Berlinale 69

Sexy pero pobre

 

Apuntes personales berlineses

Aun habiendo residido en Berlín durante casi un lustro y disfrutado mucho de la infinidad de grandes cines de la ciudad y, en mi caso, más aún de los pequeños, este año fue el primero en el que realmente asistí a la Berlinale de forma completa. De hecho, la zona de Potsdamer Platz y sus alrededores —que durante el festival acoge todas las proyecciones profesionales y una parte importante de las demás— solía evitarla en aquellos años, dado que con el tiempo se ha convertido en un lugar lleno de grandes comercios y de restaurantes frecuentados por turistas. Me sentía más a gusto en los cines de la “Berlín pobre pero sexy” —tal y como la definió el exalcalde Klaus Wowereit en 2003­— en la que abundan las pequeñas salas de barrio, como el Tilsiter Lichtspiele, de más de cien años de antigüedad y con una programación principalmente de películas de Arthaus y cine clásico en versión original. Este singular cine cuenta, además, con una sala principal de pocas filas (la última consiste en dos sofás de cuero envejecidos y una mesa donde uno puede reposar los pies) a la que se accede a través de un bar muy acogedor, y quien quiera se puede llevar la cerveza de grifo directamente a la sesión, o quedarse después para discutir lo visto y emborracharse en condiciones. Mi vínculo con las salas comerciales de Potsdamer Platz antes de esta Berlinale era, por tanto, escaso, aunque sí fui una vez al Cinestar del Sony Center para ver una de esas primeras películas 3D de animales acuáticos y sin trama, y después pasar al restaurante australiano de al lado para probar unos filetes de carne de cocodrilo. Hasta aquí mis recuerdos del lugar.

La zona de Potsdamer Platz es el epicentro de la Berlinale

El Potsdamer Platz de El cielo sobre Berlín

Poco queda hoy en día del Potsdamer Platz por el que caminaba Peter Falk en El cielo sobre Berlín (Der Himmel über Berlin, 1987), donde la plaza todavía estaba atravesada por el Muro y consistía en un terreno amplio y casi sin edificios, una impactante imagen de un desierto urbano. Básicamente, ningún sitio en Berlín ha cambiado tanto en los últimos treinta años desde la caída del Muro. Sí que perdura la biblioteca nacional (la Staatsbibliothek), que era otro de los escenarios principales de esta obra clave de Wim Wenders, y que  mantiene un espíritu similar al de esas escenas de un pasado que parece mucho más lejano que tres décadas atrás. Tal vez lo mantenga porque las bibliotecas, como las iglesias, son edificios de silencio, y allí el tiempo pasa más lento. Así, en silencio, Otto Sander y Bruno Ganz, con alas de ángel, podían escuchar los pensamientos de las personas, observar desde arriba a la gente, la ciudad y todos sus cambios. Este año, dos días antes de que se acabase la 69 edición de la Berlinale, Ganz se despidió del mundo, y para mí fue inevitable sentir un impacto más fuerte al recibir esa noticia a solo unos metros de esas salas en las que su imagen parece grabada hasta hoy.

Un adiós a una edición que ya de por sí tenía un tono de despedida al ser el último año de Dieter Kosslick como director. Por supuesto, ese fue uno de los temas de conversación principales durante esos días, empezando por un cuestionamiento general a una programación más floja que otros años y la cuestión de si ya no hubo suficiente motivación para trabajarla más. Pero al mismo tiempo se pudo notar, sin duda, mucho agradecimiento de parte de todo el mundo por su labor en estos dieciocho años y hubo incluso quien dijo que la decisión del jurado de otorgar el Oso de Oro a Synonymes (Nadav Lapid, 2019) fue una especie de regalo a Kosslick por estar en la onda del cine que él, sobre todo en sus inicios, apoyó y promocionó: un cine crítico, político y valiente.

La Berlinale del presente ya se ha convertido en algo distinto. Es el festival de cine con más público del mundo y, entre otros motivos, eso se ha producido por una programación con películas más accesibles, con nuevas secciones como la de cine culinario, con el ciclo Berlinale goes Kiez, que acerca el festival a los barrios (y con eso también a los berlineses), y con una mirada especial hacia el cine alemán. Ahora ya todos los ojos mirarán a Carlo Chatrian, que viene de dirigir el Festival de Locarno, y a Mariette Rissenbeek para ver qué enfoque darán al festival el año que viene.

Pero dejaré de hablar del pasado lejano y del futuro próximo y recapitularé lo que pude ver del 7 al 17 de febrero.

