Benedetta

La política de la carne


La primera impresión que puede provocar Benedetta (2021), el último largometraje de Paul Verhoeven, es tal vez la de devolvernos al ambiente de uno de sus films más emblemáticos: a la Europa asolada por la peste negra de Los señores del acero (Flesh+Blood, 1985), cuyo título original es casi un programa, una declaración de intenciones. Benedetta es también una película hecha de carne y sangre, amén de toda suerte de supuraciones, fluidos y excrecencias. A los pocos minutos de iniciarse el film, un bufón disfrazado de esqueleto emite llamaradas por el trasero sirviéndose de una antorcha y de sus ventosidades, y un personaje tuerto recibe el impacto de un excremento de pájaro sobre su único ojo. En otros pasajes posteriores, los pechos de una mujer disparan leche materna a chorro, los instrumentos de un torturador sugieren una brutalidad exagerada incluso para la Inquisición y un consolador tan rudimentario como irreverente se convierte en inesperado McGuffin. Como es habitual en el cine de nuestro hombre, la mostración más bruta de toda la viscosidad que acompaña a la violencia y al sexo no responde a una idea banal de transgresión sino a una forma de distanciamiento irónico. Con su deliberada tosquedad, Verhoeven nos guiña el ojo y nos invita a compartir una mirada descreída y cínica sobre sus criaturas. Ni Los señores del acero pretende ser la representación más realista o epatante de la Edad Media, ni Benedetta intenta ser un biopic o un intenso melodrama sobre los avatares de Benedetta Carlini, el personaje real en el que se basa la película. Lo de Verhoeven es mucho más socarrón y descreído. Pero también es más profundo y más político de lo que parece a primera vista.

Sor Benedetta vivió en la localidad toscana de Pescia entre finales del siglo XVI y mediados del XVII, en un tiempo en el que efectivamente hubo varios brotes de peste en Europa y la Iglesia católica vivía con inquietud la expansión de otra plaga, la Reforma luterana. Verhoeven enfatiza en su película el hecho de que la jerarquía eclesial de la época ejerciera un poder netamente político en las ciudades-Estado y, por supuesto, en los Estados Pontificios que componían por entonces el territorio italiano, doscientos años antes de la unificación garibaldina. Y, donde hay política, obviamente hay también lucha de clases: ya en los primeros compases del film, la entrada en el convento de Benedetta, siendo aún una niña, se salda con una transacción económica. Para ser más exactos, con un abierto y descarado soborno, que el padre de la protagonista ofrece a Sor Felicita, la veterana abadesa que interpreta Charlotte Rampling con su característica mirada entornada y circunspecta. Al oponer razones éticas para aceptar o no la incorporación a la orden de un nuevo miembro, Sor Felicita está indicando en realidad que las puertas de su convento no están abiertas a cualquier pordiosera que pase por allí.

La protagonista, no obstante, se distingue ya de adulta —cuando es encarnada por una Virginie Efira a la vez angelical y ambigua, otro acierto de casting— por favorecer la entrada de la hija de un campesino que comparece ante las monjas cubierta de harapos y literalmente arrastrada por su padre, al que más adelante acusará de haberla maltratado y violado. Y Benedetta se distingue también por experimentar unas vívidas visiones en las que dialoga con el mismísimo Mesías y le declara su amor incondicional. Las visiones adquieren el rango de posible milagro cuando nuestra heroína abraza a su amado en la cruz, se deja penetrar por sus clavos en un gesto de retorcida pulsión erótica y se despierta así marcada con los estigmas de Jesucristo. A partir de aquí, se desencadena el conflicto central de la trama: al escepticismo de la abadesa y de su monja de confianza, la metomentodo Sor Christina, se opone la receptividad del preboste, que ve el hipotético milagro como la oportunidad de convertir Pescia en un hub de peregrinaje tipo Lourdes o Fátima. Con su bendición, Sor Benedetta se convierte en la nueva abadesa; y Sor Felicita decide denunciar los tejemanejes que la han apartado del cargo y la falsedad del milagro ante una autoridad superior, el nuncio, que representa directamente el poder del Papa en la zona. Pero si el nuncio —Lambert Wilson, muy apropiado también— toma cartas en el asunto no es seguramente con otra motivación más que mantener el statu quo y evitar toda perturbación sobre su posición. De hecho, desde su primera aparición, se nos presenta como el más corrupto y concupiscente de todos los miembros de la Iglesia que comparecen en el film. Es decir: cuanto más arriba miramos en la jerarquía del poder, más turbio es lo que vemos.

