan Hawke, el eterno álter ego de Linklater? Es a través de él que podemos apreciar la intrigante evolución en la que se haya sumido el director de Bernie (2011). Hawke se nos presenta, en un principio, como un híbrido de la irresponsabilidad rockera del Jack Black de Escuela de Rock –película que Linklater dirigió un año después de iniciar el rodaje de Boyhood– y de la locuacidad antisistema del tío Pete de Fast Food Nation (2006). Sin embargo, a medida que pasan los años, el padre de Mason se ve envuelto en un proceso de maduración –aceptación de las responsabilidades paternas, renuncia a sus sueños de adolescencia– que el primer Linklater es probable que hubiese observado con un aire de decepción. Sin embargo, una vez pasado el aprendizaje vital de Antes del atardecer y Antes del anochecer (Before Midnight, 2013), el cineasta observa las resignaciones parciales, nunca totales, de la edad adulta con la misma ternura y comprensión que dedica a sus jóvenes soñadores. Así, Boyhood sería como una Movida del 76 donde los padres de los protagonistas fueran algo más que caricaturas situadas en el trasfondo de la acción; o quizás un Antes del anochecer en el que los hijos pequeños de Jesse y Celine compartieran protagonismo con sus padres.

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Por el momento, he pasado de puntillas por una de las nueve películas realizadas por Linklater durante los años en los que rodó Boyhood. Me refiero a Fast Food Nation, que para mí es el menos interesante de sus largometrajes, aquel en el que el discurso político-ideológico obstruye de una manera más notoria el fluir habitual de su cine. En Fast Food Nation la narración se fragmenta, se acelera y se constriñe para elaborar y cerrar la postura del director ante problemas sociales como el trato indigno a los inmigrantes, el trabajo y la comida basura, la falta de oportunidades para la juventud, la miseria moral de la grandes corporaciones y la extinción de los viejos sistemas de producción sostenible. Por su parte, Boyhood consigue no hacer demasiado evidente su trasfondo ideológico, pero las exigencias del dispositivo temporal (cada año de la vida de Mason se resuelve en unos pocos minutos) provocan que la aparición súbita de algunas codas narrativas genere un cierto atropello en la acción, un desplazamiento hacia lo evidente, aquella constricción de Fast Food Nation. Esto ocurre sobre todo en el arranque de la película, cuando Mason es demasiado pequeño para sostener la película y Linklater se distrae con las vivencias sentimentales de su madre. Resulta evidente que el peor pasaje de Boyhood es el protagonizado por el alcoholismo del nuevo marido de Olivia. Estamos ante una película cuyo esqueleto no está preparado para los tsunamis melodramáticos que azotan unas escenas que parecen un manifiesto contra la violencia doméstica.

El propio Linklater parece aprender la lección y expulsa la segunda ruptura matrimonial de la madre al territorio de la elipsis –aunque vuelve a meter la pata cuando decide elogiar la bondad de Olivia a través de una ridícula subtrama protagonizada por un inmigrante mexicano–. Como demostró Jean Renoir en varias ocasiones, el cine realista solo acepta las sacudidas del melodrama cuando se manifiesta en la pantalla a través de su onda expansiva, ya despojada de la agresividad de su primer impacto. Hallamos grandes ejemplos de ello en la muerte de Bogey (Richard R. Foster) y en la pérdida de la inocencia de Valerie (Adrienne Corri) en El río (The River, 1951): lo primero ocurre fuera de campo, lo segundo se materializa en un travelling de alejamiento acompañado de una caricia con la que Valerie aprovecha para secarse sus lágrimas. Hay planos en los que Boyhood reclama ese tipo de grandeza sutil, como el momento ya descrito en el que la madre despide a su hijo el día de su quinceavo cumpleaños, o cuando a través de un delicado travelling lateral dejamos atrás la casa que ha llevado a la asfixia económica a Olivia. Un bella forma de expresar que el dinero, o mejor, las propiedades, también arruinan.

En realidad, el discurso ideológico de Boyhood se encuentra diseminado en un amplio abanico de experiencias y conductas. Uno de los episodios más interesantes y representativos del ideario del autor es la visita que realiza Mason junto a su hermana a la casa de los nuevos suegros de su padre, una pareja de devotos cristianos. Más allá del pequeño resquicio de sorpresa que manifiesta Mason cuando sus nuevos abuelos políticos le regalan por su cumpleaños una Biblia y una escopeta de caza, no hay rastro de burla o ironía en el retrato de esa América profunda religiosa y conservadora. Basta con imaginar cómo habrían concebido este pasaje directores como los hermanos Coen, Todd Solondz o incluso Alexander Payne, para advertir que lo único que manifiesta Linklater es respeto por el otro, por muy alejado que esté de su espectro ideológico.

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Y junto al respeto, la generosidad. Siempre he pensado que las películas de Linklater funcionan como filmes-índice: recipientes rebosantes de conocimiento sugerentemente esbozado, cuadernos de apuntes que aspiran a alimentar la curiosidad del espectador. Y la clave de esa invitación a compartir ideas está en la reticencia de Linklater a pregonar desde el estrado del maestro. ¿Es necesario ser melómano para disfrutar de Escuela de Rock, o saber de filosofía para volar intelectualmente con Waking Life, o haber vivido en los setenta para gozar de Movida del 76? Del mismo modo, no hay que ser un experto en psicología infantil-juvenil para apreciar Boyhood. Hay un pasaje hermoso en el que Olivia, ya convertida en profesora de psicología, les habla a sus alumnos de las teorías de John Bowlby, un psicoanalista inglés célebre por sus estudios sobre el apego y el desarrollo infantil. Renunciando a todo cripticismo, pero sin renegar de la complejidad de la materia, Olivia nos invita a reflexionar sobre una idea radical defendida por Bowlby: el amor es esencial para la supervivencia. Unos años antes, en otra clase de psicología, esta vez acompañando a Olivia como alumna, se nos presenta la teoría de los impulsos involuntarios de Pavlov, un concepto que conecta brillante e indirectamente con todas las transformaciones que vivirán los personajes y de las que seremos testigos a lo largo de la película.