 

Cara y cruz del festival

La primera propuesta que vi y que se vio en esta Berlinale desafortunadamente fue la peor. Hace años fui a llevar unos zapatos que estaban rotos por todas partes a un zapatero y me dijo, con la franqueza muy típica de los berlineses: “Si sus zapatos fuesen un caballo, tendría que dispararle”. Me gustaría decir lo mismo sobre esta película, aunque quizás no sea para tanto, pero la anécdota me vino a la cabeza mientras asistía a la sesión inaugural de The Kindness of Strangers (2019), que quiere ser drama, quiere ser comedia y quiere ser profundo, sin conseguir ninguno de esos objetivos. La directora, Lone Scherfig, quiere ir a lo grande, tematizando la violencia doméstica, la vida de los sin techo y el día a día de un individuo que retoma su existencia en libertad después de haber sido condenado a la cárcel inocentemente. Todos los personajes de la película tienen su propia historia hasta que sus vidas se van cruzando en Nueva York, que al parecer es un pañuelo. Lo más incongruente es que, a pesar de que las temáticas que aborda la trama podrían dar pie a historias realmente conmovedoras, todos los personajes salen de sus conflictos sin daño alguno, con su correspondiente happy ending (menos el malo de la función, claro). Esa acumulación excesiva de problemáticas de la sociedad tiene por resultado un filme carente de profundidad, en el que Scherfig cae en los clichés y en las resoluciones inverosímiles. A modo de ejemplo, tenemos a un conjunto de personajes que encuentran pareja con suma facilidad, a una enfermera que cuida de gente sin techo enganchada al caviar, a un recién salido de la prisión que tarda dos minutos en convertirse en encargado de un restaurante de primera clase,… Ejem.

Fourteen, de Dan Sallitt

Todo lo contrario pasa con Fourteen (2019) de Dan Sallitt, que fue una de las mejores películas de la sección Forum —centrada en un cine de autor más arriesgado y que tuvo propuestas este año como Die Kinder der Toten (Kelly Copper y Pavol Liska, 2019), un excéntrico filme austriaco formalmente mudo, pero acompañado por sonidos de ambiente que le aportan un toque surrealista. Al igual que The Kindness of Strangers, Fourteen está ambientada en Nueva York, pero aquí dominan la delicadeza y el cuidado por las dos protagonistas y sus vidas. Se podría definir como un post-coming-of-age, ya que gira alrededor del desarrollo de sendos personajes desde la juventud —de ahí también el título—, pero empieza ya en la edad adulta. La trama sigue la amistad de Mara y Jo (Tallie Medel y Norma Kuhling) que se conocieron en el instituto, aunque sus vidas tomaron caminos diferentes. Jo tiene una personalidad complicada que le causa problemas constantes a nivel laboral y en sus relaciones amorosas. La única constante en día a día parece ser Mara, que la toma en serio y la apoya desinteresadamente. Ambas actrices son tremendas y, aunque nunca antes habían trabajado juntas, logran congeniar en pantalla hasta el punto de transmitir al espectador una sensación de amistad y complicidad reales. Cuando se quedan a solas en determinadas escenas (charlando sobre el nuevo novio de Jo o de vuelta en la habitación de su infancia) se percibe entre ellas una intimidad al alcance de pocos directores. En el caso de Tallie Medel, que ya había sido dirigida por Dan Sallitt en su anterior The Unspeakable Act (2012) —donde interpretaba a una joven enamorada de su hermano—, es particularmente llamativa la sutileza y sencillez que alcanza en Fourteen, lo que la aleja de sus registros habituales más expresivos (en ámbitos como la danza, la stand-up comedy o los videoclips).

 