A todo esto, se mantiene la duda sobre si Benedetta se comunica realmente con el Altísimo o tiene simples alucinaciones. Tampoco sabemos a ciencia cierta si sus estigmas son producto de un milagro o de una tramposa autolesión. En cambio, no cabe la menor duda de que nuestra protagonista disfruta las mieles del ascenso social. Al asumir el cargo de abadesa, goza del privilegio de dormir en una estancia privada, amplia y confortable, donde puede entregarse a placer a los encuentros sexuales con la novicia Bartolomea, que no es otra que la joven campesina que ella misma había acogido en el convento, convertida primero en su confidente y luego en su amante. Así pues, haya o no fe en Benedetta, sabemos que le mueve también un interés personal muy poco acorde con los votos a los que se debe y con la moral de su religión. Por tanto, cuando arenga a las demás monjas y a los feligreses expresando una fe purísima y un contacto milagroso con el Todopoderoso, está de facto defendiendo sus privilegios al margen de que se crea o no sus propias peroratas. Y, desde el punto de vista de la propia Benedetta, sus palabras y sus acciones tienen dos aspectos cruciales: el primero, que el fin justifica sobradamente los medios; y el segundo, que todo cuanto pasa puede ser aprovechado para reafirmar su discurso.

Eso es, de hecho, lo que ocurre siempre que alguien se expresa únicamente desde la fe. Cuando una creencia se basa en la pura y simple fe, es imposible de refutar y, para el creyente, todo lo que pase, en un sentido o en el contrario, se puede interpretar como una confirmación de su certidumbre. Por eso Benedetta se nos antoja un film hondamente político y rigurosamente actual. No solo porque la Iglesia, junto con la numerosa militancia que la rodea, ha usado siempre el arma inviolable de la fe para mantener su propio poder y contribuir a la vez a sostener determinadas formas de orden social que le convenían o agradaban; también porque la tendencia de la política de nuestro tiempo va igualmente en esa dirección. Un uso poco crítico de las redes sociales y de otras formas actuales de comunicación digital hace que un individuo cualquiera reciba constantemente mensajes que reafirman sus ideas preconcebidas (culpemos también de ello a los algoritmos). Es fácil vivir en una burbuja opaca y enviciada, siempre de acuerdo con uno mismo y acogiendo cualquier dato, aunque sea contradictorio, como una nueva confirmación de lo que ya se pensaba de antemano. Se generan grupúsculos ideológicos estancos que parecen pequeñas religiones en sí mismas, pues su cohesión se basa en la fe inquebrantable. Es más: si es necesario, se exagera en algún aspecto o se miente sin ambages para mantener la inmovilidad del discurso.

Los partidos políticos, o tal vez sus nutridos cuerpos de analistas, sociólogos y expertillos del tipo que sea, lo saben y hace ya años que se esfuerzan en enardecer a sus bases de votantes y desmovilizar a los contrarios; en cambio, parecen en desuso las viejas campañas enfocadas a captar al votante dudoso que se encuentra entre dos aguas. Los discursos de toda una nueva casta de politicastros son tan hipócritas como vacuos, disfrazan intereses espurios y permiten hacer todos los retruécanos necesarios para autoafirmarse ad infinitum. Como nuestra Benedetta, que parece creerse en parte su propio rollo pero también está dispuesta a hacer trampas para mantener su lecho de placer. No creo, no obstante, que Verhoeven haya querido hacer de su film una alegoría, ni mucho menos. De hecho, en la entrevista que Cahiers du Cinéma publica en su número de julio y agosto, el realizador holandés explica que el guionista Gerard Soeteman fue quien le acercó al libro de Judith C. Brown del que parte la película pero finalmente no emprendió con él el proyecto (firman el guion Verhoeven y David Birke) por ciertas diferencias: “La visión de Soeteman ponía más peso en las estructuras políticas y la toma de poder de Benedetta. Me parece muy correcto, la verdad, pero a mis ojos el aspecto lésbico de la historia era igual de importante” (página 32). A nuestro hombre, pues, le interesan ante todo las bajas pasiones que mueven a sus criaturas. Pero, en paralelo, su cine destila una visión vitriólica del funcionamiento social que se desprende de esas pulsiones elementales como el deseo o la ambición. Y, aunque eso ha estado siempre ahí, quisiera poner énfasis en el significativo tríptico que podemos proponer recopilando sus tres últimos largometrajes estrenados en cine. Porque El libro negro (Zwartboek, 2006), Elle (2016) y Benedetta arrojan una mirada particularmente fina e inclemente sobre el mundo de hoy. Sea o no de forma voluntaria, en el último tramo de su filmografía, Verhoeven se ha vuelto más político que nunca.