Encarando ya el final de este estudio, y centrándome en la dimensión más épica del proyecto, me interesa poner en relación Boyhood con la única otra película del cine reciente que podría hacerle sombra en cuanto a su ambición sociológica y filosófica. Me refiero a El árbol de la vida (The Tree of Life, 2011) de Terrence Malick, otro realizador criado en Texas. Ambos filmes aspiran a coronarse como la cumbre artística de su autor y, para ello, Linklater asume ciertos métodos propios de Malick. A la pregunta de si trabajó con un guión preestablecido, Linklater explicaba en el año 2006 en una entrevista para Film Comment que “no, voy pensando en ello cada año” (5). Además, para dotar al filme de su resplandor orgánico, Linklater invitó a los actores a que participaran en la caracterización de los personajes (la ropa, los peinados) y en la elección de algunos temas musicales. Cercanía puntual a Malick en el método y la ambición, pero una lejanía absoluta en el tono. Malick es un emblema del cineasta que habla al espectador desde el púlpito del predicador. Linklater, por el contrario, nos susurra al oído como un viejo amigo encantado de compartir confidencias, pareceres y extrañas teorías.

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No me parece necesario ahondar demasiado en la interpretación de Boyhood como una cápsula del tiempo. Linklater introduce codas históricas con cierta gracia: la asistencia al lanzamiento de la nueva novela de Harry Potter, la hermana de Mason recreando los contorneos adolescentes de Britney Spears, la esperanza que despertó Obama, la fatiga de un país llevado a una guerra lejana y demasiado larga, una cita visual al fantástico corto de Will Ferrell The Landlord… En realidad, observando Boyhood desde aquella perspectiva o conciencia exterior que analicé unos párrafos atrás, me parece más sugerente afrontar el desafiante ejercicio de memoria personal que nos propone la película: ¿dónde estábamos en el año 2002, al principio del camino, en relación al lugar (vital) que ocupamos ahora, en 2014? ¿Podría el vértigo provocado por la súbita contemplación de ese abismal paréntesis ser el responsable del feroz estremecimiento que sentí tras dejar atrás la última imagen de Boyhood? Debo reconocer que, probablemente, no sentía un latigazo emocional de tal calibre desde el fundido a negro final de Antes del atardecer.

En Boyhood, creo que el final llega con un corte a negro –aprovecho para pedir disculpas por todos los errores que puedan haber en las descripciones de los pasajes de una película que solo he podido ver una vez–. Un corte a negro que libera todo el arsenal emotivo y vivencial que el espectador ha ido acumulando en sus retinas a lo largo de los 165 minutos de metraje. Llevo semanas preguntándome por la naturaleza de ese estremecimiento final. ¿Podría ser la expresión retardada del síndrome de Stendhal, resultado de una sobreexposición prolongada a una belleza inasible? ¿Podría ser una sensación de honda humildad ante el esfuerzo titánico de un grupo de personas involucradas en la creación de una gran obra de arte? ¿Podría ser el eco de una nostalgia traicionera, empeñada en retrotraerme a aquel oasis de libertad en el que despedimos a Mason? ¿O podría ser lo que Jonathan Rosenbaum definió como “la maravilla y la angustia de vivir y luego recordar una hora o un día” (6)? Después de todo, prefiero conservar el misterio de aquel estremecimiento final. Un misterio que late con fuerza en uno de los mejores pasajes de Waking Life, en el que dos mujeres conversan animadamente en un bar sobre sus sueños y sobre la noción de identidad. Una de ellas, Mona Lee Fultz –que en Boyhood interpreta a una profesora del instituto de Mason–, enuncia lo que parece ser una prefiguración de la película a la que acabo de dedicar unas 5.800 palabras: “Fue un tiempo para tomar conciencia, para dar forma y coherencia al misterio, y yo había formado parte de ello. Fue un regalo. La vida se propagaba a mi alrededor y cada momento era mágico. Amaba a todo el mundo, lidiaba con todos los impulsos contradictorios… eso era lo que más me gustaba, conectar con la gente. Si miro hacia atrás, eso fue lo único importante”.

© Manu Yáñez, agosto 2014

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(1) ROSENBAUM, Jonathan: “Open Spaces”, Chicago Reader, 1998. (Leer aquí)
(2) BAZIN, André. ¿Qué es el cine?, editorial Rialp, 1990. (Edición original Qu’est-ce que le cinéma? publicada en 4 volúmenes entre 1958 y 1962)
(3)JONES, Kent. “To Live or Clarify the Moment: Rick Linklater’s Waking Life”, Senses of Cinema, 2002. (Leer aquí).
(4)SMITH, Gavin. “Lost in America: Richard Linklater interview”, Film Comment, 2006. (Leer aquí)
(5) Ibídem.
(6) ROSENBAUM, Jonathan. “Spur of the Moment”, Chicago Reader, 2004. (Leer aquí)