Mujeres creadoras

Dado que en mi vida normal no soy cronista de festivales sino cantante y escribo canciones (1), obviamente tenía curiosidad por A Dog Called Money (2019), el albumpic de Seamus Murphy dedicado al proceso creativo del disco de PJ Harvey The Hope Six Demolition Project (Vagrant Records, 2016). La artista inglesa acompañó a Murphy, que es un premiado fotógrafo, en sus viajes a Afganistán, Kosovo y Washington, donde se inspiró (tanto musicalmente como en la escritura de las letras) para componer unos temas muy variados, que van desde canciones tradicionales hasta cantos religiosos y raps. El álbum, de hecho, se grabó en un estudio de Londres con varios instrumentos exóticos adquiridos en esos parajes. No sorprende que la fotografía del filme sea excelente, ni tampoco que lo sea la música (aunque no es para nada mi álbum favorito de Polly y su banda), pero sí que lo que se habría podido quedar en un documental musical cualquiera, llegue a ser una obra tan política como feminista, al filmarse mayormente en sitios sin presencia de mujeres aparte de la cantante. La película registra uno de los aspectos más llamativos de la grabación del disco: la posibilidad de que cualquier espectador asistiera a la misma para observar en directo el proceso creativo a través de un cristal unidireccional. Es una idea interesante, aunque considerando que en A Dog Called Money la cámara ya está presente dentro del estudio para espiar a los músicos, resulta reiterativo detenerse también en la perspectiva de quienes siguen la grabación detrás del cristal. Sea como fuere, las escenas dentro del estudio están filmadas con elegancia (y siempre es un gusto ver trabajar a músicos de esta envergadura, aunque sea solamente para ver qué equipo utilizan) y la película en su conjunto ofrece también un retrato poético de un momento en la carrera de la cantante. Hemos aquí los destinos de viaje como lugares donde nacen las ideas y el estudio como el lugar donde se elaboran y transforman. Hemos aquí un filme que transmite que el arte comunica experiencias, ya sean reales o no, que se convierten, pasadas por el filtro del artista, en algo nuevo. Y aunque Murphy observa bastante de cerca y sin mitificar, no le quita nada al mito que es PJ Harvey.

La grabación de un disco de PJ Harvey en A Dog Called Money

Hablando de artistas míticas, aquí quiero mencionar a otra de ellas: Agnès Varda. Con sus noventa años hizo el esfuerzo de ir personalmente a Berlín para presentar la que hasta el momento es su última película: Varda by Agnès (2019)un resumen lúdico y original de su larga carrera en forma de una suerte de masterclass llena de anécdotas. El filme cubre distintas etapas de su filmografía, con hitos como su célebre retrato femenino en Cleo de 5 a 7 (1962), su acercamiento documental a los vecinos de la calle Daguerre en Daguerréotypes (1976) o su filme (auto)biográfico Jacquot de Nantes (1991) dedicado a la vida de su difunto marido, el también cineasta de la nouvelle vague Jacques Demy. Como ella misma dijo en la conferencia de prensa, se planteó hacer esta película porque estaba cansada ya de hacer entrevistas, así que puede tomarse como una manera de responder cuestiones sobre su trabajo y su biografía, que tal vez quedaron sin respuesta en su anterior Las playas de Agnès (Les Plages d’Agnès, 2008). Aunque Varda by Agnès no aporta grandes revelaciones al espectador conocedor de su obra, estamos ante un grato homenaje de una gran artista a sí misma que demuestra que, pasados los años, sigue manteniendo la curiosidad y la chispa.

Los casos de PJ Harvey y Agnès Varda son dos de los más representativos de una programación que otorgó un espacio relevante a creadoras pioneras en su campo. Mientras que se apunta constantemente a los porcentajes de mujeres cineastas (en el caso de esta Berlinale, un 41%), opino que es igual de importante o más que estén representadas en el cine mujeres que hayan hecho su carrera como artistas, con todas las dificultades que pueda tener esa condición de creadoras, independientemente de si la dificultad central para ellas en su trayectoria haya sido su género. Dar espacio a estas creadoras supone igualmente una parte del activismo feminista, incluso si no se habla de ello específicamente. De ahí que filmar el trabajo de mujeres de referencia en disciplinas dominadas muchas veces por hombres (los orígenes de la carrera de Agnès Varda, por ejemplo) sea tan significativo como capturar los procesos creativos por sí mismos, más allá de las desigualdades. Al ver en A Dog Called Money a PJ Harvey —que ha dicho en varias entrevistas que el feminismo no ha sido nunca el motor de su trabajo— podemos observar, por ejemplo, que ella no hace diferencia entre sí misma y su entorno masculino, y que la música es lo que forma el centro de atención. Desde mi propia experiencia musical, puedo decir que el proceso creativo es algo muy personal e individual que no siempre está atado a circunstancias externas. En cuanto al género, diría que a la hora de crear muchas veces exploramos, tanto mujeres como hombres, lados de nosotros que son más propios del otro sexo. De ahí que A Dog Called Money me parezca una buena metáfora al mostrarnos a PJ Harvey introduciéndose en sitios casi sin mujeres; su curiosidad por lo desconocido la une con Agnès Varda, aunque la directora francesa sí sea una feminista declarada. Ambas son mentes particulares, y la lucha por expresarse a veces se divide en dos procesos: el de sacar y darle forma a la idea y el de presentarla y darla a conocer. Pueden ser dos luchas distintas.