«El libro negro»

El libro negro es la más ácida de las películas de espías, una historia ambientada en los últimos días de la ocupación nazi de los Países Bajos y los primeros de la liberación donde las más viles traiciones se producen en el corazón de la resistencia, los oficiales alemanes y los colaboracionistas se recolocan sin problemas con el beneplácito de las fuerzas aliadas y la atracción entre dos enamorados desdibuja la línea que separa a un bando de otro. Verhoeven nos brinda una visión descreída y veraz de la Segunda Guerra Mundial, en la que los principios políticos fueron mucho menos firmes y nobles de lo que transluce el relato oficial del conflicto (ya saben: Winston Churchill hubiera querido arrasar la Unión Soviética tanto como Alemania, Iósif Stalin esquivó el enfrentamiento con Adolf Hitler hasta que la invasión lo hizo inevitable, la Casa Blanca olvidó su antifascismo un segundo después de ganar la guerra y vio en Francisco Franco un aliado útil para la nueva Guerra Fría…). Parece que toda esa picaresca quede lejos pero, en realidad, es el germen remoto del desorden mundial de hoy. De hecho, El libro negro concluye con una alusión a la continuidad del desastre en Oriente Próximo, región que sigue siendo el ojo del huracán del desbarajuste global. Y, mientras que el pan y la paz les son negados a tantos palestinos, sirios o iraquíes, la burguesía europea despliega su nulo encanto en Elle, donde la floración de una sexualidad en extremo enrarecida entre los protagonistas, una especie de sadomasoquismo sucísimo, casi nos hace pensar en la crueldad de los fascistas encastillados de Saló o los 120 días de Sodoma (Salò o le 120 giornate di Sodoma, 1975), de Pier Paolo Pasolini. Elle es un film sin personajes positivos donde los burgueses gestionan sus asuntos de forma berlanguiana mediante arreglos entre iguales y donde las apariencias y la hipocresía lo tapan todo, pues los privilegiados siempre caen de pie y los inocentes son manipulados sin remilgos.

«Elle»

En definitiva, El libro negro, Elle y Benedetta son películas muy diferentes que no comparten época ni escenario pero las tres nos hablan de una Europa en la que el poder político y económico se sostiene sobre los pilares del arribismo, el oportunismo y el más absoluto cinismo. Y, en particular, Elle y Benedetta tratan sobre formas heterodoxas de sexualidad que se nos presentan como un síntoma de la hipocresía moral de quienes medran en un sistema como el nuestro. Los instintos básicos, en fin, subyacen detrás de los dogmas de fe farisaicos y demás engaños que corren por las redes sociales de todo tipo. Y toda esa podredumbre se hace tangible en Benedetta: llega en forma de peste viscosa y maloliente, emergiendo con las supuraciones negruzcas que se deslizan sobre la piel de los apestados. La primera vez que vi Los señores del acero, el otro film de Verhoeven recorrido por la peste al que aludíamos al principio, fue por televisión, en una versión doblada al castellano; y comentamos entonces en familia una frase de poderosa sonoridad que nos hizo gracia y que me ha quedado grabada: “¡Sajad las tumefacciones!” Era la admonición de un médico que había descubierto una curación practicando incisiones en las hinchazones oscuras que cubrían el cuerpo de los enfermos. En mi imaginación, tras haber conocido en este siglo al Verhoeven más político y tras haber visto Benedetta, esa frase de un film de hace más de treinta años suena ahora como una suerte de críptico consejo ante la deriva de los acontecimientos. Signifique lo que signifique, por de pronto, intentemos sajar las tumefacciones.

 

© Lucas Santos, septiembre de 2021