Agnès Varda, en la última Berlinale

En este grupo de filmes sobre creadoras, podemos incluir también Shooting the Mafia (2019), un documental de Kim Longinotto sobre la fotógrafa siciliana Letizia Battaglia. Como Harvey visitando lugares de conflicto y Varda filmando a gente marginal, Battaglia se enfrentó a una cara incómoda y peligrosa del mundo al retratar durante décadas la Mafia y sus víctimas. Aunque la película deja bastante que desear en sus formas —se basa en entrevistas convencionales y no aprovecha el potencial de las fotografías de la extensa obra battagliana— y aunque Longinotto no es capaz de profundizar del todo en su retrato de la fotógrafa, la mera historia de esta mujer es suficientemente impactante para darle una oportunidad al documental. Al fin y al cabo, la obra y la vida de Battaglia —que dejó un matrimonio infeliz para encontrar su vocación: fotografiar los cadáveres de la Cosa Nostra, presenciar detenciones y funerales de mafiosos, pero también retratar la sociedad siciliana—merece ser difundida y reconocida. Situada en otro ámbito temático, se encuentra Systemsprenger (2019), de la directora alemana Nora Fingscheidt, que se acerca a una infancia difícil. Traducido, el título del filme significa algo así como “dinamitera del sistema”, un término que se usa en la pedagogía y la psiquiatría para personas que no se adaptan a ninguna estructura, sea en su familia u otras instituciones sociales. En este caso es una niña de diez años que rompe las reglas, con un comportamiento agresivo, y que lleva a todo su entorno al borde del enloquecimiento. La película ofrece una intensa actuación por parte de la pequeña Helena Zengel y está muy bien construida la compleja situación laboral de trabajadores sociales y cuidadores, con sus conflictos internos a la hora de separar sus vidas personales de las historias a las que se enfrentan en su empleo. La tensión se rompe con toques de humor en un filme de mirada humanista, que equilibra el realismo con la esperanza. Teniendo en mente que ese tipo de personas casi siempre acaban apartadas de la sociedad, bien sea por voluntad propia, bien sea porque han cometido un crimen que les lleva a la cárcel o bien sea porque son recluidos por su entorno en instituciones mentales, es de agradecer que Fingscheidt no cargue las tintas en la situación desesperada de su protagonista en Systemsprenger.

 

Ficciones biográficas

La Sección Oficial de la Berlinale ofreció también varios dramas inspirados en hechos reales, entre los que se encontraba Skin (Guy Nattiv, 2018), cuyo director ganó el Oscar este año por el cortometraje del mismo título en el que se basa este drama, sobre un joven que intenta salir de una banda de neonazis. Lo más llamativo de la película es que su personaje principal, uno de los líderes del grupo, pasa muy rápidamente de la maldad más irracional al rechazo absoluto hacia ese mundo. Su proceso de transformación radical está un tanto desaprovechado por Guy Nattiv, que no logra explorar la evolución psicológica de su protagonista y prefiere dar más peso a las escenas de acción. Las imágenes repetitivas de las sesiones de laser a las que se somete el personaje —en las que se va quitando los tatuajes neonazis de su rostro— son lo más estimulante de Skin, pues consiguen situarnos bajo su piel y despertarnos una incomodidad acorde al entorno en el que se ha movido el protagonista. Lástima que la estética uniforme del filme tenga más que ver con el estándar de las series de Netflix que con lo que cabría esperar de la competición de un festival como la Berlinale.

Grâce à Dieu, de François Ozon,

Diferente, muy diferente, es Grâce à Dieu (2018), que también trata un tema incómodo y de absoluta actualidad: los abusos sexuales a niños por parte de curas católicos. François Ozon ha tenido, de hecho, problemas para estrenarla en Francia porque una de las personas retratadas se opuso a que saliese su nombre real en la película. En concreto, el director trata la historia verdadera de Alexandre Guérin, que en su edad adulta decide denunciar a Bernard Preynat, el sacerdote que abusó de él cuando era niño, al ver que sigue tratando con menores. A lo largo del filme, Guérin va encontrando a más afectados y poco a poco se conforma una asociación que pretende lograr la expulsión del clérigo de la Iglesia, lo cual no resulta nada fácil. Lo interesante es que el cura no niega sus crímenes, pero el hecho de que la institución eclesiástica suela arreglar sus asuntos internamente hace muy difícil para las víctimas conseguir su objetivo. Cada uno de los personajes tiene su propia lucha y el trauma les ha afectado de múltiples maneras, por lo que algunos se vuelcan activamente en la búsqueda de justicia mientras que otros prefieren no revolver en el pasado. La detallista película de Ozon va de una historia a la siguiente y logra crear una unión entre todas las víctimas, hasta el punto de poner el foco en múltiples perspectivas de este asunto, que hace pocas semanas fue abordado por primera vez en el Vaticano, en la cumbre anti-abusos, aunque sin logros considerables.

Grâce à Dieu hace hincapié en la cantidad de gente que no quiere mirar hacia estas cuestiones al considerar intocable la figura del sacerdote. Ante esta tesitura, es emocionante ver con qué tacto y ligereza trata Ozon la complejidad psicológica de las víctimas, sin dejar de mostrar muy claramente las consecuencias gravísimas que tienen los abusos, en sus distintos grados. ¿Quién hubiese pensado que viendo esta película uno puede llegar a reír, incluso a carcajadas, en algunos momentos? Una parte de la dignidad que Ozon demuestra ante sus personajes, que luchan por ser escuchados, por ser tomados en serio y dejar de sentirse solos con su experiencia, se basa precisamente en ese humor que emerge con naturalidad. Como único reproche del filme, quiero apuntar a los flashbacks sobre los días en los que tuvieron lugar los abusos, que poseen un filtro demasiado meloso y, en mi opinión, son poco representativos de lo que pueden ser los recuerdos de las víctimas.

En la biografía satírica El vicio del poder (Vice, 2018) Adam McKay se atreve con una crítica bastante extensa a la política estadounidense de las últimas décadas alrededor del personaje de Dick Cheney, encarnado por un Christian Bale desfigurado hasta casi resultar irreconocible (tanto Bale como Amy Adams, que interpreta a Lynne Cheney, firman aquí dos de los mejores papeles de su carrera). El que fuera vicepresidente en la era de George W. Bush es dibujado como un “quiet man” que va ganando poder como manipulador en la sombra. Con su sarcasmo agudo, El vicio del poder se emparenta con la brillante serie británica Sí, Ministro (Yes, Minister, Jonathan Lynn, 1980-1984), especialmente en la manera en la que Cheney se hace con tareas del presidente Bush –interpretado por un Sam Rockwell impresionante–. La película se construye como una de esas clásicas historias americanas donde un loser se convierte en un pez gordo, pero usa esa construcción para luego ejercer una crítica implacable a ese mismo personaje. De este modo, McKay logra que empaticemos con Cheney para mostrar después, sin piedad, toda la crueldad de sus decisiones. Un recurso que corre el peligro de trivializar la política, pero que acaba resultando convincente, por mucho que en ocasiones sea imposible averiguar hasta qué punto la ficción es fiel a los individuos retratados. Como se explica en una gran escena, esto no es una obra de Shakespeare, donde se puede entrar en cualquier momento íntimo y escuchar en detalle los pensamientos de cada personaje. Pero lo intenta de todas formas.

Además de la citada Grâce à Dieu , que se llevó el Oso de Plata al Gran premio del jurado, otra de las películas más celebradas de la Berlinale fue uno de los largometrajes procedentes de China, y en este caso la designación de largometraje es literal porque tiene una duración de tres horas: Di jiu tian chang (So Long, My Son, Wang Xiaoshuai, 2019), que se llevó los dos Osos de Plata para la Mejor Actriz (Yong Mei ) y el Mejor Actor (Wang Jingchun). He aquí una trama contada en cuatro niveles temporales en torno a la política china que obliga a tener un solo hijo, sobre una familia a la que debe abortar su segundo retoño y después pierde al primero en un terrible accidente. Por los cambios temporales de un tiempo a otro, el relato puede desubicar al espectador, pero acaba ofreciendo una trama clásica y conmovedora, que podría llegar a una gran audiencia. Considerando que la película de Zhang Yimou sobre la Revolución Cultural de China (One Second, 2019) fue retirada del festival pocos días antes de su estreno por la probable censura de su país (algo que pudo ocurrir también con Better Days, de Derek Kwok-cheung Tsang), Di jiu tian chang se convirtió en un título emblema de esta edición, pues es una buena representante de los creadores críticos de China en un certamen en el que siempre se ha dado mucha importancia al pensamiento disidente.

La mirada crítica de China en Di jiu tian chang

Nadav Lapid, el hombre de Berlín

En una órbita muy distinta a la del filme de Wang Xiaoshuai, se encuentra Synonyms (2019) de Nadav Lapid, la sorprendente ganadora del Oso de Oro a la Mejor Película. No solo es una obra crítica con un país, sino directamente con dos: Israel, de donde viene el personaje principal, Yoav (Tom Mercier), y Francia, adonde emigra. No es en absoluto la típica película de emigrantes, sino el retrato de un chico bastante cool que odia su estado natal y quiere deshacerse de su identidad israelí, entregándose totalmente a la cultura francesa. Por el camino se da cuenta de que eso no es tan simple. Hay muchas ideas refrescantes aquí: una cámara que a veces se transforma en el paso intranquilo de Yoav, una repetición de palabras francesas con las que el protagonista quiere retener el idioma en la cabeza o unos planos de una sartén con un tomate burbujeando, que son parte del mismo plato que come durante meses todos los días Yoav (que llega a contarnos, con indudable gracia, exactamente lo que le cuesta vivir). Aunque, sobre todo, destacan los momentos que a ratos nos hacen sentirnos dentro de un extraño musical, como cuando en una clase de francés el protagonista canta a voces La Marseillaise y la letra adquiere otro sentido o como cuando viajamos atrás en el tiempo para ver a Yoav en su servicio militar y en su móvil suena la chanson Je ne veux pas travailler mientras lleva a cabo un ejercicio de tiros contra un muñeco de papel al que acaba machacando.

Como en su anterior filme, La profesora de parvulario (Haganenet, 2014), Lapid habla de experiencias propias, ya que él mismo se fue a Francia después de hacer la mili en Israel y seguramente esté plasmando en la ficción algunos de sus sentimientos y situaciones de esa época. La película ofrece muchas lecturas posibles y, aunque no todos los personajes funcionan igual de bien (el de Louise Chevillotte es agotador), Lapid demuestra una riqueza de ideas y una valentía encomiables con un resultado muy energético y juvenil, de una vitalidad desbordante. Viendo la cantidad de películas polvorientas que salen por ahí, se agradece mucho esa frescura y también se entiende que el jurado, liderado por Juliette Binoche y con personalidades como la curadora del MoMa Rajendra Roy o la actriz alemana Sandra Hüller, decidiese darle el premio más importante a Nadav Lapid, que, por cierto, es el primer director israelí en recibirlo. Queda por aclarar entonces cuánto de él hay en el personaje, porque está claro que a Nadav al menos sí que se le abrieron algunas de las puertas extranjeras que estaba golpeando con fuerza en aquellos años…

Nadav Lapid ganó el Oso de Oro con Synonyms

Antes de despedir esta crónica, me gustaría traer a colación una escena de un libro de memorias de Philip Roth (2). En el momento en cuestión, el padre del escritor le presenta a un viejo amigo, superviviente de Auschwitz, para que él le ayude a publicar sus escritos sobre los años vividos bajo el régimen nazi. Roth, convencido como los demás de que se tratará de un compendio de recuerdos horrendos de los campos de concentración, se pone a leer el manuscrito durante la cena y enrojece involuntariamente. Para su sorpresa, el documento entregado por el anciano contiene en su mayoría escenas pornográficas explícitas y, preguntado por ello, el hombre judío explica que logró escapar de los nazis casi hasta el final de la guerra porque fue escondido por mujeres alemanas, hasta el punto de pasar de la cama de una a otra para saciarlas sexualmente en una época donde él parecía ser “el único hombre en Berlín”. Hay, sin duda, muchos elementos en Synonyms que recuerdan a esta anécdota tan grotesca, y es muy práctico que a su protagonista le peguen perfectamente los adjetivos mencionados al principio: pobre pero sexy, como el propio Berlín (que, por cierto, en alemán es femenino). Igual se podría decir que este año, aunque Nadav Lapid no ha sido el único hombre en la capital, ni mucho menos, sí que, de alguna forma, ha sido el que más ha triunfado.

 

 

© Fee Reega, marzo del 2019

 

(1) [Nota de los editores] La autora de esta crónica, Fee Reega, es nacida en Alemania y reside en España. Se dedica a la música desde 2009 como cantante y compositora. Su último disco de estudio, Sonambulancia, salió en 2017 en el sello asturiano Humo. A la vez canta y escribe para el grupo de postrock CAPTAINS, que tiene dos LPs publicados. En 2017 también salió su poemario Purpurina y Percebes (Ediciones Canalla).

(2) ROTH, Philip; Patrimony: A True Story, Simon & Schuster, 1991.